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– ¡Me importa un comino si me crees o no!

– ¡Eso ya lo sé! -dijo él, mientras conducía con concentrada cólera-. Si apreciara a Oliver lo más mínimo le diría lo peligrosa que eres; ¡y encima quiere que seas su socia! ¡Será estúpido! pasarías por encima de él, le utilizarías para tus propios fines, ¡igual que has hecho conmigo!

– ¡Contigo! -exclamó Serena, tratando de encontrar las palabras que mostraran su perplejidad-. ¡No me puedo creer lo que estoy oyendo! Tú sabes más de utilizar a la gente que ninguna otra persona que yo conozca. ¿Cómo llamarías a la forma en que me has tratado?

– Teníamos un trato -dijo Leo-. Te has metido en esto consciente de lo que te esperaba, así que, teniendo en cuenta la cantidad de dinero que me has sacado, yo no diría que te he utilizado, pero Oliver sí puede serlo si te asocias con él.

– Pero, ¿quién dice que me vaya a asociar con él?

– ¿Lo harás? -preguntó él y la miró brevemente para fijar de nuevo la vista en la carretera.

– Puede que sí -respondió ella para provocarle. Tengo que hacer algo ya que he perdido mi trabajo en Erskine Brookes.

– ¡Me has sacado tanto dinero que no necesitarás un trabajo!

– ¿Quién habla ahora de dinero? Estoy refiriéndome a un trabajo estimulante, de trabajar con alguien tan agradable y considerado como Oliver.

– ¡Te cansarás de él a los cinco minutos!

– Oh, no sé… piensa lo bien que nos lo podemos pasar gastándonos tu dinero -dijo ella para herirle.

El comentario había ido demasiado lejos y le valió a Serena el discurso encendido y colérico de Leo sobre las mujeres avariciosas, así que, cuando llegaron a Leeds, Serena no tuvo ganas de seguir aguantando.

– Tuerce allí -interrumpió ella al ver una señal que indicaba el centro de la ciudad.

– ¿Para qué? ¿Por qué?

– Porque ya no aguanto más. Llévame a la estación; voy a tomar el próximo tren de Londres. -¡No seas ridícula!

– Nunca he hablado tan en serio -dijo ella-. Aparte del hecho de que no tengo ganas de pasar las próximas tres horas escuchándote, estás conduciendo demasiado rápido. Prefiero llegar en tren.

Leo agarró el volante con más fuerza y no la miró.

– De acuerdo -dijo con frialdad-. Si eso es lo que quieres…

– Lo es.

Leo torció hacia el centro de la ciudad y la llevó hasta la estación en silencio.

– Supongo que querrás la última parte de tu dinero, ¿no?-dijo por fin aparcó.

Serena había olvidado el tema del pago y. si no hubiera sido por su hermana, se lo habría tirado a la cara.

– Por supuesto que te exigiré la parte que me corresponde -dijo ella, mientras se quitaba el cinturón-. Pero puedo esperar hasta la semana que viene.

– No, acabemos con esto -dijo Leo y sacó su chequera-. Así no tendré que volver a verte o saber de ti -dijo y le extendió el cheque.

– Exacto -dijo ella con frialdad y metió el cheque en su bolso.

Serena salió del coche y sacó su equipaje del maletero del coche. Después, se acercó a la ventanilla de Leo.

– Casi me olvido de esto -dijo y arrojó el anillo de compromiso al asiento del copiloto-. Estoy segura de que lo podrás vender y recuperar algo de lo que te has gastado conmigo -explicó antes de darse la vuelta y desaparecer en la estación sin mirar atrás.

Con el corazón destrozado y culpándose a sí misma por no haber podido arreglar la situación, dado su terrible carácter, Serena llegó a Londres en las peores condiciones. Los dos días siguientes pasaron como en una pesadilla. No tenía trabajo al que acudir ni actividad que pudiera distraerla de los remordimientos por haber dejado escapar a última posibilidad de aclarar todo con Leo. Se entretuvo empaquetando la ropa que le había comprado, preparada para enviársela y el cheque permanecía sobre el paquete de ropa. No deseaba ingresarlo en su cuenta a menos que fuera necesa

rio, pero tendría que hacer algo con él.

