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Leo sacudió la cabeza.

– ¡Siempre tan encantadora! Debías ser cuidadosa con tus palabras, Serena; puede que no sepas con quién estás hablando.

Serena sabía que Leo estaba en lo cierto, pero aquella mañana todo le había salido mal y estaba dispuesta a terminar de estropearlo.

– Bueno, bueno, vamos y me lo quito de encima cuanto antes -cedió por fin Serena.

– Er… llevas puesto el delantal -señaló Lindy-. ¿No te gustaría quitártelo?

– No, claro que no -dijo Serena-. Ya sabe que soy la cocinera, ¿no? Supongo que no esperará un pase de modelos.

– Bueno, no…, claro, pero es el presidente -dijo Lindy con seriedad.

– ¿Y qué? -replicó Serena sin dejarse impresionar-. Eso no hace que sea un dios y, además, no tengo por qué arreglarme.

Lindy se dio por vencida, pues, en realidad, como el resto del personal del banco, no sabía qué pensar sobre Serena. Los que la conocían poco, se llevaban una impresión equivocada pues, en general, intimidaba a la gente. Sin embargo, aquellos que tenían la posibilidad de hablar más con ella, se daban cuenta de que sus palabras, aunque bruscas, nunca eran malintencionadas. En el fondo, era una mujer amable y encantadora.

El despacho del presidente estaba un piso por debajo de la cocina y Serena se alegró de no tener que montar en el ascensor, por si volvía a encontrarse con Leo Kerslake. Esperaba que hubiera terminado el asunto que le había conducido al banco y que se hubiera marchado.

Lindy, al ver que Serena iba derecha al despacho sin siquiera llamar a la puerta, corrió para ade

lantarse y abrió ella misma la puerta después de llamar.

– Serena Sweeting, señor Kerslake.

Serena se quedó petrificada en la antesala del despacho sin dar crédito a lo que había oído. Era imposible que el destino le hubiese jugado tan mala pasada.

– ¿Cómo? -dijo de forma estúpida-. ¿Qué nombre es el que he oído?

– Has oído bien -dijo Leo, mientras se levantaba de su sillón-. Gracias, Lindy -añadió, despidiendo a su secretaria con una mirada.

Lindy abandonó el despacho con una expresión de sorpresa en su rostro.

– Tú no eres el presidente -dijo Serena parpadeando, como si tuviera que convencerse de lo que tenía ante sus ojos.

– Es curioso, pero eso es lo que muchos de mis directivos querrían -replicó él, bromeando-. Desgraciadamente para ti y para ellos, soy el presidente de Erskine Brookes.

CAPÍTULO 3

P ERO…-dijo Serena todavía de pie junto a la puerta-. ¿Por qué no me lo dijiste'? Él se encogió de hombros. -No es un secreto. Si te hubieras fijado un poco, habrías visto mi nombre en el vestíbulo del banco y en el papel timbrado. La verdad es que creí que trabajando para esta empresa, te interesaría saber quién era su presidente. Es de profesionales el saber con quién se está tratando.

– Yo soy una profesional en lo que me incumbe que es la cocina -aseguró ella, sin que Leo pareciera impresionado.

– Pues perdona que te diga que no pareces muy profesional en estos momentos -dijo él, mirándola de arriba a abajo.

La mirada de Leo hizo que Serena recordara que llevaba el delantal, el pelo recogido con una cuerda que había encontrado por la cocina. y que, probablemente, tendría manchas de harina en las mejillas.

Leo tendió la mano hacia una de las sillas que había en el despacho.

– Será mejor que te sientes -dijo y ella obedeció-. ció-. Debo también decirte que tampoco te comportas como una profesional. En este banco, los empleados no pueden entrar a trabajar con vaqueros y una camiseta, o con el pelo despeinado, y menos aún utilizar los ascensores de los clientes con bolsas de la compra.

– ¿Acaso en Erskine Brookes se deja a los empleados respirar sin tu penniso'? -replicó ella.

