– ¿Y cómo vamos a explicarles nuestro compromiso a los amigos? -preguntó ella-. Gente como Richard y Candace saben perfectamente lo que opino sobre el matrimonio. No me van a creer si de pronto les digo que estoy comprometida contigo, ¿no te parece?
– Sí te creerán, si les haces ver que estás locamente enamorada de mí.
– ¿Y qué pasará cuando consigas la unión de los bancos y no tengamos que fingir más? ¿Dejamos de amarnos después?
– ¿Por qué no? -dijo él, encogiéndose de hombros-. Pasa con frecuencia. Puedes decirle a tus amigos que has cambiado de idea, aunque ahora recuerdo que tú nunca cambias de idea. ¿no es así?
Serena se enfureció al escuchar aquellas irónicas palabras.
– ¿Puedo por lo menos decirle a Candace la verdad?
– No -respondió él con firmeza-. Veinte mil libras son cantidad suficiente como para compensar una merma en tu orgullo. Nadie debe saber de nuestro pacto, ¿está claro?
Serena hizo un gesto afirmativo con reticencia.
– Si me entero de que alguien sospecha de que lo nuestro es un fraude, el trato queda automáticamente anulado y puedes despedirte de las veinte mil libras. Te daré cinco mil por adelantado, ya que me lo has dejado muy claro, pero el resto no te lo daré hasta que el trato con Redmayne haya quedado cerrado y Noche haya conocido a alguien más. Vas a ganarte cada libra de
las veinte mil, Serena -añadió-. Quiero que representes tu papel cada minuto que estemos juntos en público.
– ¿Y en privado? -preguntó ella.
Leo sonrió.
– Eso depende de ti.
– ¡No puedo entrar ahí vestida con vaqueros! -exclamó Serena en la puerta de una de las tiendas más elegantes de Londres.
Leo la había requerido inmediatamente después de que ella terminara de recoger las mesas del almuerzo en el banco. Anteriormente, habían tenido una discusión bastante acalorada, sobre si Serena debía seguir cocinando o no. Ella quería hacerlo, pero Leo pretendía que se quedara todo el día sin hacer nada esperando a que él la necesitara. Serena no podía explicarle a Leo que las cinco mil libras del adelanto no eran para ella sino para su hermana y que, por lo tanto, seguía necesitando los ingresos de su trabajo. Leo, por supuesto, había sacado sus propias conclusiones y la había tachado de avariciosa.
– ¿Que no te dejarán? -dijo él, abriendo la puerta del establecimiento para que entrara-. Enseguida comprenderán que lo que queremos es que te transformen.
Y, efectivamente, Serena salió de la tienda cargada de elegantes bolsas en las que llevaba un nuevo vestuario completo. Incluso, Leo la había obligado a desembarazarse de los vaqueros y a comprarse un vestido sencillo de manga corta y cuello redondo, con el que salió del establecimiento. Él apenas había reparado en el total, pero ella sabía que se había gastado una fortuna.
– Los vaqueros y la camiseta son exactamente el disfraz de tu carácter malhumorado -había dicho Leo, al verla reflejada en los espejos de la tienda-. Este vestido es el que de verdad te identifica con la mujer que llevas dentro, apasionada y seductora.
– Estás equivocado -dijo ella-. Los vaqueros reflejan mi auténtica personalidad -señaló-. Este vestido no es más que el disfraz del papel que tengo que representar.
– En ese caso -dijo Leo al ver que no podía hacerla cambiar-, espero que tu representación sea convincente.
Ya en la calle, el fresco aire de mayo presagiaba la llegada del verano y el cielo se extendía azul sobre los edificios de Londres.
– ¿Dónde vamos ahora? -preguntó ella, tratando de seguir el paso de Leo.
– A Burlington Arcade.
– ¿Para qué?
– Supongo que una mujer inteligente corno tú, debería saberlo, ya que se supone que estamos comprometidos.
– Pero, ¿cómo voy a averiguarlo? -dijo ella y se quedó pensativa unos instantes-. ¿Un anillo?
– Un anillo -confirmó Leo-. Un anillo para la mujer a la que amo.
