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El resto de conversación fue imposible de descifrar. Después de algunos minutos los dos hombres terminaron de hablar, y se estrecharon la mano. Leverett apartó de un empujón algunos escritos en su caso y dijo,

– Tendré el resto de documentos enviados tan pronto como sea posible. Necesitaremos su firma, por supuesto.

– Por supuesto.

Leverett asintió con la cabeza y regresó al cuarto.

– ¿Qué te dejaron? -Belle exigió.

Dunford parpadeó pocas veces, como si todavía no pudiese creer lo que acababa de oír.

– Parece que acabo de recibir en herencia una baronía.

– ¡Una baronía! Córcholis, voy a tener que llamarte Lord Dunford ahora, ¿verdad?

Él puso los ojos en blanco.

– ¿Cuándo fue la última vez que te llamé Lady Blackwood?

– Hace diez minutos, -dijo ella impertinentemente-, cuándo me presentaste al Sr. Leverett.

– Touché, Bella. -Se recostó en el sofá, sin esperar a que ella se sentase primero-. Supongo que me puedes llamar Lord Stannage.

– ¡Válgame Dios! Stannage, -ella se quejó-. Qué perfectamente distinguido. Willian Dunford, Lord Stannage. -Sonrió diabólicamente.

– ¿ Es William, verdad?

Dunford bufó. Lo llamaban por su nombre de pila tan raras veces, que era un chiste familiar el no poderlo recordar.

– Le pregunté a mi madre, -contestó finalmente él-. Dijo que cree que es William.

– ¿Quién murió? -le preguntó Belle francamente.

– Alguna vez has tenido tacto y refinamiento, mi estimada Arabella.

– Bien, obviamente no pareces lamentar la pérdida de tú pariente lejano, del que hasta ahora no conocías su existencia.

– Un primo. Un octavo primo, para ser exacto.

– ¿Y no pudieron encontrar un pariente más cercano? -preguntó ella incrédulamente-. No es que tenga envidia de tu fortuna, claro está, pero realmente es extenderse.

– Parecemos ser una familia de potrillas.

– Gracias, -masculló sarcásticamente ella.

– Termina los sarcasmos, -dijo él, ignorando su mofa-, ahora tengo un título y una pequeña hacienda en Cornualles.

Así que ella había escuchado correctamente.

– ¿Has ido alguna vez a Cornualles?

– Nunca. ¿Has estado tú?

Ella negó con la cabeza.

– He oído que es realmente dramático. Los acantilados y las olas derrumbándolos. Muy incivilizado.

– ¿Qué tan incivilizado podría ser, Belle? Ésta es Inglaterra, después de todo.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Vas a ir allí, a visitarlo?

– Supongo que debo. -Él golpeó ligeramente su dedo contra el muslo-. ¿Incivilizado, dices? Probablemente lo adoraré.

* * * * *

– Espero que él odie estar aquí, -dijo Henrietta Barrett, tomando un feroz mordisco a su manzana-. Espero que realmente destete este lugar.

– Ya, ya, Henry, esa actitud no es propia de ti, no es muy caritativo de tu parte. -Le dijo escandalizada la señora Simpson, el ama de llaves de Stannage Park.

– No me siento tremendamente caritativa por el momento. He metido una buena cantidad de trabajo en Stannage Park.

Los ojos de Henry se enrojecieron tristemente. Había vivido en Cornualles desde los ocho años, cuando sus padres habían muerto en un accidente de carruaje en su ciudad natal de Manchester, dejándola huérfana y sin dinero. Viola, la esposa del barón, era la prima de su abuela y amablemente había acordado acogerla. Henry inmediatamente se había enamorado de Stannage Park, de la piedra pálida del edificio, las ventanas vibrantes, los grandes jardines.

Y así es que Cornualles se había convertido en su casa, más de lo que fue Manchester alguna vez. Viola se había entusiasmado por ella, y Carlyle, su marido, se convirtió en una distante figura paternal. Él no paso una buena cantidad de tiempo con ella, pero siempre tuvo una palmada acogedora en la cabeza lista cuando entraba en el vestíbulo. Cuando tuvo catorce, sin embargo, Viola murió, y Carlyle estaba muy afligido.

