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– ¿Ver qué? -Ella preguntó con vacilación.

– Tu amor por Stannage Park. Te observaba mientras admirabas la salida del sol.

– ¿Me mirabas?

– Mmm-hmm. -Y eso era todo lo que iba a decir al respecto. Él volvió a su desayuno ignorándola completamente.

Henry inquieta mordisqueó su labio inferior. Ésa era una mala señal. Por qué le importaba a él cómo se sentía ella a menos que… ¿Estaría pensando en alguna forma de usarlo en contra suya? Si él quisiese venganza, nada podría ser tan terriblemente doloroso como echarla de su amado hogar.

Pero de todas formas, ¿por qué querría vengarse de ella? Podría no gustarle, podía encontrarla más bien molesta, pero ella no le había dado razón para odiarla, ¿verdad? Claro que no. Dejaba que su imaginación la venciera.

Dunford la observó furtivamente mientras comía sus huevos. Estaba preocupada. Bien. Lo merecía después de sacarlo de la cama esta mañana a una hora tan incivilizada. Sin mencionar su pequeño plan de hacerle irse de Cornualles por falta de alimentos. Y el problema del baño, la habría admirado por su ingeniosidad si sus manipulaciones hubiesen sido dirigidas a otra persona, pero iban dirigidas a él.

Si ella pensase que podía tratarla mal y echarla de la propiedad, estaría disgustada y presentaría batalla.

Él sonrió. Cornualles sí que iba a ser muy entretenido. Continuó desayunando con bocados lentos, pausados, disfrutando completamente de su desasosiego. Tres veces ella comenzó a decir algo y después lo pensó mejor. Dos veces mordisqueó su labio inferior. Y una vez él la oyó mascullar algo para sí misma. Sonaba más o menos como "maldito idiota", pero no podría asegurarlo.

Finalmente, después de decidir que ya había hecho la espera lo suficientemente larga, colocó sobre la mesa su servilleta y se puso de pie.

– ¿Vamos?

– Por supuesto, Su Señoría. -Ella no pudo esconder un trazo de sarcasmo en su voz. Había terminado de comer y lo esperaba hacía diez minutos.

Dunford sentía una satisfacción perversa con su irritación.

– Dime, Henry. ¿Qué es lo primero en nuestro orden del día?

– ¿No recuerdas? Construir una porqueriza nueva.

Un sentimiento singularmente desagradable recorrió su estómago.

– Supongo que eso es lo que estabas haciendo cuando llegué, -no pudo dejar de agregar-, cuándo olías tan atrozmente mal.

Ella le sonrió con intención por encima del hombro y lo precedió al salir por la puerta. Dunford no estaba seguro si sentirse furioso o divertido. Ella pensaba divertirse haciéndole dar vueltas, estaba seguro de eso.

Ya fuera eso o haciéndolo trabajar a fondo. Se calmó, todavía creía que podía ser más astuto que ella. Después de todo sabía lo que estaba tramando, y estaba casi seguro que ella aún no se daba cuenta que él conocía sus intenciones.

¿O lo sabía? Y si lo sabía que haría, ¿qué quiso decir con trabajar en la porqueriza?

Eran apenas las siete de la mañana, por lo que su cerebro rehusó reflexionar más en el tema.

Siguió a Henry por los establos hasta una estructura que adivinó era un granero. Su experiencia con la vida rural había estado limitada a sus ancestros, como todos los aristócratas, los cuales se alejaron de cualquier cosa que se pareciera a una granja en funcionamiento. La agricultura fue dejada a inquilinos, y la nobleza generalmente no quería ver a sus arrendatarios a menos que se tratara del cobro de las rentas. Por lo tanto su confusión era total.

– ¿Esto es un granero? -Él puso en duda.

Ella se sorprendió que le preguntara lo evidente.

– Por supuesto. ¿Qué pensaste que era?

– Un granero, -contestó bruscamente.

– ¿Entonces por qué preguntas?

– Meramente me preguntaba por qué tu gran amigo Porkus está guardado en los establos en vez de aquí.

– Demasiado apretujado, -contestó ella-. Sólo mira dentro. Tenemos a montones de vacas.

Dunford decidió creer en su palabra.

