»Parece mentira que puedas vivir de esas gotas que se te van metiendo lentamente en las venas. Es como leche desnatada, pero el médico dice que contienen azúcar, grasa y proteína. Mañana vendrá Karsten. Sé que le da miedo. No sé lo que hace cuando está sentado aquí solo. A lo mejor habla por los codos. Aunque lo dudo. Sospecho que cuando te despiertes me llamarán a mí, aunque él sea tu marido. Duermo bastante bien por las noches. Siento una gran tristeza dentro de mí y es como si hubiera engordado unos kilos, aunque sé que es justo al contrario. Pero poco a poco me voy reponiendo y procuro recordar que después del invierno llega otra vez la primavera. Entonces haré milagros en la tumba de Poona. El espacio que te dan no es muy grande, pero Dios sabe que voy a aprovecharlo. Cuido muy bien sus escasas pertenencias: la ropa de la maleta, el pequeño bolso en forma de plátano y las alhajas. El broche lo lleva puesto en la tumba, y el traje que lucía cuando nos casamos. Es como el agua de un glaciar, de un intenso azul turquesa. Recuerdo su cara. Sé que está destrozada, que se la hicieron pedazos con una piedra. O con otra cosa, por lo visto aún no lo saben. Pero a mí no me molesta, porque no la he visto así; con lo cual, tampoco puedo creerlo. ¿Es bueno, verdad, Marie, que las personas podamos creer lo que queramos?
Sejer leyó el informe de Skarre sobre los nuevos interrogatorios con todos los testigos. A Anders Kolding lo localizaron por teléfono en el piso de su hermana en Gotenburgo, algo embriagado, pero capaz de explicarse. Dijo que necesitaba tomarse un respiro. No había huido de nada. «No, no fui hacia la izquierda, pero sí es verdad que apagué la luz verde. No tenía ganas de que me cogiera algún pasajero y me hiciera ir en dirección contraria. ¡Fui directo a la ciudad, joder!» Ulla Mørk reconoció haber roto varias veces su relación con Gøran Seter, para luego volver con él. Pero precisó que esa vez iba en serio. Era cierto que en alguna ocasión él llevaba pesas y otras cosas en su coche. Cuando Adonis estaba lleno, no quería tener que esperar para poder utilizar los aparatos. Lillian Sunde seguía negando toda relación con el acusado, conocía los rumores que corrían, pero dijo que eso era muy frecuente en Elvestad. Probablemente alguien los había visto bailar aquella vez en el restaurante de la ciudad. Linda Carling repitió su declaración anterior: un hombre de pelo rubio con camisa blanca corría detrás de una mujer vestida con algo oscuro. «Había un coche rojo aparcado en el arcén. Podría haber sido un Golf.» Karen Krantz, la amiga de Linda, opinó que sin duda podían fiarse del testimonio de Linda. «Tiene mucho miedo de equivocarse -dijo -, así que lo que cuenta es lo que vio.» Ole Gunwald estaba completamente seguro de haber oído dos veces el sonido de un coche que arrancaba. Con un intervalo de quince minutos. ¿Por qué dos veces?, se preguntó Sejer.
Día tras día, hora tras hora, Gøran era interrogado por Sejer. El joven conocía ya todas las pequeñas mellas y cortes de la mesa de madera clara. Todas las manchas del techo, todas las líneas de las paredes. El cansancio le llegaba a ráfagas, una debilidad tan grande que lo dejaba sin aliento. Con el tiempo iba notando de antemano cómo le llegaban los ataques, cómo se aproximaban. Entonces se apoyaba en la mesa para descansar. Sejer se lo permitía. A veces el hombre contaba historias. Gøran escuchaba. Ya no existían el pasado ni el futuro, solo ese día, el veinte de agosto. Y el prado de Hvitemoen, una y otra vez. Nuevas incursiones, nuevas tácticas, saltos repentinos. Ese día estaba roto para siempre. Hecho pedazos. «Estuve con Lillian.» Lo había repetido hasta la saciedad, pero ahora ya ni él lo creía. «Lillian dice que no.» ¿Por qué decía eso? El veinte de agosto. Iba solo en el coche por la carretera. Imágenes aterradoras aparecían de repente en su cabeza. Imágenes cuyo origen desconocía. ¿Eran reales o fruto de su imaginación? ¿Habían sido plantadas en su cabeza por ese hombre terco y gris? Gøran gemía por lo bajo. Sentía la cabeza pesada y mojada.
