– Yo sé todo referente a padres difíciles -dijo Skarre -. Y el mío no por tomar cortisona. Lo que él tenía era adicción a la Santísima Trinidad.
El comentario hizo que Sejer se quedara mirando al joven policía.
Skarre se levantó y se puso a dar vueltas por el salón. Buscó entre los cientos de cedés, todos de mujeres.
– ¿Los hombres no deben cantar, Konrad? -bromeó.
– En mi casa no.
Skarre sacó algo del bolsillo.
– Felicidades, Konrad.
Sejer cogió el cedé.
– ¿A cuento de qué?
– De que hoy cumples cincuenta y un años.
Sejer estudió el cedé y le dio las gracias.
– ¿Aprobado?
– Judy Garland. ¡Ya lo creo!
– A propósito de los regalos -dijo Skarre lentamente -. He vuelto a recibir saludos. Sin sello de correos. Alguien ha estado otra vez en mi portal.
Sejer contempló un sobre amarillo, cerrado con un clip. Skarre vació su contenido sobre la mesa.
– ¿Qué es? -preguntó Sejer curioso.
– Botones -contestó Skarre -. Dos botones dorados en forma de corazón, atados con un hilo.
Sejer los levantó a la luz de la lámpara.
– Bonitos botones -dijo pensativo -, procedentes de una prenda cara. Tal vez una blusa.
– Pues a mí no me gustan. No así, en la mesa, bajo la luz. Es como si tuvieran una especie de significado que desconozco.
– Una petición de mano -apuntó Sejer -. Apuesto a que es cosa de Linda -sonrió -. No lo des demasiada importancia. La gente que llama o que envía cosas no suele actuar.
Tenía una manera reposada de hablar que tranquilizaba a Skarre.
– Tíralos -dijo bebiendo un largo sorbo de vino tinto.
– ¿Estos botones tan bonitos? ¿Lo dices en serio?
– Tíralos a la basura. No los quiero.
Sejer fue a la cocina y abrió la puerta de un armario que luego volvió a cerrar, mientras se metía los botones en el bolsillo.
– Los he tirado -mintió.
– ¿Por qué Gøran tuvo que retractarse de su confesión? -preguntó Skarre -. Me irrita.
– Gøran lucha por su vida -contestó Sejer -. Y está en su derecho. Este caso no habrá concluido hasta dentro de mucho tiempo.
– ¿Se le ha comunicado a Jomann?
– Sí. No dijo gran cosa. No es un hombre vengativo.
Skarre sonrió al pensar en Gunder.
– Jomann es un tío muy raro -dijo -. Simple como una paloma.
Este comentario provocó una severa mirada de Sejer.
– No pongas nunca un signo de igualdad entre elocuencia e inteligencia.
– Pensé que habría cierta relación -murmuró Skarre.
– En este caso no.
Bebieron un rato en silencio. Skarre sacó, como de costumbre, una bolsa de gominolas. Eligió una amarilla y la mojó en el vino tinto. Sejer se estremeció. El whisky empezaba a hacerle efecto. Los hombros se le relajaron y su cuerpo entró en calor. La gominola de Skarre se volvió color naranja.
– Tú solo ves la tragedia en todo esto.
– ¿Hay algo más que ver?
– Jomann ya es viudo. No es un mal estado social para un tipo como él. De alguna manera parece muy orgulloso de ella, aunque esté muerta. Vivirá de esto durante el resto de su vida, ¿no crees?
Sejer le quitó la bolsa de las gominolas de la mano.
– Tienes la glucosa muy alta -dijo con brusquedad.
Volvió a hacerse el silencio. Los dos hombres levantaron alternativamente sus vasos.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó por fin Skarre.
– Pienso en todos esos sucesos independientes entre ellos -dijo Sejer – que juntos dan lugar a que ocurran cosas tan horribles como esta.
Skarre llenó el vaso y escuchó.
– ¿Por qué murió Poona? Porque Gøran la mató a golpes. Pero también porque Marie Jomann era una malísima conductora. Tuvo un accidente y por eso Jomann no pudo ir a recoger a Poona. También murió porque Kalle Moe no la encontró en el aeropuerto, porque Ulla rompió con Gøran, porque Lillian dijo que no. Son muchas cosas. Y muchas casualidades las que abren el camino a la maldad.
