– No estaba encima de él. Sólo hablábamos; ¿no me dijiste que fuera amable con él? -preguntó Serena.
– ¡No tan amable!
Serena se dio por vencida al ver que aquella discusión no conducía a ninguna parte. Se limitó a mirar por la ventana del coche que les conducía hacia su casa.
– No hace falta que me acompañes a la puerta -dijo ella cuando al fin llegaron.
Leo se bajó y fue abrir la puerta de Serena. Ella salió y comenzó a caminar por el camino que llevaba a su puerta.
– Desgraciadamente, tengo que hacerlo -dijo Leo caminando tras ella-. Harry sabe que nos hemos peleado y quiero que mañana todo el mundo;epa que hemos hecho las paces.
– Pero, ¿a quién demonios va a interesarle eso? -preguntó ella con desprecio, mientras buscaba as llaves en el bolso.
– Te sorprenderías. Entre Lindy, Harry y Fred,.odo el banco sabrá que estamos comprometidos mañana por la mañana.
– Si tanto te importa lo que Harry oiga, puedes iecirme que lo sientes desde el coche -sugirió Serena-. ¿Dónde están mis llaves?
– No es así como hacen las paces los amantes, ›crena, y io sanes niel
– ¿Tienes una idea mejor?
– Sí -dijo él-. Voy a besarte.
Serena encontró por fin sus llaves y las agarró con fuerza. Levantó la vista y lo miró enfurecida.
– ¡De eso nada!
– Si no te gusta la idea, mejor será que cierres los ojos y pienses en el dinero -aconsejó Leo, quien le apartó el bolso y lo dejó caer en un escalón-. De todas formas, lo harás sin que yo te lo diga.
– No quiero besarte -dijo ella sin aliento y dio un paso más hacia atrás.
– Pues lo siento -murmuró él y la acorraló contra la puerta de su casa-, porque voy a besarte de todas formas y tú vas a responder, para que Harry lo vea bien.
– ¡No lo haré! -protestó ella.
Sin embargo, de nada le valió forcejear, pues Leo la tomó en sus brazos y la besó en los labios.
– Maldita seas, Serena -murmuró él, separando ligeramente sus labios de los de ella-… maldita seas…
Leo volvió a besarla y Serena no volvió a forcejear. Incapaz de reaccionar a otra cosa que no fueran los labios y la lengua de Leo, Serena se abandonó y se abrazó a él con pasión creciente, hasta que el deseo la hizo gemir.
Leo debió interpretar que su gemido era de protesta y la soltó lentamente. Con suavidad, deslizó sus manos por el cabello de Serena y la miró con una expresión que ella jamás había visto en sus ojos.
– Supongo que Harry se habrá enterado bien -dijo ella, agitada.
– Seguro que sí -dijo Leo y, de pronto, pareció como si quisiera decir algo más, pero no lo hizo-. Te veré mañana -concluyó y caminó hacia el coche, mientras Serena se quedaba todavía aturdida apoyada contra la puerta.
Leo tenía razón al decir que la noticia de su compromiso correría por el banco como la pólvora. Al día siguiente, muchas personas pasaron por la cocina para hablar con Serena y felicitarla, pero, cuando la décima secretaria se acercó a ella para admirar su anillo, el ánimo de Serena estaba al rojo vivo.
No lo había visto en toda la mañana y ni tan siquiera apareció a la hora de comer, tal y como pensó, estaría con Noelle y, si no hubiera sido por los problemas de su hermana Madeleine, Serena le habría dicho a Leo lo que podía hacer con su compromiso.
Desgraciadamente, Madeleine había llamado la noche anterior y le había comunicado, llorando, que su hijo no mejoraba, aunque esperaba que con el dinero que les había enviado, se pudieran intentar más cosas.
Por fin, mientras preparaba la comida para el almuerzo del día siguiente, Leo se dignó a aparecer en la cocina. Como siempre que lo veía. Serena sintió un nudo en el estómago y en la garganta.
– ¿Habéis comido bien tú y Noelle? -preguntó con cierta ironía.
– Sí, todo estaba delicioso, Serena -dijo él-. Ha estado Oliver, como carabina.
Serena se encogió de hombros.
