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Él vertió un vaso de brandy y se lo ofreció.

– Henry, -dijo. Se aclaró la voz antes de continuar-. Esta tarde…

Ella apretó el vaso que tenía en la mano tan fuerte que estaba asombrada que no se hiciera pedazos. Abrió su boca para hablar, pero no pudo decir nada. Tragó, intentando mojar su garganta. Para sentirse como sí misma otra vez. Finalmente logró decir:

– ¿Sí?

Él tosió otra vez.

– Nunca debería haberme comportado como lo hice. Yo… ah… me comporté incorrectamente, y me disculpo.

– Réstale importancia, -contestó ella, intentando arduamente sonar despreocupada-. No fue nada.

Él frunció el ceño. Ciertamente había sido su intención poner el beso en el pasado – él había sido ocho diferentes tipos rufián. Por pensar aprovecharse de ella – pero estaba raramente desilusionado de que ella tuviera la intención de desentenderse del asunto completamente.

– Eso probablemente sea lo mejor. -Él se volvió a aclarar la voz- Supongo.

– Dime, ¿está mal tu garganta? Simpy hace un remedio casero excelente. Estoy segura de que ella podría…

– Nada esta mal en mi garganta. Es simplemente una nimiedad… -Él buscaba una palabra para expresar lo que sentía-… es que me incómoda. Eso es todo.

– Oh. -Ella sonrió débilmente.

Era más fácil intentar ser de ayuda que ocuparse del hecho que él se había decepcionado por su beso. O tal vez se había desilusionado porque ella dejo de besarlo. Frunció el ceño. Sin duda alguna él no pensó que ella era el tipo de mujer que haría… ni siquiera podía completar el pensamiento. Mirando hacia el rostro de él nerviosamente, abrió su boca, y sus palabras salieron de forma violenta.

– Estoy segura de que estas en lo correcto. Es mejor, supongo, olvidarse de todo, porque el asunto es que, no quisiera pienses que yo… bien, que soy mmm el tipo de mujer que…

– No lo pienso -él la acalló con voz insólitamente brusca.

Ella lanzó un gran suspiro de alivio.

– Oh, bien. No sé de qué, realmente, tengo miedo.

Dunford supo exactamente qué le ocurría a ella, y supo que era totalmente su falta.

– Henry, no te preocupes…

– ¡Pero me preocupo! Verás, no quiero echar a perder nuestra amistad, y… ¿seguimos siendo amigos, verdad?

– Por supuesto. -Él se ofendió que aún lo preguntara.

– Sé que me adelanto, pero no quiero perderle. A mi en realidad me gusta tenerte como amigo, y la verdad es -Dejó escapar una risa sofocada-. La verdad es, que tú eres precisamente el único amigo que tengo, además de Simpy, pero realmente no es lo mismo, y…

– ¡Suficiente!

Él no podía soportar oír su voz quebradiza, oír la soledad de ella en cada palabra. Henry siempre había pensado que su vida en Stannage Park era perfecta, le había dicho eso en numerosas ocasiones. Pero no se percató de que había un mundo fuera de los limites de Cornualles, un mundo de fiestas y bailes y… Amigos.

Él colocó sobre la mesa su copa de brandy y cruzó el cuarto, conducido simplemente por la necesidad de confortarla.

– No hables así. -Dijo, sorprendido por la severidad de su voz. Tiró de ella en un abrazo cariñoso, apoyando su barbilla sobre la parte superior de su cabeza-. Siempre seré tu amigo, Henry. Pase lo que pase.

– ¿De verdad?

– De verdad. ¿Por qué no iba a serlo?

– No sé. -Ella se apartó lo suficiente para ver su cara-. Un montón de gente parece encontrar muchas razones.

– Cierra la boca, bribona. Eres graciosa, pero ciertamente muy amable no eres.

Ella hizo una mueca.

– Qué hermosa forma de expresarlo.

Él soltó una carcajada cuando la dejó apartarse.

– Y eso, mi estimada Henry, es exactamente por lo qué se te condena.