– Estoy pensando en Anders Kolding -dijo Skarre.
– Huyó presa del pánico y se refugió en casa de su hermana. Pero no por el homicidio. Huyó de un crío que no paraba de chillar y de un matrimonio para el que seguramente no estaba preparado.
– Torill dijo que fue hacia la izquierda.
– Todo el mundo puede equivocarse.
– Einar tenía su maleta.
– Ese hombre es un cobarde -opinó Sejer.
– No me fío de Lillian Sunde.
Jacob miró fijamente a los ojos de su jefe.
– Creo que está mintiendo.
– Seguro. Pero no sobre esa noche.
Skarre agachó la cabeza y se miró las rodillas. Luego se armó de todo el valor que poseía.
– Para decir la verdad, no estoy seguro de lo que creo. Tal vez Gøran sea inocente. ¿Te han contado lo de la carta que recibió Holthemann?
– Sí, sí, lo he oído. Una carta anónima con letra de periódico: «Tienen al hombre equivocado». También he oído algo de una mujer que llamó diciendo que era vidente.
– Ella dijo lo mismo. Que no fue él -señaló Skarre.
– Exactamente. Y si el agente de guardia hubiese sido más espabilado, se habría quedado con su nombre y teléfono.
– Tú no colaborarías con una vidente, ¿no?
– No con sus premisas. A lo mejor ni siquiera es vidente, pero puede que sepa algo importante sobre el asesinato. Soot opinó que no era seria. Le eché un buen rapapolvo -dijo en voz baja.
– Ya lo creo -dijo Skarre con una risa -. Se te oía hasta en la cantina.
– Hasta mi anciana madre me amonestó por ello -dijo Sejer con tristeza.
– Pero si está muerta.
– Precisamente. Eso indica lo mucho que grité. Ya he pedido perdón a Soot.
– ¿Y Elise? -preguntó Skarre -. ¿También ella te dijo algo?
Se hizo el silencio en el salón de Sejer.
– Elise nunca grita -dijo en voz alta.
Ya era muy tarde cuando Skarre se levantó y fue a por su chaqueta. El perro lo siguió para despedirse sobre sus débiles patas, que se iban fortaleciendo poco a poco. Mientras los dos hombres charlaban en la entrada, sonó el timbre y ambos se sobresaltaron. Sejer miró extrañado el reloj. Era casi medianoche. Fuera había una mujer. La miró fijamente unos instantes antes de reconocerla.
– Siento venir tan tarde -dijo muy seria -. Me iré enseguida. Tengo algo importante que decir.
Sejer apretó el picaporte. La mujer que tenía frente a él era la madre de Gøran.
– ¿Tiene usted hijos? -preguntó la mujer, mirándolo fijamente.
Le temblaba la voz. El hombre vio su pecho subir y bajar debajo del abrigo. Estaba muy pálida.
– Sí -contestó Sejer.
– No sé hasta qué punto los conoce -dijo -, pero yo conozco muy bien a Gøran. Lo conozco como a mí misma. Él no hizo eso.
Sejer bajó la vista hasta las botas marrones de la mujer.
– Yo lo habría sabido -dijo ella en voz baja -. Fue el perro el que lo arañó. Nadie quiere creerlo. Pero yo estuve observándolos aquella noche. Estaba junto a la ventana fregando los cacharros cuando él atravesó la verja. Llevaba la bolsa del gimnasio, y cuando vio al perro la soltó y se puso a jugar con él. Quiere mucho a ese animal y jugaron salvajemente, rodando por el suelo y gritando como chiquillos. Cuando entró, estaba lleno de arañazos y sangrando. Luego se metió en la ducha y se puso a cantar.
Se hizo el silencio. Sejer escuchaba.
– Esa es la verdad, que Dios me ampare -dijo la mujer -. Quería venir y contárselo.
Dio media vuelta y desapareció escaleras abajo. Sejer se quedó unos instantes en la entrada, reponiéndose. Luego cerró la puerta. Skarre lo miró.
– ¿Cantó en la ducha?
Sus palabras quedaron suspendidas en la entrada. Sejer volvió al salón y miró por la ventana. Vio a Helga Seter cuando cruzaba el aparcamiento delante de los bloques.