– A mí no me importa lo que hagas con Noelle.
– No fue ésa la impresión que causaste ayer -dijo Leo, mientras curioseaba en las cacerolas-. ¿Qué es esto?
– Sopa -dijo ella-. Si quieres hacer el tonto con Noelle, a mí me da igual, pero no me dejes en ridículo.
– Supongo que te agradará saber que he hecho ciertos progresos. Noelle ha convencido a su padre de que me conozca personalmente. Si le agrado, entonces comenzaremos entrevistas formales y espero que todo esto acabe lo antes posible. En cuanto Bill Redmayne acepte la fusión de los bancos, podemos acabar con nuestro compromiso.
– Cuanto antes, mejor -dijo ella-. Esta mañana ha venido a verme medio banco. He tenido suerte de poder trabajar.
– Tú eres la que te has empeñado en trabajar -señaló él.
– Quiero cocinar, no estarme en mi casa sin hacer nada.
Leo se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos.
– He invitado a los Redmayne a casa a cenar el próximo jueves y creo que sería muy interesante que tú hicieras la cena para impresionar a Bill.
– Bien; creo que Bill es un hombre tradicional, por lo que me ha contado Oliver, así que puedo preparar una cena típica inglesa.
– Muy bien -dijo Leo, mirándola con respeto profesional-. Decide lo que creas conveniente.
– ¿Vas a necesitarme este fin de semana? -preguntó ella, manipulando sus sartenes-, para hacer de novia, por supuesto -aclaró.
– ¿De qué otra cosa iba a ser? -replicó él con ironía-. Hay una fiesta esta noche y una cena mañana. Iba a ir yo solo, pero Mary se enteró de lo nuestro y me llamó para decirme que vinieras sin falta. Son buenos amigos míos, así que no repitas las escenitas de ayer con Noelle. No te necesitaré el domingo -explicó.
– ¡Oh, gracias, señor! -exclamó ella con exagerada gratitud.
– Te recogeré a las siete y media -dijo Leo y salió de la cocina.
Serena se sorprendió de lo mucho que disfrutó de la cena del sábado por la noche. Nick y Mary le ofrecieron un recibimiento tan bueno que se sintió culpable de asistir a la fiesta bajo falsas razones. Tan sólo acudieron otros cuatro invitados, todos ellos amigos de Leo y la aceptaron como su novia sin ningún problema.
Según pudo apreciar Serena, Leo también pareció pasárselo bien y se mostró mucho más relajado que de costumbre. Reía y conversaba de tal forma que apenas podía reconocer en él al banquero frío y cruel al que estaba acostumbrada a tratar.
Ella, por su parte, estaba igualmente encantada, pues, por fin, podía hablar sin miedo a que sus palabras provocaran miradas entrecruzadas, sino más bien todo lo contrario, la gente reía con ella y apreciaban su ingenio.
Terminada la velada, Leo acompañó a Serena a su casa y, ya en la puerta, ella esperó que la besara, pero no ocurrió así. Leo le deseó las buenas noches, se dio media vuelta y volvió a su coche y ella quedó con una sensación de fracaso y decepción.
Aquella sensación duró todo el domingo. Normalmente, le gustaba disfrutar de su independencia los domingos y aprovechaba para hacer muchas cosas pendientes en la casa. Sin embargo, se dio cuenta de que estaba acostumbrándose a su nuevo papel de prometida de Leo y, en el fondo, esperaba tener noticias de él.
Cuando el teléfono sonó, pensó con agitación ue se trataría de Leo, pero su decepción se redobló al ver que se trataba de su hermana.
Controlando sus sentimientos, Serena escuchó a Madeleine durante media hora y se alegró al comprobar que su hermana estaba mucho más contenta, pues su hijo estaba mejor y, además, había conocido a un vecino que le estaba prestando todo su apoyo.
El lunes por la mañana se alegró de volver al trabajo y pensó en planificar complicados menús que la mantuvieran entretenida toda la semana.
El martes, Leo la llevó a otra fiesta y, cuando llegó al miércoles, Serena respiró aliviada por tener la noche libre. Necesitaba más tiempo para ultimar los detalles de la cena del jueves, que era la realmente importante.