– Pero era tarde. Casi de noche.
– Lo vi claramente. No me cabe ninguna duda. Desgraciadamente, debería añadir.
– ¿Ve usted mal?
Sejer hizo un gesto hacia las gruesas lentes del hombre.
– No con estas gafas -contestó Gunwald.
Sejer se armó de paciencia y lo miró.
– Habría sido preferible que lo hubiera dicho antes.
Gunwald se secó la frente.
– Nadie debe saber que lo he dicho yo -susurró.
– Eso no puedo prometérselo -dijo Sejer -. Entiendo que esté usted preocupado. Pero es un testigo importante, le guste o no.
– Te miran mal si dices algo. Miren a la pobre Linda. Ya ni le hablan.
– Si resulta que Gøran o Einar, o los dos, tienen algo que ver con esto, ¿no cree usted que la gente del pueblo quiere verlos castigados?
– Si hubieran sido ellos, sí.
Sejer inspiró hondamente y luego dejó escapar el aire muy despacio.
– Queremos pensar bien de la gente que conocemos. Pero aquí todo el mundo conoce a alguien.
Gunwald asintió con la cabeza.
– Entonces, ¿irán ahora a buscarlo?
– Tendrá que explicar lo que significa esto.
– A Jomann le dará un infarto. Suele comprar los periódicos a Einar.
Skarre miró un buen rato a Gunwald.
– ¿Qué edad tiene usted? -preguntó amablemente.
– ¿Que qué edad tengo? Sesenta y cinco.
– ¿No se va a jubilar ya?
– Tal vez -contestó el hombre, cansado -. Pero ¿cómo haré que pasen los días? Solo somos él y yo -añadió, señalando al rollizo perro del rincón.
– Los días pasan lo queramos o no -dijo Sejer -. Su información nos ha sido muy útil. Muchas gracias. Aunque se haya tomado su tiempo. -Le hizo un gesto de cortesía -. Ya sabrá de nosotros.
Gunwald los siguió con la vista. Oyó arrancar el coche y lo vio girar hacia la derecha, camino del bar. Gunwald se acercó al perro.
– Tal vez deberíamos dejarlo ya -dijo acariciando la oscura cabeza del animal -. Así podríamos quedarnos en la cama por las mañanas. Y dar paseos varias veces al día. Puede que hasta consiguiéramos que rebajaras unos kilos.
Se levantó y miró por la ventana, imaginándose la cara de Einar. Unos segundos más de feliz ignorancia. Fue lentamente hasta la puerta y cerró con la doble llave. Se hizo el silencio. En realidad, había sido bastante fácil.
– Ven -le dijo al perro -. Vamos a casa.
– ¿Einar Emil Sunde?
Einar apretó el trapo entre las manos.
– ¿Sí?
Había dos mujeres tomando café. Miraron descaradamente. Einar tuvo que apoyarse en la barra. Lillian se había ido, y se había llevado la mitad de los muebles. La acústica de las habitaciones le era desconocida. Y ahora la policía entraba en el bar. ¿Qué pensaría la gente? En su cara alargada se alternaban la rabia y el miedo.
– Tiene que cerrar y acompañarnos. Queremos hablar con usted.
– ¿De qué? -preguntó Einar, nervioso. Le fallaba la voz. Sonaba como un gemido.
Fueron hasta la comisaría en silencio. La humillación de tener que decir a las dos mujeres que se marcharan le había hecho sudar.
– Iré al grano -dijo Sejer.
Estaban sentados en su despacho.
– El uno de septiembre fue usted visto junto al lago Norevann. En la punta del istmo, con una maleta. Tras unos instantes la tiró al agua y volvió a marcharse en su coche familiar verde. El testigo que lo vio nos llamó y fuimos a buscarla. Pertenecía a la fallecida Poona Bai, que fue asesinada en Hvitemoen el veinte de agosto.
Einar bajó la cabeza, indefenso.
– También sabemos que ella estuvo en su bar. Y ahora viene la pregunta, Sunde: ¿por qué estaba usted en posesión de la maleta de Poona?
Einar sufrió una extraña transformación. En solo unos minutos fue despojado de toda dignidad, despellejado. No fue nada agradable de presenciar.
– Puedo explicarlo todo -susurró.
– Cuento con ello -dijo Sejer.