– Queda muchísimo espacio en los establos, -ella continuó-. No tenemos muchos caballos. Las buenas monturas cuestan mucho dinero, ya sabes. -Sonrió inocentemente, esperando que él hubiera tenido su corazón puesto en recibir una herencia con un establo lleno de caballos árabes.

Él la miró irritado.

– Sé cuánto cuestan los caballos.

– Por supuesto. La pareja que lleva tu carruaje son hermosos. ¿Son tuyos, verdad?

Él la ignoró y caminó más adelante hasta que su pie pisó algo suave y pastoso.

– Mierda, -masculló.

– Exactamente.

Él la miró ferozmente, sintiéndose un santo al no poner sus manos en su garganta.

Ella reprimió una sonrisa y apartó la mirada.

– Aquí es donde se construirá la porqueriza nueva.

– ¿Qué pise?

– Mmm, sí. -Ella miró hacia abajo a las hermosas y cuidadas botas, ya no tan elegantes, y sonrió-. Eso es probablemente vaca.

– Muchas gracias por informarme. Estoy seguro que la distinción resultará sumamente educativa.

– Los azares de la vida en el campo, -dijo ella jovialmente-. Estoy en verdad sorprendida de que no fue baldeado. Intentamos que todo este limpio por aquí.

Él deseó afanosamente recordarle su apariencia y olor dos días atrás, pero a pesar de su fuerte irritación, era demasiado caballero para hacerlo. Se contentó con decir dudando:

– ¿En una porqueriza?

– Los cerdos no son en verdad tan descuidados como cree la mayoría de la gente. Oh, les gusta el barro y mucho, pero no… -Miró hacia abajo a los pies de él-. Ya… sabes.

Él sonrió levemente.

– Demasiado bien.

Ella cruzó los brazos y miró alrededor. Habían comenzado el muro de piedra que incluiría a los cerdos, pero aún no era lo suficientemente alto. Llevaba mucho tiempo porque ella había insistido que la cimentación fuera especialmente fuerte. Una base débil fue la razón por la que la anterior se había desmoronado.

– Me pregunto donde está todo el mundo, -ella masculló.

– Durmiendo, si tienen cualquier idea de lo que es bueno para ellos, -Dunford contestó mordazmente.

– Supongo que podríamos comenzar con lo nuestro, -dijo ella dubitativamente.

Por primera vez en toda la mañana él sonrió ampliamente diciendo.

– No tengo experiencia en la construcción, así que voto que esperamos a los demás, si no el trabajo será muy pesado.

Él se sentó frente a la pared terminada a medias, viéndose muy satisfecho.

Henry, se negó a dejarle pensar que estaba en lo correcto. Se agachó sobre una pila de piedras. Escogió las de arriba.

Dunford alzó su ceja, era bien consciente que debía ayudar, pero completamente renuente hacer eso. Ella era muy fuerte, sorprendentemente. Él puso sus ojos en blanco. ¿Por qué se asombraba de cualquier cosa que tuviera que ver con ella? Por supuesto que podía alzar una piedra grande. Era Henry. Probablemente le podría alzar a él.

La observó arrastrar una piedra hasta las paredes y colocarla debajo. Ella resopló y se limpió la frente. Luego lo miró furiosamente.

Él sonrió con su mejor sonrisa, pensaba.

– Debes doblar las piernas cuando alzas las piedras, -le gritó-. Es mejor para tu espalda.

– Es mejor para tu espalda, -ella lo imitó y masculló-, holgazán, inútil, estúpido

– ¿Disculpa?

– Gracias por tu consejo. -Su voz era la dulzura personificada.

Él sonrió de nuevo, esta vez para sí mismo. Estaba ganando. Ella debió haber repetido esta tarea veinte veces antes de que los trabajadores finalmente llegaran.

– ¿Dónde han estado? -preguntó bruscamente-. Estamos aquí diez minutos ya.

Uno de los hombres parpadeó.

– Pero llegamos temprano, Srta. Henry. -Ella cerró la boca fuertemente-. Empezamos a venir a las seis y cuarenta y cinco.

– No vinimos hasta las siete, -Dunford dijo servicialmente. Ella se dio la vuelta y lanzó una mirada asesina en su dirección. Él sonrió y se encogió de hombros.