Dunford vio su expresión, la interpretó correctamente, y se estremeció.
– Usted, estimada chica, probablemente podría enseñar a Napoleón una cosa o dos.
Los labios de Henry se crisparon. Fue una sonrisa acuosa, pero definitivamente una sonrisa.
– Ahora, -continuó él, poniéndose de pie-. ¿Regresamos a la casa? Me muero de hambre.
– ¡Oh! -dijo ella, tragando con inquietud-. Lo siento.
Él puso sus ojos en blanco.
– ¿Ahora por qué lo sientes?
– Por hacerte comer esa horrible carne de cordero. Y las gachas de avena. Odio las gachas de avena.
Él sonrió amablemente.
– Es un testimonio de tu amor a Stannage Park que fueras capaz de comerte un tazón entero de esa cosa repugnante.
– No lo hice, -admitió-. Comí sólo algunas cucharadas. Eché el resto de eso en un florero cuando no estabas mirando. Tuve que ir luego y limpiar el interior.
Él se rió ahogadamente, incapaz de parar.
– Henry, eres diferente a cualquier persona que haya conocido.
– No tengo la seguridad que eso sea bueno.
– Tonterías. Por supuesto que es. Entonces, ¿estamos en paz?
Ella extendió su mano y agarró la que él le tendía. Lentamente se puso de pie.
– Simpy hace unas galletas muy buenas, -dijo ella suavemente, el tono de su voz implicaba una oferta de paz-. Con mantequilla, jengibre y azúcar. Son deliciosos.
– Espléndido. Si ella no tiene a mano, tendremos que obligarla a hornearlas. ¡Caracoles! No tenemos que terminar la porqueriza, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
– Era lo que estaba haciendo el sábado, pero principalmente sólo supervisaba. Creo que los hombres estaban un poco sorprendidos por mi ayuda esta mañana.
– Sé que estaban sorprendidos. La mandíbula de Tommy se cayó hasta sus rodillas. Y por favor dime que normalmente no te levantas tan temprano.
– No. Soy atroz por la mañana. No puedo empezar nada antes de las nueve a menos que sea absolutamente necesario.
Dunford sonrió torcidamente cuando se dio cuenta de la profundidad de su determinación para librarse de él. Ella realmente quería echarlo, para despertarse a las cinco y media en la mañana.
– Si detestas a las personas madrugadoras tanto como yo, entonces pienso que nos llevaremos fabulosamente.
– Espero que sí. -Ella sonrió trémulamente cuando caminaron hacia la casa. Un amigo. Eso era lo que él iba a ser para ella. Fue un pensamiento emocionante. No había tenido ningún amigo desde que hubo alcanzado la edad adulta. Oh, ella se llevaba de maravilla con todos los sirvientes, pero hubo siempre ese aire de empleador y empleado que mantenía las distancias entre ellos. Con Dunford, sin embargo, ella había encontrado amistad, aún si habían comenzado de forma escabrosa. Todavía había una cosa que quería saber. Suavemente ella dijo su nombre.
– ¿Sí?
– Cuando dijiste que no estabas enojado…
– ¿Sí?
– ¿Estabas?
– Estaba bastante molesto, -él admitió.
– ¿Pero no enojado? -Sonó como si ella no le creyera.
– Créeme, Henry, cuando me enoje, lo sabrás.
– ¿Qué ocurre?
Sus ojos se nublaron ligeramente antes de que él contestara.
– No quieres saberlo.
Ella le creyó.
Una hora o un poco más tarde, después de que ambos tomaran un baño, Henry y Dunford se reunieron en la cocina sobre un plato de panecillos de jengibre de la Sra. Simpson. Mientras se peleaban por conseguir el último, apareció Yates.
– Una carta llegó para usted esta mañana, Su Señoría, -entonó-. De su abogado. La dejé en el estudio.
– Excelente, -contestó Dunford, apartó su silla y se puso de pie-. Debe tratarse del resto de los documentos concernientes a Stannage Park. Una copia del testamento de Carlyle, pienso. ¿Te importaría leerlo, Henry? -No sabía si ella se sentía menospreciada porque la propiedad había ido a parar a él. Estaba vinculada, eso era cierto, y Henry no pudo haberla recibido en herencia después de todo, pero eso no quería decir que no estaba muy sentida por ello. Preguntándole si querría leer la voluntad de Carlyle, trataba de asegurarle que ella era todavía una figura importante en Stannage Park.
