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A pesar de sí misma, Henry sonrió.

– Eres incorregible.

– Ser llamado incorregible por ti, es un cumplido.

– Sospecho que lo tomarás como un cumplido no importa lo que diga. -Ella intentó parecer enojada hasta gruñirle pero se traiciono y empezó a reír.

Él tomó su brazo y comenzó a caminar.

– Sabes, un día de estos me vas a matar de un disgusto, Henry.

Ella lo miró con incertidumbre. Nunca había contado entre sus logros la habilidad de manipular y peor, coquetear con el sexo contrario. Hasta Dunford, nunca había podido hacer a un hombre pensar acerca de ella como una mujer normal. Si él notó su expresión, no hizo comentarios sobre ella. Marcharon, Dunford haciendo preguntas acerca de cada negocio que encontraba. Él hizo una pausa delante de un pequeño restaurante.

– ¿Tienes hambre, Henry? ¿Es un buen salón de té?

– Nunca he ido.

– ¿No? -Él se asombró. En los doce años que ella había vivido en Cornualles, ¿nunca se había detenido para tomar té y pasteles?

– ¿No ibas con Viola?

– A Viola no le gustaba Truro. Ella siempre dijo que había demasiados nobles aquí.

– Hay algo de verdad en eso, -él estuvo de acuerdo, repentinamente empezó a mirar hacia un escaparate para evitar ser reconocido por un conocido de enfrente. Nada estropearía su paseo con ella, y menos tener que saludar a un conocido. No tenía el deseo de desviarse de su meta por una conversación intrascendente. Después de todo, había arrastrado a Henry aquí por una razón.

Henry se sorprendió por verlo muy interesado viendo una vidriera.

– No tenía idea que estabas interesado en cordón.

Él enfocó sus ojos y se dio cuenta de que parecía muy interesado en examinar las mercancías de una tienda que solo vendía cintas y cordones.

– Sí, bien, hay un gran número de cosas que no sabes acerca de mí, -él se quejó, esperando que ese comentario pusiera fin a la conversación.

Henry no estaba terriblemente animada por el hecho de que él fuera un experto en cordón. Probablemente lo utilizaba con todas sus amantes. Y ella no tuvo duda que había tenido algunas. ¿Quién era "amorcito" después de todo? Ella lo podría comprender, supuso. El hombre tenía veintinueve años. Uno no podría esperar que él hubiera vivido la vida de un monje. Y peor si era tan bien parecido como él. Ciertamente habría tenido su cuota de mujeres.

Ella suspiró abatidamente, repentinamente ansiosa de irse de la tienda que vendía cintas y cordones.

Pasaron al lado de una sombrearía, una librería, y una verdulería, en ese momento Dunford exclamó repentinamente:

– Ah, mira, Henry. Una casa de modas, lo que necesitaba.

Ella hizo una horrible mueca.

– Pienso que ahí hacen sólo ropa de señoras, Dunford.

– Excelente. -Él tiró de ella bruscamente y la arrastró al portal.

– Necesito comprarle un regalo a mi hermana.

– No sabía que tenías una hermana.

Él se encogió de hombros.

– ¿Creo que dije antes que hay una gran cantidad de cosas que no sabes acerca de mí?

Ella lo miró sarcástica.

– Esperaré afuera, entonces. Detesto las casas de modas.

Él no tuvo duda acerca de eso.

– Pero necesitaré tu ayuda, Henry. Tú tienes justo su tamaño y figura.

– Si no soy exactamente su tamaño, nada calzará correctamente. -Ella dio un paso atrás.

Él tomó su brazo, abrió la puerta, y la metió en la tienda.

– Es un peligro que estoy dispuesto a correr, -dijo él alegremente.

– Ah, hola, -Llamó a voces a la modista a través del cuarto-. Necesitamos comprarle un vestido o dos a mi hermana. -Él señalo a Henry.

– Pero no es…

– Quédate callada, bribona. Costará menos esfuerzo así.

Henry tuvo que estar de acuerdo que él, probablemente, tenía razón.

– Oh, está bien, -ella se quejó-. Supongo que esto lo hace uno por un amigo.

– Sí, -Dunford estuvo de acuerdo, mirando hacia ella con una expresión extraña-. Supongo que sí.

