Cuando por fin hubiera muerto, ella llamaría a la policía y les diría dónde se encontraba el cadáver. Anónimamente, claro. No solo sería suyo para siempre, sino que el caso jamás sería resuelto. No hasta que ella se hubiera hecho vieja, sin haberse casado nunca. Entonces escribiría su historia en una carta que enviaría a los periódicos. De esa manera sería inmortal. La gente se daría cuenta de que no debería haberla subestimado. Su propio poder la embriagaba y le pareció extraño no haberse dado cuenta hasta entonces de lo fuerte que era. Tan fuerte que podría quedarse sola frente a todos los demás. Ya no tenía miedo a nada. Si Gøran saliera de la cárcel y fuera a matarla, ella sonreiría en la oscuridad. «El hombre imputado en el caso de Elvestad niega toda relación con el asesinato», leyó Linda, sentada junto a la mesa de la cocina con una taza de té. Recortó el artículo y lo metió en una funda de plástico. Entonces descubrió otra noticia: «Joven de veintinueve años acuchillado en plena calle en Oslo. Murió más tarde como consecuencia de las lesiones. No hubo testigos del suceso, y por ahora no hay pistas sobre el autor del crimen». La historia, que estaba en la página cuatro del periódico, captó su atención, y continuó leyendo: «Un joven fue encontrado anoche desangrándose en la calle, muy cerca del restaurante El Molino Rojo. El hombre presentaba varias heridas causadas por arma blanca. Murió más tarde en el hospital sin haber recobrado el conocimiento. El hombre ya ha sido identificado, pero la policía no tiene ninguna pista sobre el caso». Linda dejó vagar la mirada a través de la ventana, hacia el cielo otoñal. Exactamente como esa sería la noticia que saldría tras la muerte de Jacob. Fue como un presagio. Linda se echó a temblar. Recortó el artículo y lo metió en la funda de plástico con los demás recortes. ¡Qué curiosa coincidencia! Una repentina idea tomó forma en su cerebro. Volvió a sacar el recorte y fue a buscar un sobre. Metió el recorte dentro y pasó la lengua por el sobre. Luego escribió la dirección de Jacob. Se lo enviaría como una especie de declaración de amor. Luego pensó que podría averiguar su procedencia. Su escritura era inconfundible, de niña, con letra redondeada. Volvió a abrir el sobre y cogió otro nuevo. Escribió la misma dirección con letras picudas y desconocidas, que nada tenían que ver con su propia letra. Podría echarlo en un buzón de la ciudad. Si ponía Elvestad en el matasellos, podrían descubrirla. No, no lo echaría en un buzón, sino que lo metería directamente en el buzón de Jacob. En el casillero común del portal. ¡Cuánto se extrañaría! Daría cien vueltas al recorte y al sobre. Lo dejaría y volvería a cogerlo. Se lo enseñaría a sus colegas. Linda se entusiasmó con su propio ingenio. A veces la vida se arreglaba, desenrollándose como una alfombra roja. Entró en el baño. Se miró en el espejo. Se retiró el pelo de la frente y se lo recogió con una goma. Así parecía mayor. Subió corriendo a su habitación y abrió el armario. Sacó un jersey y unos pantalones negros. Su cara blanca parecía más pálida que nunca, tenía un aspecto dramático. Luego se quitó todas las alhajas, pendientes, collar y anillos. Ya solo quedaba esa cara pálida con el pelo recogido. Cerró la puerta tras ella y fue a la parada del autobús. Se metió la carta en el sujetador. Al principio notó el papel frío en la piel, luego se fue calentando. Pronto las manos de Jacob acariciarían el sobre que había estado sobre su corazón, que ahora le latía con fuerza. Notó cómo se le endurecían los pezones. A lo mejor el sobre olería un poco a ella. Notó cómo se le erizaban los pelos de la nuca que no había conseguido recoger con la goma. Llegó el autobús. Subió y empezó a soñar. Nadie le dijo nada. Si lo hubieran hecho, ella se habría vuelto, mirando a través de ellos con ojos de cristal.
