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– ¿Por qué dice eso? -preguntó un voz detrás de ella.

Candace y Serena se dieron media vuelta, las dos demudadas y pálidas, al comprobar que Leo estaba detrás de ellas y que había escuchado lo que habían hablado. El nuevo sobresalto hizo que Serena derramara champán sobre su vestido y lo intentó limpiar rápidamente.

– ¡Ésta es la segunda vez que me hace esto hoy! -exclamó disgustada.

– No es culpa mía que estuvierais tan concentradas en la conversación que no me vierais llegar.

– No he nacido con ojos en la espalda -señaló Serena con ironía-. Y además, no pensaba volver a verlo. No es de buena educación escuchar las conversaciones ajenas.

– Lo único que he oído es que no te enamorarías de mí por nada del mundo -dijo él, tuteándola.

Leo miró significativamente a Candace, que le sonreía con expresión de culpabilidad. Más tarde, Candace ayudó a su amiga a terminar de limpiarse el vestido. El pelo de Serena caía por sus hombros, ya liberado de los lazos y la guirnalda de flores que había exigido la ceremonia.

Su cabello era su única vanidad. Era largo, denso y brillante; su color era cobrizo.

– La verdad es que no te había reconocido -dijo él-. Sólo cuando te oí mostrar tus opiniones en voz tan alta, me di cuenta de que eras tú.

Serena alzó la cabeza y se encontró con los ojos de Leo admirando su nuevo traje. Había cambiado de atuendo y ya no llevaba el traje de dama de honor, sino un vestido pegado al cuerpo de color fuego. El corte y el color enfatizaban la delgadez de su cuerpo y la originalidad de sus facciones.

La extraña de expresión de Leo hizo que Serena perdiera la noción de la realidad durante unos instantes.

– Estás tan distinta -dijo él por fin después de una tensa pausa.

– Lo único que he hecho ha sido cambiarme de vestido -dijo ella-. ¿Es algo tan asombroso?

Serena vio cómo su amiga levantaba las cejas por el tono con el que se dirigía a Leo, pero Leo parecía estar divirtiéndose.

– El cambio es considerable -respondió él.

– ¿Por qué no bailáis? -sugirió Candace de pronto-. Hay mucha gente con la que todavía no he hablado, así que debo dejaros solos -señaló sin hacer caso de la mirada de angustia que su amiga le dirigía.

Candace se marchó y Serena se quedó paralizada mirando el salón de baile y aislada en una burbuja de nerviosismo. Entonces, se atrevió a mirarlo y lo hizo directamente a sus ojos grises. Eran fríos y de un color claro que contrastaba con el moreno de su piel y, durante unos instantes, Serena sintió un estremecimiento placentero y aterrorizador al mismo tiempo.

– ¿Y bien? -dijo Leo-. ¿Bailamos como ha sugerido Candace?

– Sería mejor que se lo pidieras a otra -dijo ella con beligerancia, pues creía que Leo quería burlarse de ella-. No sé bailar…

Sin decir una palabra, Leo le quitó la copa de la mano y la dejó en una mesa cercana.

– Entonces, sólo tendremos que abrazarnos -dijo él y la agarró la de la mano antes de que ella pudiera protestar.

Otras parejas bailaban al ritmo de la música, unos agarrados y otros sueltos, pero Leo no la soltó, sino que, colocando una mano en.su cintura, la atrajo hacia él. Instintivamente, Serena trató de apartarse, aunque sólo consiguió que él aumentara la fuerza con que la agarraba.

– Relájate -ordenó él.

– No puedo -murmuró Serena-. Ya te lo he dicho, no sé bailar.

– No te estoy pidiendo que te comportes como una campeona de baile -señaló él con la misma ironía-. Todo lo que tienes que hacer es dejarte llevar por el ritmo de la música. No te estoy pidiendo algo tan difícil, ¿verdad?

Con aquel comentario, Leo la atrajo hacia él sin ceremonias y la agarró tan fuerte que ella no tuvo más remedio que dejarse balancear al ritmo de su vigoroso cuerpo.

