Se decidió por un menú típicamente inglés, compuesto por mousse de salmón, ternera en salsa y puddings individuales de postre. Mientras trabajaba en ello, en la cocina del banco, no hacía sino pensar en Leo. Desde el día de la cena en casa de Mary y Nick, su relación había mejorado y, cuando no tenía que pensar en si lo besaba o no, era capaz de mantener con él una conversación muy natural.
Lo malo era que, en realidad, pasaba demasiado tiempo pensando en sus besos y en sus caricias, en la forma en que la miraba o en que sonreía y aquello era lo que la hacía esperar que volviera a besarla.
Cuando quiso darse cuenta de la hora, eran las nueve de la noche y le dolían los pies de estar de pie todo el día. Incluso los más adictos al trabajo se habían marchado del banco y todo estaba en silencio. Se estiró y miró su reloj; lo único que le quedaba por hacer era comprobar que no le faltaba ningún ingrediente y preparar el equipo que debía llevar con ella a casa de Leo al día siguiente.
Mientras elegía las cacerolas más apropiadas, oyó que la puerta de la cocina se abría inesperadamente. Asustada, dejó caer una de las tapas metálicas que chocó contra el suelo con estruendo.
Leo estaba allí, en la puerta, mirándola tan sorprendido como ella.
– ¿Qué haces a estas horas en la cocina'?
– Estoy preparando las cosas para mañana -dijo ella y se agachó para recoger la tapa.
– No creí que tuvieras que trabajar hasta tan tarde -dijo él, frunciendo el ceño.
Leo vestía una camisa de rayas finas azules y blancas y había aflojado el nudo de su corbata. Llevaba las mangas remangadas hasta el codo.
– No me importa -señaló ella-. ¿Querías algo?
– He bajado para hacerme un bocadillo; me he pasado el día en reuniones y no he podido comer a mediodía, así que estoy hambriento, pero no me quiero ir sin terminar la propuesta que voy a hacerle mañana a Bill Redmayne.
– Creí que lo de mañana era tan sólo un encuentro de tipo social.
– Lo es, pero si todo va bien y Bill propone una reunión de negocios, quiero estar preparado -explicó y dejó escapar un bostezo.
– Pareces cansado -dijo ella y Leo suspiró.
– Sí; estoy deseando que todo esto termine -señaló y miró a Serena significativamente-. Imagino que tú también.
Ella miró el anillo que adornaba su mano y pensó que, cuando todo se resolviera, tendría que devolvérselo y salir de su vida como si nada hubiera sucedido.
– Sí -dijo ella-. Supongo que sí -añadió y guardó un incómodo silencio durante unos segundos-. Te prepararé algo de comer.
– Puede que no sea buen cocinero, pero puedo hacerme un bocadillo -dijo Leo-. Vete a casa.
– Si no has comido en todo el día, necesitarás algo de alimento -dijo ella con testarudez y abrió la nevera para ver qué podía hacerle-. ¿Te gustan las tortillas?
– Sí, pero de verdad que puedo hacerme un bocadillo…
– Voy a hacerte una tortilla -interrumpió ella, sacando ya la sartén-. Piensa que lo único que estoy haciendo es ganarme el sueldo.
– Ya te lo has ganado con creces -indicó él, inesperadamente-. Ya son muchos los que me han felicitado por haber encontrado una novia tan encantadora.
– ¿Encantadora? -dijo ella y se echó a reír-. ¡Esa no soy yo!
– Oh, no lo sé -dijo Leo, que se acomodó en una silla junto a la mesa-. Puedes resultar muy atractiva cuando no estás de mal humor y tu sinceridad gusta más que atemoriza. La verdad es que lo estás haciendo muy bien; creo que nadie sospecha que nuestro compromiso no es cierto.
Serena sintió el rubor en sus mejillas.
– ¿También Noelle?
– Creo que ella piensa que estamos comprometidos de verdad; pero, a veces, me he visto en algún apuro con ella -señaló él-. No va a dejar de intentarlo hasta que nos vea casados.