Sus palabras resonaron como un eco en la mente de Serena mientras contemplaba extasiada los anillos de diamantes en una lujosa joyería.
– ¿Qué te parece este? -preguntó él.
Serena tomó el anillo formado por un enorme diamante central y otros más pequeños rodeándolo y se lo puso en el dedo corazón.
– Es demasiado ostentoso -señaló.
El joyero se dio cuenta de que Leo se impacientaba.
– ¿Tiene algo más sencillo? -preguntó con resignación-. ¿Qué es lo que haces? -preguntó Leo a Serena cuando el joyero se retiró para buscar nuevos modelos.
Serena se encontraba sentada en una silla y se revolvía cada dos por tres para taparse las piernas, apenas cubiertas por el vestido.
– No estoy acostumbrada a enseñar tanta pierna -protestó ella en voz baja.
Leo recorrió con la mirada sus largas piernas y luego la miró a los ojos con una sonrisa.
– Tienes unas piernas preciosas -dijo-. Y debías enseñarlas más a menudo en lugar de esconderlas todo el tiempo.
Por fin, el joyero regresó con otros anillos y los extendió ante su vista.
Se trataba de un sencillo diamante engastado en oro, sin nada que pudiera distraer la atención de su magnífico brillo.
– Es precioso -dijo ella, colocándose el solitario.
– Nos lo llevamos -concluyó Leo.
El joyero se quedó mirando a la pareja esperando que Serena diera muestras de gratitud al que parecía su prometido. Ella, al darse cuenta de que algo pasaba, cayó en la cuenta y miró a Leo, que estaba esperando lo mismo que el dependiente.
– Gracias -dijo ella con voz quebrada y se acercó a Leo para darle un tímido beso en la mejilla.
Antes de que pudiera apartarse de él. con movimiento rápido, Leo hizo que Serena volviera el rostro hacia él para encontrarse con sus labios. Por un instante, pareció que ambos se olvidaron de la comedia que estaban representando. Fue tan sólo un beso breve, pero tan dulce que las lágrimas brillaron en los ojos de Serena cuando él la soltó.
CAPÍTULO 5
EL PORTERO del banco no la reconocio cuando, aquella misma tarde a las seis, Serena se presentó en Brookes tal y como le había dicho Leo. Después de las compras, Serena había tratado por todos los medios de olvidar la huella que el último beso había dejado en su memoria.
Con la melena al viento y un elegante traje de chaqueta color azul marino, subió las escaleras ante la mirada atónita del portero.
– ¡No la he reconocido! ¡Creí que era usted una modelo, o algo así!
Serena sonrió. -No, soy yo, Fred.
– Hoy no cocina, ¿verdad?
– No -dijo ella vacilante-. Yo… he venido a encontrarme con el señor Kerslake.
– ¡Oh! -exclamó Fred y silbó por lo bajo al verla dirigirse a los ascensores.
La noticia de su cita con Kerslake se conocería al día siguiente en todo el banco.
Leo estaba dictando unas notas a Lindy cuando Serena entró en el despacho. A pesar de que había decidido no dejarse atrapar por el encanto de Leo, su corazón se sobresaltó nada más verlo. Él alzó la vista y la recibió con una expresiva sonrisa. Serena se recordó que tan sólo fingía y que, en realidad, no se alegraba tanto de verla.
Un sonoro suspiro hizo que ambos dirigieran sus miradas hacia Lindy.
– Lo siento, es que es tan romántico -murmuró Lindy.
– ¿El qué? -preguntó Serena, desconcertada.
– Le acabo de contar a Lindy la buena noticia -dijo Leo, recordándole así a Serena su parte en la representación.
– Estoy tan contenta por los dos… -añadió Lindy.
– Oh, gracias -dijo ella apresuradamente.
– Vamos, cariño, será mejor que nos vayamos ya -señaló él y agarró a Serena del brazo para salir del despacho-. Tendrás que hacerlo mejor -dijo él con acritud cuando cerró la puerta.
– Es que no sé cómo actúa una mujer comprometida -murmuró ella torpemente.