CAPÍTULO 2

SFRENA no podía respirar. Su corazón latía al ritmo que tocaba la banda. Quizás, Leo pudiera escuchar los latidos; se encontraban tan cerca el uno del otro. que Serena tuvo que cerrar los ojos para no mirar constantemente el rostro de Leo. Si se acercaba un poco más, su sien se apoyaría contra la mejilla de Leo; un poco más, y podría descansar la cabeza en su cuello.

– Todavía no me has dicho por qué no podrías enamorarte de mí -dijo Leo al oído de Serena.

Serena alzó la vista sobresaltada.

– ¿Por qué habría de enamorarme de ti? -preguntó volviendo a la realidad.

– Por nada; sólo quiero saber por qué te gusta tan poco la idea.

Serena miró por encima del hombro de Leo.

– Candace está intentando hacer de casamentera; ahora que ella está casada, quiere que los demás lo hagamos también. Richard y ella piensan que tú y yo haríamos una buena pareja.

– Intuyo por el tono irónico de tu voz que la idea no te parece muy buena -preguntó Leo, mientras seguía dirigiendo a Serena a lo largo del salón de baile.

– ¡Por supuesto que no! Aparte de que no eres el tipo de hombre que me parece atractivo. Yo tampoco soy tu tipo de todas formas.

– ¿Oh? ¿Y qué te hace decir eso?

– La observación -dijo Serena-. Me he fijado que te gustan las rubias explosivas.

Leo la miró con satisfacción.

– Me siento halagado al ver que me has estado observando, pero creo que te equivocas. No hay nadie entre las personas con las que he bailado esta tarde que concuerden con esa descripción. Ni siquiera tú y, ya me ves, aquí bailando contigo.

– Porque te has visto forzado. Si Candace no lo llega a decir, no estaríamos aquí los dos.

– De nuevo te equivocas, Serena. Quería ver si estás a la altura del vestido que llevas.

Serena lo miró confusa.

– ¿Qué quieres decir?

– Te has vestido así como un reto -dijo Leo-. Quieres ver si existe algún hombre que se atreva a descubrir si eres tan fiera como aparentas. Así los cobardes no se atreven a acercarse a ti, ¿verdad?

Serena quiso decirle que se equivocaba, que era a los hombres valientes a los que quería evitar. Su aspecto agresivo y fiero era tan sólo una coraza, una máscara que la protegía. Había dejado caer sus defensas con Alex y Alex la había engañado y herido. No iba a dejarse herir una vez más.

– Pues yo creo que es obvio -señaló mientras se recuperaba-. Apenas te conozco.

– Me conoces lo suficiente corno para decir que nunca te enarnorarías de mí -señaló él con una lógica aplastante.

– No puedo ir por ahí besando a desconocidos. Es demasiado peligroso; además, aquí hay mucha gente.

– Podemos ir a la terraza -sugirió él-. ¿O es que verdaderamente me tienes miedo?

– Eres muy bueno confundiendo a ¡agente con las palabras -dijo ella al verse perdida-. Yo creo que el cobarde eres tú; tú eres el que has dicho que no te arriesgarías a casarte.

– No estarnos hablando de matrimonio. Serena. Igual que tú, soy demasiado sensato como para casarme. pero eso no quiere decir que tenga miedo de mis propios sentimientos.

– ¡Ni yo tampoco!

– No puedes esperar que crea algo que no me has demostrado -insistió él.

– ¡De acuerdo! -exclamó ella por fin-. Te lo demostrare.

– Vamos -dijo él y la soltó.

– ¿Ahora?

A su alrededor varias parejas los observaban pues habían dejado de bailar y se miraban el uno al otro sin moverse.

– Vamos a la terraza -dijo él.

– No puedo creer lo que estoy haciendo -dijo Serena, una vez que salieron de salón de baile.

– ¿Y bien? -preguntó él.

Serena tragó saliva y se reprochó el haber caído fácilmente en una situación tan ridícula. Sin embargo, suspiró y decidió acabar con aquel trance lo antes posible. Caminó hacia él y, dejando sus manos sobre los hombros de Leo, lo besó furtivamente en la comisura de la boca.