Sabía que él llevaba razón y que le estaba bien empleada la recriminación, pero Serena era demasiado testaruda y no iba a dejar que le echara un sermón sin protestar.

– Si recuerdas lo que pasó esta mañana, subí en el ascensor porque el de servicio está estropeado y las bolsas estaban llenas de comida para alimentar a tus directivos. No las llevaba por diversión. Y en cuanto a mis ropas, no veo qué puede importar lo que lleve en la cocina. Tengo que vestirme con ropa informal y cómoda, no querrás que me vista de largo por si el ministro de Economía aparece para probar mis pastelillos, ¿verdad'?

– Lo único que espero de ti es que te comportes de forma educada y profesional mientras estés en el banco -dijo Leo-. Si vuelves a hablarle a alguien como me has hablado a mí esta mañana, te despediré inmediatamente. Afortunadamente, hay dos factores a tu favor: el primero es que eres una excelente cocinera y el segundo que, por lo que he hablado con otros empleados, puedes llegar a ser encantadora. Me han dicho que hiciste un pastel especial para celebrar el cumpleaños de una de las empleadas de la limpieza y que ayudaste a la secretaria de Bob Chambers a preparar un postre para una cena en su casa a la que llegaba tarde por quedarse a trabajar más de la cuenta…

– Sí, lo sé, pero lo hice en horas extras; al banco no le perjudicó en absoluto -comenzó Serena a la defensiva.

– Oh, sí, te creo -dijo él-. Lo único que siento es que mantengas tu forma de ser encantadora tan escondida la mayor parte del tiempo. Quieres dar la impresión de que eres dura, pero no eres ni la mitad de dura de lo que pretender ser. Después de todo -continuó sin apartar la mirada de los labios de Serena-, tengo más razones que cualquiera para saber lo dulce y lo cariñosa que puedes ser cuando lo intentas.

Serena se sonrojó y se puso en pie por un acto casi reflejo al recordar el beso que los unió durante unos breves minutos. Incapaz de mirarlo, Serena se dirigió hacia una de las ventanas y rodeó su cintura con los brazos.

– ¿Sabías en la boda que trabajaría para ti? -preguntó.

– No. Lo he descubierto al volver este fin de semana y mirar los papeles que tenía pendientes.

– No podía imaginar que eras el dueño de este banco -dijo Serena, malhumorada-. Richard tan sólo me dijo que habías heredado una fortuna.

– Sí, heredé las participaciones de mi madre,

que al ser la última de los Erskine, me lo dejó toda, a mí. Eso me ha hecho ser el presidente de Erskinf Brookes y la verdad es que no ha sido un cambia muy bien recibido entre algunos directivos y I. cocinera, pero no pienso abandonar el cargo par. haceros felices -dijo irónico-. Eso significa que si quieres quedarte a trabajar aquí, tendrás que ha cerlo a mi manera. Y ahora, siéntate otra vez Quiero discutir contigo cómo vas a trabajar.

Serena levantó la barbilla en un gesto de testa rudez.

– Yo decidiré cómo voy a trabajar -afirmó.

– No, Serena -dijo Leo con una expresión im placable-. Éste es mi banco y tú trabajas para mí Si quieres el puesto, tendrás que aceptar que soN yo el que toma las decisiones y, aunque te parezcÍ mentira, sé distinguir entre un buen paté y comid, para perros, así que quiero que me muestres lo menús que vas planificando para cada semana.

– ¿Es que no tienes cosas más importantes quf hacer? -preguntó ella con impaciencia-. No tiene sentido que me hayas contratado para planificar menús, si quieres hacerlo conmigo. ¿Acaso vas preparar la comida tú también?

– Espero no tener que cambiar nada de tus plainificaciones -dijo Leo con frialdad-Pero me gusta saber qué es lo que sucede en el banco desde la cocina hasta la sala de operaciones. Eso significa que sabré en todo momento cómo trabaja mi personal.

– Me pagan por cocinar, no por hacer la vida agradable a la gente -dijo Serena-. Si no te gusta mi forma de cocinar, sólo tienes que decírmelo y encontrar a alguien que me sustituya.