Apenas le interesaba el resto del mundo y se encerró en su despacho, dejando a un lado el control de la hacienda y la casa.

Henry inmediatamente entro en acción. Amaba tanto a Stannage Park y no iba dejar que se malograse, además, tenía ideas firmes de cómo debía ser manejada la propiedad.

Los pasados seis años ella había sido no sólo la señora de la heredad sino también el señor, universalmente aceptada como la persona a cargo. Y a ella le gustaba su vida simplemente así.

Pero Carlyle había muerto, la hacienda y la casa habían pasado rápidamente a algún primo lejano en Londres que probablemente era un petimetre. Él nunca había ido a Cornualles antes, pensó Henry, olvidándose convenientemente de que ella llegó allí sólo cuando murieron sus padres. Ella habia llegado alli doce años antes.

– ¿Cuál era su nombre? -preguntó otra vez la señora Simpson, mientras cogía la masa y empezaba hacer el pan.

– Duford o Dunford, -dijo Henry asqueada-. No quisieron darme su nombre de pila, Aunque supongo que no tiene importancia ahora que es Lord Stannage. Él probablemente insistirá en que usemos el título. La aristocracia usualmente lo hace.

– Hablas como si como no pertenecerías a esa clase, Henry. No pongas mala cara al caballero.

Henry suspiró y tomó otro mordisco de su manzana.

– Él probablemente me llamará Henrietta.

– Debería. Estás mayor para llamarte Henry.

– Tú me llamas Henry.

– Soy demasiado vieja para cambiar. Peor ya no eres una niña. Ha pasado el tiempo Y es preciso que encuentres un marido.

– ¿Y hacer qué? ¿Irme de Inglaterra? No quiero dejar Cornualles.

La señora Simpson sonrió, para señalar que Cornualles era ciertamente una parte de Inglaterra. Henry quería tanto la región que no podía pensar acerca de ella como perteneciente a un lugar mayor.

– Hay caballeros aquí en Cornualles, con los que te podrías casar, -le dijo-. Bastantes en los pueblos cercanos. Podrías casarse también con uno de ellos.

Henry se mofó.

– No hay nadie que me parezca atractivo y conoces a la gente de aquí, es simple. Además, nadie se casaría conmigo. No tengo uno chelín ahora que Stannage Park la tiene esté desconocido, todos ellos piensan soy un fenómeno hombruno.

– ¡Por supuesto que no lo hacen! -contestó rápidamente la señora Simpson-. Todo el mundo te admira.

– Ya sé-Henry contestó, girando sus ojos grises hacia la ventana-. Me admiran como si fuera un hombre, y por eso estoy agradecida. Pero los hombres no quieren casarse con otros hombres, sabes.

– Quizá si llevaras puesto un vestido…

Henry miró hacia sus gastados pantalones.

– Me pongo un vestido. Cuando es apropiado.

– No puedo imaginar cuándo fue eso, -bufó la señora Simpson-, desde que te conozco nunca te he visto en uno. Ni siquiera en la iglesia.

– Qué hecho tan afortunado para mí que el vicario sea un caballero muy liberal.

La señora Simpson dirigió una mirada sagaz hacia la joven.

– Qué hecho tan afortunado para ti, que al vicario le gusta el brandy francés que le envías una vez al mes.

Henry se hizo la sorda.

– Llevé un vestido para el entierro de Carlyle, si recuerdas. Para la fiesta del condado el año pasado. Y cada vez que recibimos a los invitados. Tengo al menos cinco en mi armario, muchas gracias. Oh, y también me los pongo cuando vamos al pueblo.

– No lo haces.

– Pues bien, puede ser que no para nuestra pequeña villa, pero lo hago cada vez que voy a algún otro pueblo. Pero cualquiera estaría de acuerdo que son de lo más imprácticos cuando reanudo mis actividades normales supervisando la hacienda. -Sin mencionar, pensó Henry torcidamente, que con ellos se veía terrible.