La camarera, pensó Marie con una sonrisa triste. Sería la primera mujer con la que se había encontrado, y además, había sido amable con él. Eso bastaría a Gunder. Ahora iría a ese Tandels Tandoori los quince días, y no tendría ninguna otra experiencia. Ella le dijo que todo estaba bien en su casa. Pero ¿era consciente de que uno de los hibiscos tenía pulgón? Por un instante la voz de Gunder adquirió un tono de preocupación, pero se calmó:
– Hay un insecticida en el sótano. Tendrá que mantenerse vivo hasta que vuelva a casa. O tendrá que morir. Así de sencillo.
Marie suspiró. No era muy normal en su hermano hablar con indiferencia de sus plantas. Cuando se morían, él lo tomaba como una ofensa personal.
El libro que ella le había regalado en una ocasión estaba a la vista en la estantería, sobresaliendo entre los demás lomos. Lo cogió y se le abrió por la misma página de siempre. Permaneció un rato contemplando a la mujer india, imaginándose la cara de su hermano absorta ante la preciosa foto. ¿Qué pensarían las mujeres indias de Gunder? En cierto modo había en él algo imponente. En primer lugar, era alto y muy ancho de hombros. Sus dientes eran bonitos, se los cuidaba mucho. Siempre iba muy limpio, aunque con ropa algo anticuada. Tenía un talante agradable, y a lo mejor esas mujeres no reparaban en su lentitud, les preocuparía más entender lo que estaba diciendo. Tal vez precisamente por eso podrían verlo tal y como era: honrado y más bueno que el pan. Un poco cuadriculado, pero sincero. Lento, pero a la vez muy trabajador. Ansioso, aunque un hombre que sabía muy bien lo que quería. Sus ojos eran bonitos. Grandes y azules. La belleza de la foto también tenía unos bonitos ojos, casi negros. Mirar a los grandes ojos azules de Gunder tal vez le resultara exótico y diferente a una mujer india. Además, su hermano tenía un cuerpo grande y robusto. Marie tenía entendido que los indios eran delgados y ligeros, aunque en realidad no sabía mucho de ese tema. Estaba a punto de cerrar el libro cuando encontró dentro un trozo de papel. El recibo de un joyero. Se quedó mirando, asombrada. Un broche. Mil cuatrocientas coronas. ¿Qué significaba eso? No era para ella, pues no tenía traje regional. Al parecer, estaban ocurriendo cosas de las que no estaba al corriente. Volvió a meter el recibo en el libro y abandonó la casa. Se volvió una última vez a mirar los grandes ventanales. Luego se metió en el coche y se dirigió al centro. Marie era, según Gunder y Karsten, su marido, una malísima conductora. Centraba toda su atención en la carretera que había delante del coche. Nunca miraba por el retrovisor, sino que iba agarrada al volante, guiándose únicamente por la línea blanca de la derecha. Iba siempre a la misma velocidad, un poco por debajo de setenta por hora, en todo tipo de vías. Jamás usaba la quinta marcha. No es que fuera especialista en todo, si bien era ella la que solía organizar y arreglar todo cuando hacía falta. Y conocía muy bien a su hermano. Ahora estaba segura. Él se había ido a la India a buscar una mujer. Con lo terco y decidido que era, no le extrañaría nada que al cabo de un par de semanas apareciera con una mujer morena del brazo, y con un broche en el vestido. Dios mío, pensó, saltándose un paso de peatones con tanta decisión que una mujer que empujaba un cochecito de niño retrocedió asustada. ¿Qué diría la gente?
