– Sexo -dijo Jacob.
– Exacto. Ella está casada, y lleváis la relación a escondidas. Imagínate esa relación y una de esas visitas.
– Con mucho gusto -se rió Skarre.
– Conoces la casa, porque ya has estado en ella. Acabáis rápidamente en el dormitorio de la mujer. También lo conoces de antes, tanto los muebles como el papel pintado de las paredes. Luego mantenéis relaciones sexuales.
– De acuerdo -dijo Jacob.
– Más tarde abandonas el lugar y te vas a casa. Entonces viene la pregunta, Jacob, y piénsatela muy bien: ¿te acordarías luego del dibujo de las sábanas?
Skarre estaba sentado al volante pensando y moviéndose entre diferentes sábanas y fundas de edredones. Recordó aquella noche en casa de Hilde, después de haber estado en el cine viendo Eyes Wide Shut, y la lámpara de la mesilla con pantalla roja. La ropa de cama, que era de color rojo ciruela, la sábana algo más clara que la funda del edredón y la almohada con flores blancas. Se acordó de Lene, con su pelo rubio y su cama con cabecero de cáñamo de Manila. El edredón de margaritas. Increíble, pensó, y levantó la cabeza. Una sombra dobló de repente la esquina. Se quedó mirando fijamente. Había algo familiar en el movimiento, un repentino salto y luego nada. Como si alguien hubiera estado allí observándolo. Movió la cabeza abatido y salió del coche. Se acercó lentamente al portal y buscó las llaves. De nuevo oyó un ruido. Se quedó escuchando. No tengo miedo a la oscuridad, pensó, y abrió la puerta del portal. Subió por la escalera y se metió en su casa. Acto seguido se acercó a la ventana y miró la calle desierta. ¿Había alguien allí? Buscó en la guía de teléfonos y marcó un número. Sonó dos veces antes de que la mujer descolgara.
– Soy Jacob Skarre -dijo -. Hablé con usted el otro día. Fui a verla con Konrad Sejer. ¿Se acuerda de mí?
Lillian Sunde contestó que sí. ¿Cómo iba a olvidarse de semejante visita?
– Solo quería hacerle una pregunta -dijo -. ¿Tiene usted un juego de cama verde con nenúfares?
Se hizo el silencio al otro lado.
– ¿Es una broma? -preguntó por fin la mujer.
– No está obligada a responder -señaló Skarre.
– En este momento y así de repente no lo recuerdo -contestó la mujer vacilante.
– No es cierto -insistió Skarre -. Claro que sabe usted cómo es su ropa de cama. Verde. Con nenúfares.
Se oyó un clic cuando la mujer colgó. Esa reacción le intrigó.
Gøran desayunó sentado en el catre con la bandeja sobre las rodillas. Comía despacio. Apenas había dormido. No se le había ocurrido pensar que no podría conciliar el sueño cuando, al cabo de muchas horas, lo condujeron de vuelta a la celda. Le dolía el cuerpo, pesado como el plomo, cuando se tumbó con la ropa puesta. Cuando se dejó caer sobre el delgado colchón fue como si desapareciera. Pero sus ojos volvieron a abrirse. Y así permaneció la mayor parte de la noche, casi sin cuerpo. Solo dos ojos bien abiertos mirando el techo. En varias ocasiones oyó pasos en el pasillo, y un par de veces el tintineo de unas llaves.
