– ¡Ay! Dunford, por favor, -imploró ella-. Me lastimas.
Él relajó ligeramente su agarre, pero la preocupación nunca dejó su voz.
– Tú palabra.
Sus ojos buscaron su rostro, intentando ver el sentido de esto. Un músculo avanzaba a brincos espasmódicamente a lo largo de un lado de su garganta. Estaba furioso, mucho más de lo que ella lo había visto cuándo tuvieron esa discusión en la porqueriza. Ella sintió que se contenía para no explotar. Intentó hablar, pero sus palabras salieron en un susurro.
– Una vez me dijiste que sabría cuanto estés realmente enojado.
– Tú palabra.
– Estás enojado ahora.
– Tú palabra, Henry.
– Si significa, tanto para ti…
– Tú palabra.
– Yo te juro, -dijo, mirándolo con sus ojos grises algo confundidos-. Juro que no entraré en la colmena otra vez.
Tomó algunos momentos, pero eventualmente su respiración volvió a la normalidad, y él se sintió capaz de aflojar su agarre a sus hombros.
– ¿Dunford?
Él no supo por qué lo hizo. El Señor sabe que no había tenido la intención de hacerlo, aún no había pensado por qué había querido hacerlo hasta que ella dijo su nombre en esa suave voz temblorosa, y algo en su interior se rompió. La abrazo fuertemente, murmurando su nombre repetidas veces, mientras acariciaba su pelo.
– Oh, Dios mío, Henry, -dijo roncamente-. No me asustes así otra vez, ¿entiendes?
Ella no comprendió nada, excepto que él la sujetaba muy estrechamente. Fue algo que no pensó que pasaría nunca, ni en sus más ambiciosos sueños. Asintió con la cabeza en contra de su pecho, cualquier cosa para mantenerle sujetándola así. La fuerza de sus brazos era impresionante, su olor embriagador, y el simple sentimiento de que por un breve momento era posible ser amada por él, fue suficiente para llenarla por el resto de sus días.
Dunford luchó por saber la razón de su reacción tan violenta. Su cerebro intentó sostener la opinión de que ella nunca había estado realmente dentro de cualquier peligro, obviamente sabía lo que hacia. Él lo comprendió, pero su corazón, su alma, su cuerpo reaccionó de otra manera, gritando. Había sido cautivado por un miedo destructivo, mucho peor que cualquier cosa que alguna vez había sentido en los campos de batalla de la Península. Entonces repentinamente se percató que la sujetaba mucho, más más más cerca que lo que era correcto. Y lo imperdonable de ello era que no quería dejar de abrazarla.
Él la quería cerca. Ese deseo lo hizo enfriarse y soltarla repentinamente. Henry merecía algo mejor que un coqueteo, y esperaba ser lo suficientemente hombre para mantener bajo control sus deseos. No era la primera vez que había querido a una señorita correcta, y probablemente no sería lo última. La diferencia entre él y los tunantes de sociedad, sin embargo, era que no veía a las jóvenes vírgenes como un deporte. No iba a empezar con Henry.
– No hagas eso otra vez, -dijo él abruptamente, no sabiendo si la brusquedad en su voz iba dirigida a sí mismo o en ella.
– No lo haré. Te di mi promesa. -Él asintió con la cabeza lacónicamente-Regresemos. -Dijo, mientras Henry miró hacia abajo al panal olvidado.
– Vamos… presta atención, nunca más lo vuelvas hacer.
Ella dudó de si él querría el sabor de la miel ahora. Miró sus dedos, todavía pegajosos. No pudo hacer nada más que lamerlos por completo.
El silencio era apabullante cuando recorrieron la longitud del límite este de Stannage Park. Henry pensó acerca de mil cosas que decirle, mil cosas que hacer, quiso enfrentarse a él, pero al fin le faltó el coraje para abrir la boca. No le gustó esa nueva tensión. Los días anteriores se había sentido completamente cómoda con él. Podía decir cualquier cosa, y él no se reía, a menos que por supuesto que fuese una broma. Ella podría mostrarse tal como es, y a él todavía le gustaba ella.
