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– Sí -contestó el joven.

– ¿Qué idea tienes de lo ocurrido?

Gøran inspiró.

– No mucha. Que fue algo terrible, claro. Pero prefiero las páginas de deportes.

Sejer se tapó la cara con las manos, como si estuviera cansado. En realidad, estaba más despierto y alerta que nunca, pero ese pequeño movimiento podría dar la impresión de que estaba a punto de dejarlo. Habían transcurrido seis horas. Solos los dos. Desde fuera no les llegaba ni un sonido, ni un teléfono, ni pasos, ni voces. Podría pensarse que todo ese inmenso edificio estaba vacío, cuando en realidad bullía de vida.

– ¿Qué piensas de la persona que lo hizo? Yo me he formado muchas ideas al respecto. ¿Y tú?

Gøran negó con la cabeza.

– No pienso absolutamente nada -contestó.

– ¿No tienes idea de qué clase de hombre puede ser?

– Claro que no.

– ¿Podemos suponer que estaba enfurecido?

– Ni idea -contestó Gøran, malhumorado -. Es problema suyo encontrarlo.

– También te interesa a ti, diría yo.

De nuevo esa expresión grave en el rostro de Sejer. La mirada firme como la lente de una cámara. Se pasó las manos por el pelo canoso, se quitó muy despacio la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Se desabrochó lentamente los puños de la camisa y luego se los remangó. Gøran lo observaba, incrédulo. En la celda había una cama con almohada y manta. En ese momento pensó en ella.

– Una vez, hace mucho tiempo, estaba patrullando las calles de la ciudad -dijo Sejer -. Era la noche del viernes al sábado y éramos dos agentes. Había una pelea en la puerta de la discoteca Armas del Rey. Salí del coche y me acerqué. Eran dos jóvenes de tu edad. Puse una mano en el hombro de uno de ellos. Se volvió de sopetón y me miró a los ojos. De repente, y sin previo aviso, su mano surgió de la oscuridad y un cuchillo me alcanzó en el muslo. Me hizo un largo corte del que conservo una cicatriz.

Gøran hacía como si no escuchara, pero en realidad estaba escuchando atentamente. Todas las palabras, las historias inesperadas eran bienvenidas, pues lo distanciaban de todo aquello. Una especie de descanso.

– Solo quería contar eso -dijo Sejer -. Vemos muchos navajazos en las películas y leemos sobre ellos en los periódicos. Y luego de repente te encuentras con un tipo que te clava un cuchillo en el muslo y te encoges de dolor. Perdí la voz. Todo desapareció a mi alrededor, incluso el sonido de la gente que gritaba y chillaba; tan tremendo era el dolor. Hoy me río de aquello. Una simple herida en la carne. Todo lo que queda es una raya azul. Pero en ese lugar, en aquel instante, hizo que el mundo desapareciera.

Gøran no sabía adónde quería llegar. Por alguna razón se inquietó.

– ¿Tú has sentido alguna vez un dolor muy fuerte? -preguntó Sejer.

Se inclinó hacia delante. Su rostro se acercó mucho al de Gøran, que retrocedió un poco.

– No creo -dijo -. Excepto en el gimnasio.

– ¿Te fuerzas a ti mismo por encima del umbral del dolor cuando te entrenas en el gimnasio?

– Claro. Constantemente. Si no, no avanzas.

– ¿Adónde quieres llegar?

Gøran miró la larga figura de Sejer. No daba la impresión de ser musculoso, pero seguramente era perseverante. Su mirada era inescrutable. No se desviaba nunca. Lo que este tío quiere es una confesión, pensó. Inspira y espira. Cuenta hasta tres. Estuve en casa de Lillian.

De repente se inclinó hacia delante.

– ¿Echamos un pulso? -preguntó.

Sejer hizo un gesto con las manos y dijo:

– Vale. ¿Por qué no?

Se prepararon. Gøran estuvo listo en un instante. Sejer pensó que así podría tocar a Gøran, cogerle la mano. De repente vaciló.

– ¿Te echas atrás? -El joven se rió entre dientes.

Sejer negó con la cabeza. La mano de Gøran estaba sudorosa y caliente. Contó hasta tres y empujó violentamente. Sejer no intentó llevar el puño del joven hasta la mesa. Lo único que quería era resistir. Y lo consiguió. Las fuerzas de Gøran estallaron en una fuerte embestida, y luego desaparecieron. Lentamente, Sejer empujó la mano del chico hasta la mesa.

