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– No necesito una novia -dijo él-. Te necesito a ti. Necesito a una mujer con los ojos verdes de una gata y la sonrisa de un ángel; necesito a la mujer

que ha cambiado mi vida -explicó sin moverse del quicio de la puerta y sin hacer ningún ademán por tocarla-. Te echo de menos -dijo por fin.

– Pero, pero -comenzó ella. incrédula-… tú me desprecias -dijo sin querer hacerse ilusiones y volviendo a la realidad.

– He fingido despreciarte; era más fácil que admitir que deseo pasar el resto de mi vida con una mujer que me desprecia a mí.

– Yo nunca te he despreciado -señaló recuperando la fuerza en sus piernas.

– Pues te he dado muchas razones para que lo hicieras; he sido horroroso contigo; me portado fatal, pero ha sido por los celos y por la desesperación de pensar que nunca me amarías como yo a ti.

– ¿Tú rne quieres? -repitió ella en un susurro-. ¿Me quieres?

– Sí; te quiero, te necesito y te deseo y haré lo que me pidas, Serena, tan sólo para compensar lo mal que me he portado contigo -confesó-. ¿No me odias?

Serena negó con la cabeza y sonrió débilmente mientras el último resquicio de tristeza desaparecía ante la confesión de Leo.

– Sólo lo fingía -admitió ella y sonrió con mayor intensidad-. Yo también me enamoré ti.

– Serena, Serena, ¿de veras me amas?

– Sí -dijo ella con los ojos inundados en lágrimas-. Oh, sí, te amo, te amo… ¡no puedo decirte lo mucho que te quiero!

– Entonces, tendrás que demostrármelo -murmuró él, sonriendo.

A pesar de que se encontraban en la puerta de la casa, Serena y Leo se unieron en un beso lleno de promesas y de felicidad tras la reconciliación.

– Serena -dijo él por fin con la mejilla apoyada en los cabellos de Serena-, creí que no podría besarte jamás.

– Lo sé… lo sé -dijo ella con felicidad indescriptible-. Me he sentido tan mal sin ti…¿Qué es lo que te ha hecho venir hoy?

– Lo he pasado muy mal desde el fin de semana y, al ver tu cheque en el correo hecho pedazos, ya no supe qué pensar -explicó y de pronto alzó la cabeza-. Oye, huele a quemado.

– ¡Ay! ¡Mi sopa de cebolla! -exclamó ella y salió corriendo hacia la cocina.

Desgraciadamente llegó tarde, pues la cacerola entera estaba negra, pero no le importó. La apartó del fuego y volvió a sonreír a Leo. El olor a quemado de las cebollas era tan intenso que cerró la puerta de la cocina y buscaron refugio en el salón. Leo se sentó en el sofá y colocó a Serena sobre sus piernas.

– ¿Por qué me enviaste el cheque, Serena?

– Porque ya no necesitaba el dinero -dijo y le explicó todo el problema que había tenido su hermana-. Tan sólo acepté el cheque por Bobby -concluyó-. Nunca lo habría utilizado en mi beneficio.

Leo se quedó horrorizado.

– ¿Quieres decirme que has estado preocupada por tu hermana todo este tiempo? ¿Me dejase acusarte de mercenaria cuando lo único que hiciste fue apoyar a tu familia? ¿,Por qué no me lo contaste?

– Debí hacerlo, lo sé -reconoció ella-. Pero ha sido por mi estúpido orgullo.

– Yo sí que he sido estúpido al juzgarte como al resto de las mujeres. He creído que lo único que te interesaba era el dinero y lo que iba ocurriendo entre los dos, corroboraba mis prejuicios sobre las mujeres.

– ¿Porqué eres tan duro con nosotras? -preguntó ella-. No todas las mujeres somos iguales.

– Durante cierto tiempo, creí que lo erais -señaló él-. Volver para hacerme cargo del banco me ha enseñado muchas cosas. Cuando viajaba alrededor del mundo, las mujeres no se detenían a mirarme ni dos minutos.

– ¿Ha habido alguien especial? -preguntó ella con curiosidad.