Pero ahora él parecía un desconocido, oscuro y adusto, y ella se sintió tan torpe y tímida para hablar como cuando iba a Truro. Sin embargo la última vez que fue allá él le había comprado el vestido amarillo.
Ella le echó una mirada furtiva. Él fue tan amable. Al cuidarla un poco. No se habría puesto tan alterado por lo de la colmena si no se preocupara de ella.
Alcanzaron al fin el norte del borde este, y Henry finalmente rompió el silencio.
– Por aquí podemos ir a la zona oeste de la propiedad, -dijo, señalando un gran roble.
– Supongo que hay una colmena en aquél árbol, también, -dijo él, esperando que hubiera logrado inyectar algo de humor en su voz para relajarla. Se dio la vuelta. Henry se chupaba los dedos. El deseo se desarrolló, propagándose rápidamente por el resto de su cuerpo.
– ¿Qué? Oh, no. No, no hay. -Ella sonrió vacilante en su dirección, pidiéndole en silencio volver a la normalidad de su amistad. O si no, que él la sujetase otra vez porque ella nunca se había sentido tan segura y amada, como cuando estuvo en sus brazos.
Dieron la vuelta a la izquierda y comenzaron a caminar por el borde norte.
– Esta cordillera marca el límite de la propiedad, -aclaró-. Corre por toda el feudo. El borde del norte es en verdad pequeño, menos de una media milla, creo.
Dunford miró hacia el campo. Su tierra, pensó con orgullo. Era bella, cambiante y verde.
– ¿Dónde viven los arrendatarios?
– Adelante, al otro lado de la casa. Todos por lo general viven al sudoeste de la propiedad. Veremos sus casas al final de nuestro paseo.
– ¿Entonces qué es eso? -Él apuntó hacia una casa de paja, casi destruida.
– Oh, está abandona. Desde antes que viviera aquí".
– ¿Exploramos? -Él le sonrió, y Henry casi se convence de que la escena del árbol nunca había ocurrido.
– Vamos, -dijo ella alegremente-. Nunca he estado dentro.
– Me cuesta esfuerzo que creer que hay alguna parte de Stannage Park que no hayas conocido, calificado, y remodelado.
Ella sonrió tímidamente.
– Nunca entré cuando era niña porque Simpy me dijo que estaba embrujada.
– ¿Y la creíste?
– Era muy pequeña. Y después… no sé. Es difícil quebrantar viejos hábitos, supongo. No hubo ninguna razón para entrar.
– Quieres decir que tienes todavía miedo, -él dijo, con sus ojos brillando intermitentemente.
– Claro que no. Dije que entraría, ¿verdad?
– Pase, entonces, mi señora.
– ¡Lo haré! -Ella marchó a través del campo abierto y se detuvo cuando alcanzó la puerta de la casa de campo.
– ¿No vas a entrar?
– ¿No sin ti? -Ella devolvió la broma.
– Pensé que marcarías el paso.
– Quizá tu tienes miedo, -le desafió.
– Aterrado, -dijo él, su sonrisa era tan asimétrica, que estaba segura que era una broma.
Ella empezó a mirar hacia él, con su manos en sus caderas.
– Todos debemos aprender a afrontar nuestros miedos.
– Exactamente, -dijo él suavemente-. Abre la puerta, Henry.
Aspiró profundamente, preguntándose por qué era tan difícil. Supuso que los miedos de infancia se quedaron con ella por mucho tiempo en la edad adulta. Finalmente empujó la puerta y miró dentro.
– ¡ Qué, miras!" -Ella exclamó con admiración-. Alguien debe haber amado esta casa muchísimo.
Dunford siguió hacia dentro y miró alrededor. La parte de dentro estaba sucia, llena de polvo, un testimonio de los años en desuso, pero la casa todavía lograba retener cierta cualidad de hogar. En la cama había una colcha de brillante colorido, desteñida un poco por la edad, pero todavía alegre. Algunos objetos sentimentales adornaban unos estantes, de una de las paredes estaba colgado un dibujo que sólo un niño pudo haber hecho.
– Me pregunto lo que les sucedió, -susurró Henry-. Obviamente hubo una familia aquí.
– La enfermedad quizá, -Dunford sugirió-. No es raro que una enfermedad pueda matar a un pueblo entero, mucho menos una familia.