– ¿Cómo quieres que sea todo cuando salgas?
– Quiero que todo sea como antes.
– ¿Podrá serlo?
Gøran se retorció las manos.
– ¿Tu vida podrá volver a ser alguna vez como antes? -repitió Sejer.
– Al menos casi como antes.
– ¿Qué será diferente?
– Lo que usted dice. Todo lo que ha ocurrido. Nunca lo olvidaré.
– ¿De manera que no lo has olvidado? Cuéntame lo que recuerdas.
La voz de Sejer era muy grave y, de hecho, bastante agradable, pensó Gøran, pero echó marcha atrás. Abrió la boca y se quedó con ella abierta. El silencio llenaba la habitación como una espada que ahora se volvía y lo señalaba. Dejó vagar la mirada.
– ¡No hay nada que recordar! -gritó, olvidándose de respirar y de contar.
Dicho esto, cogió la botella de Coca-Cola y la lanzó contra la pared. El refresco chorreaba. Ni un gesto en la cara de Sejer.
– Lo dejamos aquí, Gøran -dijo en voz baja -. Estás muy cansado.
Lo llevaron de vuelta a la celda y fueron a buscarlo dos horas más tarde.
De nuevo se sentía pesado, torpe y lento, con una agradable sensación de indiferencia.
– Eres muy constante con las pesas -dijo Sejer -. ¿Las llevas en el coche para poder entrenar a la menor oportunidad? ¿En los atascos o en los semáforos?
– En Elvestad no tenemos ni semáforos ni atascos -contestó Gøran secamente.
– El laboratorio descubrió restos de un polvo blanco en su bolso de mano -dijo Sejer -. ¿Qué crees que puede ser?
Silencio.
– ¿Sabes? Ese bolso tan raro. Verde. En forma de melón.
– ¿Melón? -tartamudeó Gøran.
– Heroína, tal vez. ¿Qué crees tú?
– No soy un drogadicto -dijo Gøran con dureza.
– ¿No?
– He probado algunas cosas. Hace mucho tiempo. Pero nada de aquello me entusiasmó.
– ¿Qué te entusiasma?
Gøran se encogió de hombros.
– El gimnasio, ¿verdad? Los músculos que se ponen durísimos, el sudor chorreando, el dolor en los brazos y las piernas cuando les falta oxígeno, los gruñidos ahogados que salen de tu propia garganta a cada levantamiento, la sensación de fuerza bruta, de todo lo que eres capaz, la barra que se calienta entre tus manos. ¿Te gusta todo eso?
– Me gusta el gimnasio -contestó Gøran en tono hostil.
– Al cabo de un rato la barra se queda lisa y resbaladiza. Metes las manos en los polvos de magnesio. Un fino polvo blanco, parte del cual vuela por el aire y va a parar a tu piel y a tu pelo. Aunque te duchaste, algo de ese polvo llegó al bolso de Poona. Seguramente porque era de tela. Un material sintético que absorbe todo.
Una vez más Gøran miró aturdido a Sejer. Tenía la sensación de que sus pensamientos volaban en todas las direcciones, y de que era incapaz de agruparlos. Ya no se acordaba de lo que había dicho y no encontraba sentido a lo que el policía decía.
– No he dormido apenas -dijo con voz suplicante.
– Ya lo sé -dijo Sejer -. Pero tenemos tiempo de sobra. Es importante que todo esto se haga correctamente. Dices que estuviste en casa de Lillian. Ella lo niega. ¿Acaso estuviste en Hvitemoen, pero deseabas estar en casa de Lillian?
– Estuve en casa de Lillian. Lo recuerdo. Tuvimos que darnos prisa.
– Pero así era siempre, ¿no? Alguien podía llegar en cualquier momento.
– No entiendo por qué ella lo niega.
– Llamaste para preguntarle si podías ir a su casa. ¿Te dijo ella que no, Gøran? ¿Fuiste rechazado por segunda vez en una misma tarde?
– ¡No!
Sejer dio unos pasos por la habitación. A Gøran le sobrevino un inmenso desasosiego, unas ganas incontrolables de moverse. Miró el reloj. Habían transcurrido once minutos.
– Le darías muchas vueltas a la cabeza al leer sobre el asesinato en el periódico. Te habrás formado algunas imágenes en tu mente. ¿Me las muestras?
– ¿Imágenes?
Gøran parpadeó con ojos enrojecidos.