– Como ya les dije, esa mujer entró en mi bar aquella tarde.
Carraspeó y tosió.
– ¿Sí?
– Quiero dejar muy claro que lo que les estoy contando es la pura verdad. Debería haberlo contado antes. ¡Ese es mi único delito!
– Estoy esperando -dijo Sejer.
– Se quedó un rato sentada con su té. En el rincón, detrás de la máquina tocadiscos. No la veía bien, porque estaba ocupado en otros menesteres. Pero la oí toser un par de veces. No había nadie más en el bar en ese momento. Solo ella y yo.
Sejer asintió con la cabeza.
– Entonces oí de repente la silla al moverse y los pasos de la mujer. Al instante se cerró la puerta. Estaba sacando los cacharros del lavaplatos, de modo que pasó un rato hasta que me acerqué a la mesa a recoger la taza vacía.
Einar levantó la vista. Su mirada vagaba.
– Entonces vi la maleta.
– ¿Se la había dejado allí?
– Sí, pero la mujer había desaparecido. Me quedé unos instantes mirándola. Me parecía un poco raro olvidarse de algo tan voluminoso. La mujer parecía muy alterada. Luego pensé que a lo mejor había salido a tomar el aire, y que volvería enseguida. Pero no volvió. De manera que cogí la maleta y la llevé al trastero. Allí se quedó. Estuve pensando si llevármela a casa o no. Pensé que la mujer volvería a por ella. Aquella noche se quedó en el bar. La metí en la cámara. Ocupaba mucho sitio.
– Siga -dijo Sejer.
– Al día siguiente oí por la radio lo del asesinato. Pero solo oí la mitad, no me enteré, por ejemplo, de que la mujer era extranjera. Pasó mucho tiempo hasta que alguien mencionó que tal vez fuera paquistaní o turca. Entonces se me ocurrió que podría ser ella. Y su maleta estaba en la cámara. Entonces entendí lo grave que podía ser aquello, que, de hecho, ella había estado en mi bar y que habíamos estado solos. Se puede decir que tuve mis dudas. Además, no estaba seguro de que se tratara de ella. Pero tampoco volvía a por su maleta, así que no sabía qué pensar. El tiempo pasaba y la cosa iba de mal en peor. Al final me enteré de todo. Que era la mujer de Jomann, a la que había conocido en la India. ¡Y allí estaba yo, en mi bar, con todas sus cosas! Pensé: ya encontrarán al asesino, con o sin maleta. Al fin y al cabo, esa maleta no era tan importante. De modo que decidí deshacerme de ella. ¿Quién me vio? -preguntó.
Sejer intentó asimilar la historia, que le parecía irritantemente verosímil. Escrutó durante un largo rato el rostro sonrojado de Sunde.
– Alguien que desea permanecer en el anonimato.
– ¡Pero tiene que haber sido alguien que me conoce! No lo entiendo. Era de noche. En los alrededores del lago no había ni un alma.
– Sunde -dijo Sejer, inclinándose hacia delante -. Espero que entienda la gravedad de todo esto. Si la historia es cierta, significa que usted ha ocultado información importante en un caso grave de homicidio.
– ¿Si la historia es cierta? -gritó Einar -. ¡Claro que lo es!
– Para nosotros no es una evidencia.
– Exactamente. ¡Ya ve por qué no llamé! Sabía que acabaría así. Ustedes se aferrarán a cualquier cosa, ya lo sabía yo.
Se removió en la silla y dio la espalda a Sejer.
– ¿Vio usted a Gøran Seter en algún momento el día veinte?
– No nos tratamos mucho. Casi le doblo la edad.
– Pero algo sí han compartido, ¿no?
Einar se dio cuenta, no sin cierto malestar, de que el policía se refería a Lillian.
– No, que yo sepa -contestó malhumorado -. Le he dicho la verdad. Así es como pasó. Ahora entiendo lo estúpido que he sido, pero no quiero que se me relacione con algo así.
– Demasiado tarde -dijo Sejer -. Sí que está usted relacionado con el caso. Si hubiera llamado enseguida, podría haber sido descartado hace mucho. Tal y como están las cosas ahora, tenemos que hacer una serie de investigaciones en su coche y en su casa.
– ¡Ni en broma! -gritó.