– One more coffee -dijo Gunder nervioso.
Algo se avecinaba. La tensión le hacía parecer muy serio, y ella se dio cuenta. Asintió con la cabeza y fue a por el café. Volvió enseguida.
– Very good coffee -dijo él, reteniéndola con su mirada azul. Ella se quedó.
– My name is Gunder -dijo por fin -. From Norway.
Ella le devolvió una deslumbrante sonrisa, que dejó al descubierto sus grandes dientes.
– Ah! From Norway. Ice and snow -dijo riéndose.
Gunder se rió con ella, mientras pensaba que seguramente tendría marido e hijos, tal vez un montón de hijos. Y padres mayores, necesitados de cuidados constantes. Y que ella no le acompañaría a ninguna parte, claro que no. De repente se puso triste. Pero ella seguía allí.
– Have you seen the city? -preguntó.
Gunder bajó la mirada, avergonzado. Durante días había deambulado sin rumbo ni timonel, mirando a la gente. Había mucha por todas partes. Dormían en la calle, comían en la calle, vendían su mercancía en la acera. Las calles eran a la vez, mercado, parque infantil y lugar de encuentro, todo menos una vía de tránsito. Él no había buscado las atracciones turísticas.
– No -admitió -. Only people. Very beautiful people -añadió.
Entonces ella se sonrojó y miró al suelo. Parecía estar esperando algo. No volvió a la cocina, sino que permaneció unos minutos más junto a la mesa. Gunder se envalentonó. No tenía mucho tiempo, estaba desesperado y, además, muy lejos de su casa. El calor abrumador, la sensación de irrealidad. Y su verdadero motivo… Miró aquellos ojos negros y dijo:
– I came to find a wife.
Ella no se rió. Se limitó a asentir lentamente con la cabeza, como si en ese momento lo entendiera todo. El hecho de que siempre acudiera allí. A ese local. Donde ella estaba. Se había fijado en su mirada, y luego había pensado en él, en esa montaña de hombre de ojos azules. La serenidad que lo rodeaba. Su dignidad. Tan extraño y tan distinto. Se había preguntado a sí misma cuál sería su propósito. Era obviamente un turista, y sin embargo él era distinto.
– I show you the city? -preguntó ella con timidez. Ahora no sonreía, y no se le veían los dientes.
– Yes. Please! I wait here -dijo él, golpeando la mesa -. You work. I wait here.
Ella asintió, pero permaneció unos instantes más junto a la mesa. Se hizo el silencio. Solo se oía un suave murmullo procedente de las demás mesas.
– Mira nam Pôona he -dijo ella en voz baja.
– ¿Cómo? -preguntó Gunder.
– Poona. My name is Poona Bai.
Tendió a Gunder una mano morena.
– Gunder -dijo él -. Gunder Jomann.
– Welcome to Bollywood -dijo ella riéndose.
Gunder no entendió lo que quería decir, pero oyó latir su propio corazón, dulce y suavemente. Hizo una profunda reverencia, ella retomó su papel y desapareció camino de la cocina.
Por la noche, Gunder llamó a Marie. Estaba muy agitado.
– ¿Sabes que a esta ciudad la llaman Bollywood? -se rió al otro lado del teléfono. Marie prácticamente podía oír lo sudado que estaba -. Son los mayores productores de películas del mundo. He aprendido algo de la lengua. Tan je vad. Significa «gracias». India tiene más de mil millones de habitantes, Marie, imagínate.
– Sí -contestó ella -. Pronto seremos tantos en esta tierra que nos comeremos los unos a los otros.
Gunder se tronchaba de risa por teléfono.
– ¿Has conocido a alguien? -preguntó su hermana suspicaz, insoportablemente curiosa.
Claro que estaba conociendo a gente, entre mil millones de personas resulta imposible andar por la calle sin tropezarse constantemente con alguien.
– Tengo aire acondicionado en la habitación -prosiguió -. Cuando salgo a la calle, el calor me golpea. Esta es la peor época.
– ¿Te cuidas el estómago? -preguntó Marie.
Sí, sí, lo tenía bajo control gracias a unas pastillas, y se encontraba perfectamente, pero debido al calor había que hacerlo todo a cámara lenta. Marie se imaginó al lento Gunder andando sin rumbo por las calles de Mumbai a cámara lenta.
– Tendrás ganas de volver a casa, supongo… -comentó, porque eso era lo que quería oír. No le gustaba que ese parado hermano suyo de repente se hubiera vuelto cosmopolita, ni ese tono de sabelotodo que había adquirido.
– Será fantástico volver a casa -dijo Gunder riéndose con ganas -, y te he comprado un regalo. Algo realmente indio.
– ¿Qué es? -quiso saber Marie.
– No puedo decírtelo. Es un secreto.
– Hoy he cortado el césped. Hay mucho musgo. ¿Lo sabías?
Gunder se rió de nuevo.
– Ya nos cargaremos el musgo -dijo -. El césped ha de estar limpio de musgo.
¿Nos? Estaba muy raro, muy eufórico. Marie no reconocía a su propio hermano. Estaba agarrada al auricular y se dio cuenta de que quería que volviera a casa. No podía cuidarlo estando tan lejos.
– También aquí hace calor -dijo Marie con énfasis -. Veintinueve grados ayer en Nesbyen.
Gunder se echó a reír.
– ¿Veintinueve? Aquí estamos a cuarenta y dos, Marie. Anteayer hizo aún más calor. Cuando les pregunto a los lugareños si no están ya acostumbrados a esto, pues lo viven año tras año, ellos contestan que no, que es igual de horrible para ellos. Qué raro, ¿verdad?
– Si tuvieran que soportar nuestros veinte grados bajo cero, seguramente se helarían -dijo Marie escuetamente.
– No lo creo -opinó Gunder-. Los indios trabajan duro y conservarían el calor como fuera. Así de fácil. Pero menos mal que yo estoy de vacaciones. Me limito a deslizarme por las calles con los brazos separados del cuerpo.
– ¿Separados del cuerpo?
– No soporto llevarlos pegados al cuerpo -dijo Gunder riéndose como antes -. También tengo que separar los dedos. Pero en la habitación hay aire acondicionado -repitió.
– Ya lo has dicho -dijo ella, cortante.
Los dos callaron. Marie lanzó un suspiro, como una hermana suspira a un hermano imposible.
– He de colgar -dijo Gunder-. Tengo una cita.
– Ah, ¿sí?
– Vamos a salir a cenar. Volveré a llamarte dentro de un par de días.
Marie oyó el pequeño clic al colgar él. Se imaginó a su hermano deslizándose por las calles, con los dedos y los brazos separados. Con ese calor abrasador. Era incapaz de entender que estuviera tan feliz.