* * * * *

Dunford se preparaba para dormir más tarde esa noche cuando Yates golpeteó a su puerta. Era usual que los sirvientes entrasen en cuartos sin llamar, pero él siempre había encontrado esa costumbre especialmente poco atractiva, cuando llegaron a la nueva propiedad instruyo a los sirvientes Stannage Park consecuentemente.

Después de la respuesta de Dunford, Yates entró en el cuarto, llevando un sobre más bien grande.

– Esto llegó de Londres hoy, Su Señoría. Lo coloqué en el escritorio en su estudio, pero…

– Pero no entré en mi estudio hoy, -Dunford terminó por él. Tomó el sobre de la mano de Yates-. Gracias por subirlo. Pienso que es el testamento de Lord Stannage. He estado deseando leerlo.

Yates asintió con la cabeza y salió del cuarto.

Demasiado perezoso para levantarse a encontrar un abrecartas, Dunford deslizó su dedo índice debajo del alerón del sobre y rasgó el lacre. El testamento de Carlyle, lo que él había esperado. Buscó en el documento el nombre de Henry, podría leer el resto del largo documento al día siguiente. Por ahora su preocupación principal era que había previsto Carlyle para su pupila.

Él vio la tercera página antes que las palabras "Para Henrietta Barrett" saltó fuera de sí con absoluta sorpresa absoluta, al ver su nombre.

La mandíbula de Dunford cayó. Él era el tutor legal de Henry.

Henry era su pupila.

– Qué he hecho -Dios mío, él era uno de esos aborrecibles hombres que se aprovechaban de sus pupilas. Conocía las murmuraciones sobre hombres viejos lascivos que habían seducido a sus pupilas y luego las habían dejado al mejor postor. Si él había sentido vergüenza sobre su comportamiento en la tarde, la emoción que ahora tenía, se triplicó-. Oh, Dios mío, -susurró-. Oh, Mi Dios.

– ¿Por qué ella no se le dijo?

– ¡Henry! -Bramó.

¿Por qué no se lo había dicho ella?

Se levantó de un salto y agarró su bata.

– ¡Henry!

¿Por qué no se lo dijo ella?

Para cuando llego al pasillo, Henry ya estaba allí, su figura delgada envuelta en una bata de noche descolorida de color verde.

– Dunford, -dijo ansiosamente-. ¿Qué está mal?

– ¡Esto! -Él prácticamente le empujó los documentos en su cara-. ¡Toma!

– ¿Qué? ¿Qué es esto? Dunford, no puedo decir lo que estos escritos son cuando los pones encima de mi rostro.

– Es el testamento de Carlyle, Srta. Barrett, -gruñó-. En el que me nombra tu único tutor.

Ella parpadeó.

– ¿Y?

– Eso te hace mi pupila.

Henry clavó los ojos en él como si una porción de su cerebro acababa de volar fuera de su oreja.

– Sí, -dijo tranquila-, por lo general funciona así.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Decirte qué? -Henry miró de un lado al otro-. Dunford, creo que no necesitamos tener esta discusión en mitad del pasillo.

– ¿El pasillo?

Él dio media vuelta y caminó al cuarto indicándole que le siguiera. Ella corrió tras de él, sin estar segura que fuera aconsejable ir a su dormitorio, estando los dos solos. Pero la alternativa era discutir en el pasillo, y eso decididamente era poco atractivo.

Él cerró la puerta firmemente, entonces se volvió contra ella otra vez.

– ¿Por qué? -preguntó, su voz contenía apenas rabia él controló furia-, no entiendo.

– ¿Qué yo sea tu pupila? Pensé que lo sabías.

– ¿Pensaste que lo sabia?

– Pues bien, ¿por qué no lo sabias?

Él abrió su boca, luego la cerró. Caramba, la jovenzuela tiene un buen punto. ¿Por qué no lo supo él?

– Pero debías habérmelo dicho, -él masculló.

– Quisiera que fuera un sueño que no lo supieras.

– Oh, Dios mío, Henry, -él gimió-. Oh, Dios Mío. Esto es un desastre.

– Bien, -ella se erizó-, no soy tan terrible.

Él la miró irritado.

– Henry, te besé esta tarde. Te he besado. ¿Entiendes lo que significa?