– Supongo que no tendremos que ir tan lejos, ¿verdad? -preguntó ella con una sonrisa.
– Por supuesto que no -respondió él. tras una breve pausa-. Eso me costaría mucho más, ¿no?
Serena no pudo mirarlo.
– Quizás mañana se dé cuenta de que pierde el tiempo -sugirió ella.
– Eso espero.
Mientras Serena preparaba la tortilla, batiendo huevos y añadiendo hierbas aromáticas, Leo la observaba con detenimiento. La tortilla resultó perfecta, ligera y esponjosa, y Leo se la comió encantado, mientras ella preparaba algo de café para los dos.
– Estaba estupenda. gracias -dijo él.
Apartó el plato y alzó su taza de café. Más relajado, cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Serena observó su rostro cansado y, de pronto, descubrió que le amaba.
Su corazón se resintió cuando lo miró al otro lado de la mesa; estaba demasiado cerca; deseaba tocarlo, acariciar su rostro y desdibujar con sus manos los signos de cansancio que aparecían en sus ojos. Si se encontraran en su casa, se levantaría y le daría un masaje, lo besaría en el cuello y le persuadiría para subir al dormitorio…
De pronto, Leo abrió los ojos y Serena no tuvo tiempo de desviar la mirada. Durante unos instantes que se hicieron eternos, se miraron a los ojos; aquello no era su casa, era el banco y, cuando Leo se iba a la cama no lo hacía, desde luego, con ella.
– Deberías irte a casa -sugirió ella, después de aclararse la voz.
Leo vaciló y la miró como si la idea le tentara; pero por fin sacudió la cabeza.
– Hay demasiadas cosas que hacer aquí -dijo. -¿Tan importante es la absorción del banco? -preguntó ella.
– Sí. Es una prueba más de mi autoridad profesional. Si sale bien, toda la junta de accionistas me apoyará en el cargo. Estoy cansado de guardarme siempre las espaldas y de negociar con mis propios directivos. Si sale bien, tendré la libertad de dedicarme a las cosas que realmente importan.
– Es tu libertad lo que en último extremo te importa, ¿no es cierto?
– Lo mismo que a ti -replicó él-. Tú eres la
única persona que lo entiende; te gusta tu independencia tanto como a mí la mía.
Leo no le decía nada que ella no le hubiera confesado anteriormente, sin embargo, lo que él no sabía era que su ambición de abrir un restaurante se había hecho pedazos al descubrir lo que de verdad le importaba en la vida. Todo lo que deseaba era estar con él y, en un momento de lucidez, había descubierto que sus sueños de independencia y libertad se habían transformado en soledad y desesperación.
Se levantó bruscamente y llevó el plato al fregadero. No podía confesarle la verdad y aguantar el que la mirara con desprecio. Mucho mejor sería seguir creyendo que lo único que le importaba era su libertad.
– Sí -dijo ella-. Lo entiendo, claro que sí.
CAPITULO 7
S FRENA había imaginado que Leo vivía en un apartamento moderno o en un piso del centro de la ciudad, sin embargo, la dirección que le había dado la conducía hacia una hermosa casa blanca rodeada de jardín y a orillas del río.
– Ésta es una casa muy grande para un hombre que no está interesado en el matrimonio ni en tener hijos -dijo ella, cuando Leo salió a recibirla.
El se encogió de hombros y la ayudó con todo el material que traía.
– Heredé la casa junto con las participaciones del banco. Podría haberla vendido, pero me gusta el espacio; no soporto sentirme agobiado.
Serena pensó inmediatamente que el matrimonio agobiaría a Leo tanto como las habitaciones pequeñas y sintió tristeza.
En el interior, las habitaciones estaban muy bien iluminadas y decoradas con gusto y elegancia, pero la que más gustó a Serena fue la cocina. Era muy grande y sus amplios ventanales se abrían al jardín. Desde la ventana que había sobre el fregadero, podía verse el río teñido de oro a la caída de la tarde. Los muebles eran de madera y el suelo de terracota y el conjunto parecía sacado de una revista de decoración.