– Hola, Marie -dijo Gunder-. Hay algo que no te he contado. Seguramente porque creo que puedes oírme, aunque en realidad no sea así. El accidente, Marie. El choque. La razón por la que estás aquí. La verdad es que el otro conductor murió. Ya está enterrado, yo fui al entierro. Me mantuve en un segundo plano, en la última fila. Había mucha gente llorando. La ceremonia concluyó dentro de la iglesia, como prefieren algunos. De modo que salí sigilosamente y me fui hacia el coche. Me parecía que estar allí era lo correcto, pero no quise prolongarlo mucho, pues no me habían invitado. Entonces se me acercó una mujer, me dijo algo en voz baja, y tengo que admitir que me sobresalté. Era la viuda, Marie. Tenía más o menos tu edad. «Perdone», me dijo. «Conozco a todos los que estaban en la iglesia, pero a usted no lo he visto nunca.» Entonces dije que era tu hermano. No sé lo que esperaba que ocurriera, que se alejara furiosa o incómoda tal vez, pero no lo hizo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. «¿Cómo está su hermana?», preguntó preocupada.
»Me emocioné mucho, Marie. “No lo sé”, dije, “no sé si volverá a despertarse.” Entonces me tocó el brazo un par de veces y sonrió. Las personas son mucho mejor de lo que creemos, Marie.
»Pero ahora viene lo más importante. Ayer enterraron a Poona. Todo fue muy bonito. Tendrías que haber estado allí. No había mucha gente, es verdad, y supongo que algunos acudieron por pura curiosidad, pero eso no importa. También había dos policías. ¡Deberías haber visto la iglesia! El párroco Berg se puso pálido cuando entró solemnemente y vio el ataúd con tanto color. Fui a un florista de Oslo, un hombre que es un verdadero artista con las flores. Pensé: Ha de tener lo mejor. No pedí lo que suele pedir la gente para los entierros, ramos y cosas así en rosa y azul, sino grandes coronas con flores amarillas y naranjas. Algo muy indio, no sé si me entiendes. El encargo le hizo temblar de entusiasmo. Tendrías que haber visto el resultado. La temperatura de la iglesia subió varios grados. Era como una hoguera abrasadora sobre el oscuro ataúd de caoba. Se tocó música india. Creo que a su hermano le habría gustado mucho.
»El ataúd lo llevábamos entre seis. Al principio estaba un poco nervioso por si no éramos suficientes. Pero Karsten echó una mano, lo creas o no, y Kalle, yo y Bjørnsson, mi compañero de trabajo. Y los dos policías. Lo último que hicimos para Poona fue cantar. ¿Sabías que Kalle tiene una magnífica voz?
»No invité a nadie a casa, luego. Pensé que Karsten se invitaría a sí mismo, pero se marchó lo antes que pudo. La verdad es que no lo tiene fácil. Tiene mucho miedo a todo. Yo ya no tengo miedo a nada. Ni a Dios, ni al diablo, ni a la muerte. Eso es en cierto modo maravilloso. Aprovecharé los días que me queden.
»Ya he vuelto al trabajo. Por eso vengo tan tarde. Mi compañero, el joven Bjørnsson, en realidad es una bella persona. Me resultó extraño volver a ver a todos. Al principio estaban algo desconcertados, sin saber qué decir. Pero luego se relajaron. Creo que me he hecho respetar por ellos. Que después de lo ocurrido me miran con otros ojos. Incluso el agricultor Svarstad se pasó por la tienda, probablemente por pura curiosidad. Pero de todos modos fue agradable. Está muy contento con la máquina Quadrant. Es el único agricultor de Elvestad que tiene una como esa.
»El otro día compré un pollo. Nunca he sido muy imaginativo en la cocina, pero hice la compra en una tienda de inmigrantes y pedí especias para el pollo. No se quedó rojo como el de Poona, pero me recordó un poco a la comida en Tandels Tandoori. ¿Sabes que ellos colorean la comida? Aquí es como si nos consideráramos por encima de cosas así.