Se comió el pan con leche fría. La comida le crecía en la boca. La sensación de que su propio sistema le estaba fallando era aterradora. Él siempre lo había controlado. El cuerpo siempre le había obedecido. De repente, le entraron ganas de dar alaridos, de reventar las paredes a puñetazos. En su bien entrenado cuerpo se había acumulado un excedente que amenazaba con hacerle pedazos. Permaneció sentado en la cama mirando a su alrededor, intentando encontrar un punto hacia el que dirigir su energía. Podría lanzar la bandeja contra la pared o hacer pedazos la ropa de cama. Pero se quedó sentado, inmóvil, como si sus movimientos se hubiesen colapsado. Volvió a mirar fijamente el desayuno. Contempló las manos que sostenían la bandeja. Le resultaron desconocidas. Blancas y sin fuerza. Se oyó un clic en la cerradura. Entraron dos agentes que lo condujeron a nuevos interrogatorios. Las botellas de Coca-Cola y agua mineral estaban en su sitio, pero Sejer no. Los agentes lo abandonaron sin cerrar con llave la habitación. Se le ocurrió una idea absurda: que simplemente podía levantarse y salir de allí. Pero seguro que estaban justo al otro lado de la puerta. ¿Seguro? Se sentó en el cómodo sillón. Mientras esperaba, oyó cómo el edificio de siete plantas despertaba y comenzaba a tener actividad. A su alrededor, un murmullo iba creciendo lentamente, de puertas, pasos y teléfonos que sonaban. Al cabo de una rato dejó de oírlo. Se preguntó por qué no acudía nadie. Gøran esperaba. Esbozó una amarga sonrisa al pensar que tal vez se tratara de una forma de tortura cuyo propósito era ablandarlo. Pero ya estaba otra vez preparado, no mareado como el día anterior. Miró el reloj y cambió de postura en el sillón. Intentó pensar en Ulla. Ella estaba tan lejos… Sintió un profundo malestar al pensar en el bar de Einar y en todos los que estarían allí discutiendo. Él no podía estar presente para corregirles. ¿Qué pensarían? ¿Y su madre? Estaría sentada en un rincón de la cocina, llorando. Su padre estaría trabajando detrás de la casa, de espaldas a las ventanas, furiosamente ocupado con el martillo o el hacha. Se le ocurrió que así era como vivían, de espaldas el uno al otro. Luego estaba Søren, del taller de carpintería. También tendría su propia opinión. Tal vez la gente se pasara por allí a cotillear. Como si Søren supiera algo. Pero estarían ya hablando por todas partes, en la tienda de Gunwald y en la gasolinera de Mode. Él pronto saldría de ese sitio, recorrería las calles y vería las caras, cada una con su propio pensamiento. ¿Habían salido fotos suyas en los periódicos? ¿Era eso legal sin haber sido condenado aún? Intentó recordar leyes y reglas, pero no se le ocurrió ninguna. Podría preguntárselo a Friis. Pero no tenía importancia. Elvestad era un sitio pequeño. El párroco Berg lo había bautizado y confirmado. De repente se le ocurrió una idea cómica: que el párroco tal vez estuviera rezando por él mientras desayunaba. «Te pido, Señor, que ayudes a Gøran Seter en estos momentos tan difíciles.» Se sobresaltó al abrirse la puerta.
– ¿Has dormido bien?
Sejer se irguió como una torre.
– Sí, gracias -mintió Gøran.
– Bien. Entonces manos a la obra.
Se sentó junto a la mesa. Había en él algo ligero y desenvuelto, aunque era un hombre grande. Miembros largos, hombros anchos y un rostro bien perfilado. Sería verdad lo que él mismo afirmaba: que estaba en forma. Lo veía ahora. Un corredor, pensó Gøran, de los que corren por la carretera todas las tardes kilómetro tras kilómetro a un ritmo constante. Un diablo resistente y perseverante.
– ¿El chucho se ha levantado? -preguntó Gøran.
Sejer levantó una ceja.
– El perro -corrigió -. Yo no tengo chucho. No, está tumbado delante de la estufa, plano como una piel de oso.
– Mmm… -dijo Gøran -. Entonces tiene que sacrificarlo. Un animal no puede estar así.
– Ya lo sé. Pero lo estoy aplazando. ¿Tú piensas alguna vez en Kairo? ¿En que algún día tendrás que sacrificarlo?
– Falta mucho para eso.
– Pero algún día tendrá que ocurrir. ¿No piensas nunca en el futuro?
– ¿En el futuro? ¿Por qué iba a hacerlo?
– Ahora quiero que pienses en el futuro. Si miras un poco hacia delante, ¿qué ves?
Gøran se encogió de hombros.
– Lo veo todo como es ahora. Antes de todo esto, quiero decir.
– ¿Eso piensas?
– Sí.
– Pero algunas cosas han cambiado radicalmente. La acusación. Estas conversaciones. ¿No significan un cambio?
– Será duro cuando salga. Encontrarse de nuevo con la gente.