Henry se encogió de hombros cuando le siguió al vestíbulo.
– Si lo deseas. Está bastante claro, creo. Todo es tuyo.
– ¿Carlyle no te dejó algo? -Dunford alzó sus cejas conmocionado. Era excesivo dejar a una joven sin dinero y a la deriva.
– Supongo que él pensó que te encargarías de mí.
– Ciertamente me aseguraré de que estés cómodamente situada, y siempre tendrás una casa aquí, pero Carlyle debería haberlo previsto. Nunca nos encontramos. Él no podía saber si tenía principios, o ninguno en absoluto.
– Imagino que pensó que no podrías ser malo si eras familia de él, -bromeó.
– A pesar de eso… -Dunford abrió la puerta del estudio y entró. Pero cuando alcanzó el escritorio allí no había una carta esperando, solamente una pila de papeles desmenuzados-. ¿Qué diantres?
La sangre abandonó la cara de Henry.
– Oh, no.
– ¿Quién haría tal cosa? -Él plantó las manos en sus caderas y empezó a enfrentarla-. Henry, ¿conoces a todos los sirvientes personalmente? Quién piensas…
– No son los sirvientes. -Dijo suspirando-. ¿Rufus? ¿Rufus?
– ¿Quién diantres es Rufus?
– Mi conejo, -ella habló entre dientes, arrodillándose.
– ¿Tu qué?
– Mi conejo. ¿Rufus? ¿Rufus? ¿Dónde estás?
– ¿Intentas decirme que tienes un conejo de mascota? -Estimado Dios, ¿esta mujer hacía alguna cosa normal?
– Por lo general es muy dulce, -ella dijo débilmente-. ¡Rufus!
Un manojo pequeño de pelaje blanco y negro pasó velozmente por el cuarto.
– ¡Rufus! ¡Regresa aquí conejito malo! ¡Conejito malo!
Dunford comenzó a estremecerse de regocijo. Henry perseguía al conejo por el cuarto, agachada y con los brazos extendidos. Cada vez que ella intentaba agarrarlo, él se zafaba de su agarre.
– ¡Rufus! -dijo ella como advertencia.
– Supongo que no podías actuar como el resto de la humanidad y tener de mascota a un gato o un perro.
Henry, reconociendo que no era menester una respuesta, no dijo nada. Se enderezó, plantó las manos en sus caderas, y suspiró.
– ¿Adónde se ha ido?
– Creo que se lanzó rápidamente detrás de la librería, -dijo Dunford servicialmente.
Henry anduvo de puntillas encima y miró con atención detrás del voluminoso mueble.
– Shhh. Ve al otro lado.
Él siguió sus órdenes.
– Haz algo para asustarle.
Él la miró con duda. Finalmente bajó sus manos y sus rodillas y dijo en una voz horripilante:
– Hola, pequeño conejito. Estofado de conejo para la cena de esta noche.
Rufus gateó entre sus pies y pasó corriendo directamente a los brazos de Henry, que lo aguardaba. Dándose cuenta de que había sido atrapado, comenzó a retorcerse, pero Henry mantuvo una mano firme en él, apaciguándole diciendo, "Shhhh".
– ¿Qué vas a hacer con él?
– Ponerlo en la parte de atrás de la cocina donde tiene un sitio.
– Deberías pensar en tener un sitio afuera. O en el guisador.
– ¡Dunford, es mi mascota! -sonó afligida.
– Amas a los cerdos y cría conejos, -masculló él-. Una muchacha bondadosa.
Marcharon de regreso a la cocina en silencio, el único sonido era el gruñido de Rufus cuándo Dunford probó a apaciguarle.
– ¿Puede gruñir un conejo? -Él preguntó, incapaz para dar crédito a sus oídos.
– Obviamente él puede.
Cuándo alcanzaron la cocina, Henry depositó su manojo peludo en el suelo.
– Simpy, ¿ me daría una zanahoria para Rufus?
– ¿Escapó ese pequeño duendecillo otra vez? Ha debido salir inadvertido cuando la puerta estaba abierta. -El ama de llaves recogió una zanahoria de una pila de tubérculos y lo dejó colgando delante del conejo. Él hincó su diente en ella y la quitó de su mano. Dunford observó con interés como Rufus roía la zanahoria dejándola en la nada.