– Puedo ayudarte a encontrar la verdad -dijo Sejer -. Pero tienes que poner de tu parte.
– Déjeme en paz -exclamó Gøran.
Notó que algo le crecía en la boca, junto con un miedo instintivo, como si se traicionara a sí mismo si abría la boca y escupía las palabras de una vez por todas.
– Mi perro ya se ha puesto en pie -dijo Sejer -. Anda tambaleándose, y va comiendo algo. Ha sido un alivio que me ha dado nuevas fuerzas.
Eso hizo gemir de nuevo a Gøran.
– Tengo que entrenar -dijo -. ¡Me volveré loco si no puedo entrenar!
– Más tarde, Gøran, más tarde. Entonces no te negaremos nada. Entrenamiento. Aire libre. Visitas. Periódicos y televisión. Tal vez un ordenador. Pero primero tenemos trabajo que hacer.
– No puedo seguir -sollozó Gøran -. ¡No me acuerdo!
– Es cuestión de querer. Tienes que sobrepasar el umbral. Mientras sigas albergando la esperanza de que todo fue una pesadilla, no te permites a ti mismo penetrar en el asunto.
Gøran enterró la cabeza en las mangas de la camisa, lloriqueando.
– ¿Y si no fui yo?
– Si no fuiste tú, Gøran, nosotros lo descubriremos. Basándonos en lo que hemos encontrado. Y en lo que tú cuentas.
– Todo es un caos.
– ¿Estuviste con alguien?
– No.
– ¿Le pediste ayuda a Einar para deshacerte de la maleta?
– ¡Ella no llevaba ninguna maleta!
Las palabras retumbaron en la habitación, escapando sin querer por entre sus labios. Sejer notó cómo un escalofrío le recorría la nuca. Gøran ya se acordaba, ella ya estaba allí, en sus pensamientos. La estaba viendo acercarse por la carretera.
«¡Ella no llevaba ninguna maleta!»
– ¿Y el bolso? -dijo Sejer muy tranquilo -, ¿lo recuerdas?
– Era amarillo -jadeó Gøran -. ¡Era un jodido plátano!
– Sí -asintió Sejer, suavemente, casi sin voz -. La ves acercarse andando. Ves el plátano amarillo. ¿Estaba haciendo autostop?
– No, iba andando por el arcén. Oyó el coche y se detuvo. Me pregunté por qué y frené automáticamente. Pensé que a lo mejor quería preguntar por el camino. Pero preguntó por Jomann. Que si yo lo conocía. Dije que no, pero que sabía quién era. «Puedo llevarte», le dije. Ella se metió en el coche. Iba sentada a mi lado, tiesa como un palo. «He is not at home.» «Podemos comprobarlo», dije. Y le pregunté que a qué iba a casa de Jomann. «Is my husband», contestó sonriendo, apretando ese estúpido bolso con las dos manos. «Joder, no me digas», exclamé riéndome. «¿Ese viejo verde?» Ella dijo muy seria: «Not polite to say so. You are not very polite». «No», contesté, «no soy nada cortés. Y menos hoy. Y las mujeres tampoco lo sois».
Gøran se tomó un respiro. Sejer notó un temblor en el cuerpo que enseguida desapareció y dio paso a una sensación de inquietud. Lo que ahora estaba escuchando era la historia real. Eso le gustaba y no le gustaba. Se trataba de una crueldad que no quería ver, pero en la que tendría que implicarse y de la que tendría que formar parte. Tal vez para siempre.
– Recuerdo su trenza -dijo Gøran en voz baja -. Me entraron ganas de arrancársela.
– ¿Por qué? -preguntó Sejer.
– Era larga, gruesa y tentadora. «You angry?», preguntó ella, y yo le contesté que sí, que mucho. «Las mujeres sois muy mezquinas.» Entonces puso una cara muy rara y cerró la boca. «¿Tú no eres mezquina?», continué. «Si te contentas con ese viejo de Gunder, yo tendré que servirte, ¿no?» Me miró sin entender. Se puso a manipular la puerta. Le dije: «Deja esa puerta, joder», y le entró pánico, empujaba la puerta como loca. Esta es otra de esas histéricas que no saben lo que quieren, pensé. Primero entra en el coche y luego quiere salir. Yo seguía conduciendo. Pasamos por delante de la casa de Gunder. Me miró asustada. Empezó a gritar y a quejarse. De modo que frené en seco. Ella no llevaba el cinturón de seguridad puesto y se dio de bruces contra el parabrisas. No fue un golpe muy fuerte, pero se puso a chillar.