– Demasiado entrenamiento estático. No debes olvidar la resistencia. Recuérdalo para el futuro.

Gøran se encogió de hombros. No se encontraba bien.

– Poona pesaba cuarenta y cinco kilos -le informó Sejer -. En otras palabras, no era muy fuerte. Nada para un hombre adulto.

Gøran apretó los labios.

– De todas formas, no creo que el asesino vaya presumiendo por ahí. Lo veo muy claro -dijo Sejer mirándole a los ojos -. Está masticándolo. Intenta tragárselo para que desaparezca de su organismo.

Gøran se sintió mareado de repente.

– ¿Te gusta la comida india? -preguntó Sejer.

Estaba completamente serio. No había rastro de ironía en su voz.

– No contestas. ¿La has probado alguna vez?

– Bueno, sí -vaciló Gøran -. Una vez. Demasiado fuerte para mi gusto.

– Mmm… -dijo Sejer. Estaba de acuerdo -. Uno se siente luego como un dragón escupiendo fuego.

Gøran tuvo que reírse de nuevo. Era complicado seguir a ese hombre. Se dio cuenta de que estaba mirando el reloj. Se había encogido un poco.

– Si tengo que sacrificar a Kollberg será el día más negro de mi vida -dijo Sejer -. Verdaderamente el día más negro. Le daremos otros dos o tres días, y luego veremos.

Gøran sintió náuseas de repente. Se tocó la frente.

– Me encuentro mal -dijo.

21

En el fondo de su ser, Linda sabía que Jacob era inaccesible. Ese hecho era como un clavo en el pie, que le pinchaba a cada paso que daba. A la vez, en el fondo de su corazón sentía que él le pertenecía. Él había llamado a su puerta, había estado en el escalón con la luz de la farola iluminando sus rizos como si fueran de oro, mirándola con sus ojos azules. Su mirada le penetró como un rayo, un rayo se refugió en ella y que se convirtió en un lazo entre los dos. Ella tenía derecho a recogerlo y a llevarlo cerca de su corazón. Era incapaz de imaginárselo en compañía de otra chica. Era una imagen que le resultaba imposible reproducir en su interior. Por fin entendía a los que mataban por amor. Esa comprensión le había llegado poco a poco, grande y contundente. Se sentía sabia. En sus pensamientos se veía a sí misma acuchillando a Jacob, de tal manera que él se desplomaba en los brazos de ella, para luego desangrarse en el suelo. Ella estaría presente cuando él muriera, oiría sus últimas palabras. Luego, durante el resto de su vida, visitaría su tumba. Hablaría con él, le diría todo lo que quería sin que él pudiera salir corriendo.

Se levantó y se vistió. Su madre había ido a Suiza a por chocolate. Se tomó dos analgésicos con un vaso de agua. Se puso el abrigo y buscó en el cajón de la cocina el folleto con los horarios de los autobuses. Salió de la casa y se puso a esperar en la carretera. El autobús estaba casi vacío. Solo iban un señor mayor y ella. En el bolsillo, Linda llevaba un cuchillo serrado de cocina. Cuando su madre cortaba zanahorias con él, los trozos quedaban con una bonita forma ondulada. Se encogió en el asiento mientras tocaba el mango del cuchillo. Su bienestar ya no dependía de los estudios y el trabajo, el marido y los hijos, o tener una peluquería propia que oliera a esprays y champús. Se trataba de su propia paz de espíritu. Solo Jacob podía proporcionársela, vivo o muerto, no importaba, ¡pero ella necesitaba paz en su alma!

Una hora más tarde, el coche de Skarre entraba lentamente en la calle Nedre Storgate. No se fijó en lo que pasaba fuera, sus pensamientos estaban en otra parte. Aparcó junto a la acera, puso el freno de mano y se quedó sentado dentro del coche, absorto en profundos pensamientos. Se sobresaltó al oír las primeras estrofas de la «Quinta Sinfonía» en su móvil. Era Sejer. Después de hablar con él, Skarre se quedó pensativo. Sejer le había hecho una extraña pregunta, de esa manera suya tan especial y tan tímida cuando se trataba de mujeres. «Imagínate que visitas de vez en cuando a una mujer. Mantenéis una relación que no tiene que ver con el amor, sino con algo completamente distinto.»