Llamó a su hermana y comprobó que Madeleine era otra persona distinta a la de la última vez.

– ¡Iba a llamarte esta noche! -exclamó-,i Bobby ya está en casa!; todavía tiene que recuperarse, pero los médicos han dicho que lo peor ha pasado ya.

– Oh, Madeleine, ¡qué noticia tan maravillosa! -dijo Serena, olvidando su tristeza al escuchar a su hermana tan feliz.

– Y todavía tengo más. He de decirte algo, Serena… ¡me caso otra vez!

– ¿Cómo?

Madeleine se echó a reír.

– ¡Ya sabía que te sorprendería! ¿No te acuerdas que te hablé de mi vecino? Oh, Serena, John es tan buena persona, me ha ayudado tanto y me hace tan feliz… Por favor, dime que te alegras.

– Por supuesto que sí -dijo ella, aunque Madeleine advirtió cierta duda en su voz.

– Sé que estás pensando en que puede salirme otra vez mal, pero el matrimonio no tiene por qué ser siempre un desastre. John me hace sentir otra mujer y adora a los niños. Ya le he contado todo lo que has hecho por mí y quiere devolverte el dinero ya que él puede ocuparse de nosotros. Así podrás abrir tu restaurante.

– Qué amable -dijo Serena, parpadeando emocionada-. Pero no dejes que lo haga, Madeleine. Haz que te lleve de vacaciones con ese dinero. ¡Os lo merecéis después de lo mal que lo habéis pasado!

– Bueno, ya lo discutirás con él cuando lo veas -dijo Madeleine-. Lo único que quisiera es que tú encontraras a alguien. ¡No sabes lo maravilloso que es enamorarse de alguien que te quiere!

Serena no lo sabía; lo único que sabía era lo

amargo que resultaba enamorarse de un sueño imposible. Se alegraba de la felicidad de su hermana, pero, cuando colgó el teléfono, se sintió mucho peor que antes.

Tomó el cheque y lo rompió en mil pedazos. Los colocó en un sobre y puso el nombre de Leo en él, con la aclaración de «Personal» para que no lo abriera su secretaria. Bajó a la calle y lo echó al correo; de aquella forma, dio por terminada la mentira en la que se había convertido su vida en las últimas semanas. Todo lo que tenía que hacer era apartarle de su vida y comenzar de nuevo.

Pasados unos días, Serena preparaba una de sus sopas en la cocina, cuando sonó el timbre de la puerta. No tenía ganas de contestar a la llamada, pero, al escuchar que insistían, dejó la cuchara sobre la tapa de la cacerola y se limpió las manos en el delantal, antes de caminar decidida hacia la puerta.

Pensó que se trataría de algún vendedor y ya tenla una respuesta preparada, cuando al abrir la puerta se encontró con un Leo desmejorado y tenso.

Perpleja y sin saber si debía desesperarse o alegrarse. Serena se agarró bien a la puerta para no desfallecer.

– ¿Qué… qué estás haciendo aquí? -murmuró con un hilo de voz.

– Vengo a devolverte el dinero que te ganaste -dijo él con un nuevo cheque en la mano y sin apartar la mirada cansada y abatida de Serena.

Ella cerró los ojos y luchó contra la tentación de echarse en sus brazos y pedirle que no se marchara.

– No quiero tu dinero -dijo ella.

– Lo querías antes -replicó él-. Ya te he dado diez mil libras, así que, ¿por qué cambias de parecer ahora que puedes tener otras diez mil?

– Porque ahora no lo necesito -respondió ella-. No necesito tu dinero ni te necesito a ti, como tú no me necesitas a mí.

Leo miró al suelo y vaciló unos instantes antes de hablar.

– Pero es que yo sí te necesito a ti -corrigió. Serena no lo creyó y pensó que quería utilizarla de nuevo para algún otro plan.

– ¿Qué es lo que ocurre? -preguntó sin casi poder sostenerse sobre las piernas-. ¿Es que Noelle te sigue presionando para que te cases con ella?

– No -dijo él, negando con la cabeza-. Acaba de comprometerse con Philip.

– Entonces, ¿por qué necesitas una novia?