La costurera, rápidamente evaluando la obvia calidad y elegancia del traje de Dunford, acudió a sus lado muy amablemente.

– ¿Cómo le puedo ayudar? -inquirió.

– Me gustaría comprar algunos vestidos para mi hermana.

– Por supuesto.

Ella miró por encima de Henry, quien nunca había tenido más vergüenza de su apariencia que en ese momento. El vestido de día de color malva que llevaba puesto, era verdaderamente horrible, y no supo por qué Carlyle se lo había regalado. Ella recordó la ocasión en la que se lo dio. Él iba a Truro en viaje de negocios. Henry, dándose cuenta que no tenía ropa conforme a su edad le pidió que le comprara un vestido. Carlyle probablemente compró el primero que vio.

Pero se veía horrible vestida con él, y por la expresión de la modista, Henry podía ver que la mujer estaba de acuerdo. Había sabido que ese vestido no era correcto para ella en el minuto que lo había visto, pero lo necesitaba para viajar a esa cuidad. Ella odiaba mucho viajar a Truro, especialmente con esa espantosa prenda puesta. Se había obligado a creer que los vestidos solo tenían el propósito de cubrirla.

– ¿Por qué no vas por allí y miras algunos rollos de tela? -dijo Dunford, dándole un pequeño golpe en su espalda.

– Pero…

– Calla. -Él podía ver en sus ojos, que había estado a punto de señalar algo sobre su supuesta hermana-. Simplemente llévame la corriente y echa un vistazo.

– Como quieras. -Ella deambuló e inspeccionó las sedas y las muselinas. Oh, eran tan suaves. Precipitadamente las dejó. Era absurdo fantasear con telas bonitas cuando todo lo que necesitaba para su trabajo era telas fuertes para camisas y pantalones.

Dunford la observó cariñosamente manosear las telas y supo que había hecho lo correcto. Llevando aparte a la costurera, susurró:

– Temo que el guardarropa de mi hermana ha estado tristemente descuidado. Ella ha estado quedándosele con mi tía quién, aparentemente, no posee sentido de la moda.

La costurera asintió con la cabeza.

– ¿Tiene usted cualquier cosa que está lista para a llevar puesto hoy? Me gustaría librarme de esos horribles vestidos que lleva ahora. Puede usar sus medidas para hacer a unos cuantos más.

– Tengo unos pocos que rápidamente podría cambiar a las medidas de ella. De hecho hay uno allí mismo. -Ella señaló un vestido amarillo pálido de día, colgado en un maniquí de madera. Dunford estaba a punto de decidir qué haría, cuando vio la cara de Henry.

Ella clavaba los ojos en el vestido como una mujer muerta de hambre.

– Ese vestido será perfecto, -susurró enfáticamente. Entonces, en voz alta-: Henrietta, mi amor, ¿por qué no te pruebas, el vestido amarillo? La señora… -Él hizo una pausa, en espera que la costurera pudiera decir su nombre.

– Trimble, -dijo ella.

– … La Señora Trimble hará las alteraciones necesarias.

– ¿Estás seguro? -Henry preguntó.

– Mucho.

Ella no necesitó otra respuesta. La Señora Trimble rápidamente quitó el vestido del modelo e hizo una señal para que Henry la siguiera a la trastienda. Mientras estaban ahí, Dunford ociosamente examinó las telas en exhibición. El amarillo pálido se vería bien en Henry, decidió.

Cogió un rollo de tela azul brillante. Este color también podría sentarle bien. Él no estaba seguro. Nunca había hecho esta clase de cosas antes y no tenía ni idea de que hacer. Siempre había asumido que las mujeres, de alguna forma, sabían que ponerse. Asumió que sus buenas amigas Belle y Emma fueron siempre totalmente rechazadas, por su forma de ser inteligente, abierta y sincera.

Pero ahora él se percató que siempre se vieron muy elegantes, porque habían sido enseñadas a cómo vestirse por la madre de Belle, quien invariablemente había sido un epítome de elegancia y clase. La pobre Henry no había tenido a nadie para guiarla en tales materias. Nadie para enseñarle simplemente cómo ser una chica. Y ciertamente nadie para enseñarle cómo ser una mujer elegante.