– Las que te formaste en tu imaginación. Siempre hacemos eso cuando se nos explica algo. Intentamos verlo. Es una reacción automática. Me gustaría que describieras tus imágenes en torno al asesinato de Poona.
– No tengo ninguna.
– Te ayudaré a buscarlas.
– ¿Para qué las quiere? -preguntó Gøran, vacilante -. No son más que imaginaciones.
– Quiero ver si se parecen a nuestras averiguaciones.
– Eso es imposible. ¡No fui yo!
– Si las encontramos, dormirás mejor esta noche. ¿Te aterran, tal vez?
Gøran se tapó la cara con las manos. Permanecieron un rato callados.
– ¿Has ido alguna vez a casa de Linda Carling? -preguntó Sejer de repente.
– ¿Qué? No. ¿Para qué iba a ir allí?
– Estarás indignado con ella por haberte denunciado, ¿no?
– ¿Indignado? Estoy cabreadísimo.
– ¿Y por eso fuiste a asustarla?
Gøran lo miró asombrado.
– No sé dónde vive -contestó.
Cuando se abrió la puerta y entró Skarre, los dos se sobresaltaron.
– Teléfono -dijo Skarre.
– Será algo importante -dijo Sejer.
Miró a Gøran y abandonó la habitación.
– ¿Es Sara? ¿Se ha levantado Kollberg?
– Ole Gunwald -contestó Skarre -. Solo quiere hablar contigo.
Sejer se metió en el despacho y cogió el teléfono sin sentarse.
– Soy Ole Gunwald, de Elvestad. Vivo en Hvitemoen.
– Sí, lo recuerdo -dijo Sejer.
– Es un poco tarde. Pero se trata del asesinato.
– ¿Sí? -contestó Sejer, impaciente.
Skarre estaba en ascuas.
– Han arrestado ustedes a Gøran Seter -dijo Gunwald incómodo -. Y tengo algo que decir en relación con eso. Es el hombre equivocado.
– ¿Cómo lo sabe usted?
– Fui yo el que llamó sobre lo de la maleta -dijo Gunwald -. Y omití un detalle. No fue Gøran a quien vi junto al lago Norevann.
Sejer abrió los ojos de par en par.
– ¿Lo vio usted?
– Creo que sería mejor que vinieran -dijo Gunwald.
Sejer miró a Skarre.
– Vamos en tu Golf -sugirió.
– Imposible -dijo Skarre, descorazonado -. Esta mañana me he encontrado con las cuatro ruedas pinchadas. Mejor dicho, rajadas con un cuchillo.
– Creía que vivías en un barrio tranquilo.
– Yo también lo creía. Habrán sido unos gamberros.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó Sejer.
No le gustaba el coche patrulla, y dejó que Skarre condujera.
– Gøran es inocente, ¿verdad?
– Ya lo veremos. Hay que esperar.
– Pero un tendero de esa edad no se inventaría algo así, ¿no?
– Todo el mundo puede equivocarse.
– Y tú también. ¿Has pensado en eso?
– Muchas veces.
Nueva pausa.
– ¿Tienes prejuicios contra las personas que cultivan su cuerpo? -preguntó Skarre muy tranquilo.
– No. Pero me hago ciertas preguntas sobre ello.
– Te haces preguntas. Eso es lo mismo que tener prejuicios, ¿no?
Sejer se calló y miró a Skarre.
– Se trata de cargar baterías, ¿no? Un intenso entrenamiento durante muchos años. Con pesas cada vez más pesadas. Antes o después surge la necesidad de un desahogo. Pero este no llega nunca, solo pesas más y más pesadas. Yo me habría vuelto loco.
– Mmm… -dijo Skarre con una sonrisa -. Loco. Y jodidamente fuerte.
Diecinueve minutos más tarde se detuvieron delante de la tienda de Gunwald. Estaba colocando paquetes de cereales cuando vio el coche por la ventana. Se encogió un poco. Había algo fatídico en los dos hombres. Una incipiente migraña le pinchaba en la frente.
– Lo lamento -dijo en una voz apenas audible -. Debería haber llamado antes. Lo que pasa es que estoy muy confuso. Por supuesto que no fueron ni Einar ni Gøran. Por eso he estado dudándolo tanto.
– ¿Einar Sunde?
– Sí.
Se mordió el labio.
– Los reconocí a él y a su coche. Un Ford Sierra verde.