Se paró en el bar de Einar a comprar cigarrillos. Einar estaba sacando brillo a la máquina tocadiscos. Primero con un spray y luego con un trapo. Todavía había vacaciones de otoño en los colegios. En una de las mesas había dos chicas sentadas. Marie las conocía, eran Linda y Karen. Linda era una muchacha delgada, con un risa estridente, casi maníaca. Tenía el pelo prácticamente blanco y rizado, la cara alargada y los dientes blancos y puntiagudos. Al mirarla, Marie siempre pensaba que esa chica iba camino de la perdición. No sabía muy bien por qué, pero había algo en la manera de ser de la joven, en esos ojos tan brillantes que no eran normales, en sus gestos vehementes y su risa estridente que le hacían pensar que esa chica era de las que pedían demasiado. Era tan visible como una lámpara con una bombilla muy potente. Un día algo la borraría del mapa. En cambio, la otra, la morena y más sosegada Karen, era más retraída, más calmada, y hablaba en voz baja sin exponer su cuerpo. Einar sacó un paquete de John Player y Marie pagó. A ella no le gustaba Einar. Siempre era correcto, pero iba por el mundo como si guardara un desagradable secreto. Su cara no era ancha y franca como la de Gunder, sino delgada y hermética. Expresaba animosidad. A Gunder tampoco le gustaba. No es que lo hubiera dicho, pues nunca hablaba mal de la gente. Si no tenía nada agradable que decir, simplemente se callaba. Como aquel día que Marie le preguntó por su nuevo compañero de trabajo, el joven Bjørnsson. Entonces su hermano levantó la vista del periódico y dijo: «Bjørnsson está bien». Y siguió leyendo el periódico sin decir nada más. Marie supo así que a su hermano no le gustaba ese joven. Pero podía hablar largamente sobre el taxista del pueblo. «Kalle Moe ha comprado por correo cera para abrillantar el coche -por ejemplo -. Seiscientas coronas, dos cajas. Ese hombre es increíble. Me parece que su coche tiene al menos medio millón de kilómetros. Pero no se nota. Creo que le canta nanas por la noche», dijo Gunder riéndose. Entonces Marie sabía que a su hermano le gustaba Kalle. Y lo mismo pasaba con Ole Gunwald, de la tienda de comestibles. «Sufre mucho con las migrañas, el pobre Gunwald.» Mientras pensaba en eso, Marie volvió a oír la risa de Linda y se fijó en la rápida mirada de Einar a las dos chicas. Así al menos tenía algo que mirar mientras sacaba brillo al tocadiscos.
– ¿Y se ha ido muy lejos Jomann? -preguntó Einar de repente.
Marie asintió con la cabeza.
– A la India. De vacaciones.
– ¿A la India? ¡Vaya! Bueno, bueno. Si vuelve con una esposa india, le tendré mucha envidia -dijo el hombre sonriendo entre dientes.
Marie se estremeció. ¿Todo el mundo pensaba como ella? Salió del bar y condujo hasta su casa a una media de sesenta y ocho kilómetros por hora. Una luz roja se había encendido en el salpicadero. Tendría que acordarse de decírselo a Karsten.
Gunder estaba sudando, pero no importaba. Tenía la camisa empapada, pero no le preocupaba. Estaba sentado a la mesa, mirando a la mujer india. Era rápida y ligera, sonriente y amable. Tenía un bolso atado a la cintura, parecido al de él, con calderilla para el cambio. Llevaba un vestido de flores, los brazos desnudos y unos aros de oro en las orejas. Tenía el pelo negro azulado, trenzado y recogido en la nuca. Gunder imaginó que le llegaría hasta el trasero. Era más joven que él, tendría unos cuarenta años, y tenía la cara curtida por el sol. Cuando sonreía, se le veían los dientes. Los de arriba sobresalían mucho. Por vanidad, a menudo intentaba contener la sonrisa, pero solía dejarlo por imposible. Sonreía con facilidad. Con la boca cerrada es guapa, pensó Gunder, y lo de los dientes tiene arreglo. Mientras la contemplaba, tomando el exótico café con canela y azúcar, se dio cuenta de que ella notaba que la miraba, y de que tal vez incluso le gustaba. Gunder llevaba comiendo seis días en ese restaurante y siempre le había servido ella. Quería decirle algo, pero tenía miedo de no hacerlo bien. Tal vez la mujer tuviera prohibido hablar con los clientes. Todas las leyes de ese país que no conocía le cohibían. Un día podría quedarse hasta que cerraran y luego seguirla. ¡No, no, eso no! Levantó la mano. Ella acudió al instante.