– Creí que era especial hasta que te conocí a ti -dijo él, mientras le acariciaba el pelo-. En aquel entonces, creía que estaba enamorado de Donna. La conocí en los Estados Unidos y me enamoré de ella al instante. Me pareció una mujer hermosísima, pero como ella misma me dijo, yo no era nada especial y me explicó que estaba buscando a un hombre rico y poderoso -explicó-. Le pedí que se casara conmigo y se rió en mi cara. Ahora me doy cuenta de que me libré de una buena, pero entonces sufrí mucho y de ahí nació mi prevención contra las mujeres. Para olvidarme de ella, volví a casa y me hice cargo del banco, y con éxito. La última vez que la vi yo ya era el presidente de Brookes y estaba en Nueva York en una visita de negocios. Donna vino a mi hotel y me dijo que estaba disponible si tenía algo que ofrecerle. Aquello debió ser mi momento de triunfo, pero…

– Pero,,,qué? -interrumpió ella.

Leo se encogió de hombros.

– De pronto, ya no me pareció tan hermosa. Todo aquel incidente me dejó un mal sabor de boca y me ratificó aún más en mis ideas. Cuantas más mujeres conocía, más firme me encontraba en mis convicciones… hasta que te conocí a ti -dijo y sonrió-. ¡La primera vez que miré esos ojos verdes que tienes me di cuenta de que estaba perdido!

– ¡No pudiste enamorarte de mí con aquel vestido tan horrible! -protestó ella.

– Ni siquiera me fije en tu vestido -dijo él-. Todo lo que vi fueron tus ojos y tu pelo -explicó y le dio cortos besos en la mejillas-. Lo único que siento en este momento es no haber hecho las cosas de otra manera, pero como no me explicaste nada, ¡yo creí que eras otra persona!

– No te preocupes ya -dijo ella-. Yo también quisiera haber confiado más en ti para poder haberte dicho la verdad, pero estaba tan convencida de que no me querías, que daba igual. Además, no hacías sino decir que no te comprometerías con nadie.

– Eso era antes de conocerte -dijo él-. Pero, ¿qué querías que dijera si tú también decías que nunca te casarías?

– Bueno, he…he cambiado de idea -dijo ella tímidamente.

– Entonces. ¿te casarás conmigo?

– Sí -respondió Serena y lo besó con dulzura en los labios.

– Mira lo que he traído conmigo -señaló él y sacó el solitario que había comprado a Serena-. Lo he llevado conmigo todo este tiempo, pues era lo único que me quedaba de ti. ¿Estás segura. Serena? -preguntó mirándola a los ojos.

– Estoy segura -dijo ella-. Ser independiente no significa nada a menos que pueda ser independiente contigo. Ser tu esposa no quiere decir que no siga siendo la que soy. Seré como siempre, aunque mucho más feliz.

– ¿Quiere eso decir que volverás a cocinar para un puñado de directivos de banca que no distinguen el paté de la carne de perro? -preguntó él, bromeando.

– Creo que podrán pasar sin mí, ¿no te parece?

– Ellos podrán -dijo Leo-. Yo no.

– Pero sería una pena no utilizar tu maravillosa cocina -dijo ella y le dio unas palmaditas en la solapa de su chaqueta-. Mientras estés en el banco, yo me puedo dedicar a sacarle provecho, en lugar de hacer otras travesuras…

– ¡Mientras no estés demasiado cansada para nuestras travesuras cuando vuelva del banco!

– ¿Estás seguro, mi amor? -preguntó ella-. ¿Y tu libertad? ¿No seré para ti una terrible atadura?

– Me sido libre desde que te dejé en la estación de Leeds -dijo Leo-, y me ha servido para darme cuenta de que la libertad no significa nada si no la compartes conmigo. Quiero tenerte tan atada que no vuelva a pasarlo tan mal como lo pasé en Yorkshire. ¡Qué celos me diste con Oliver! ¡No me vuelvas a hacer eso, Serena! -exclamó él sin abandonar su sonrisa.

– No lo haré; nunca te dejaré -señaló ella, abrazándose a él.

– Y tampoco a ti; ya hemos perdido demasiado tiempo.

– ¡Es maravilloso no tener que fingir más! -indicó ella, mientras contemplaba el diamante de nueve en su mano.

– Sólo hay una cosa que me sigue preocupando…

– ¿Qué? -preguntó ella con cierto sobresalto. -Que odias las bodas -recordó él.

Serena sonrió y volvió a besarle en los labios. -¡Creo que en eso también voy a cambiar de parecer y muy pronto!