– ¡Ja! -Gruño. A él no iba resultarle fácil de eso. No podría aprender a hacer todas esas cosas aún si quisiese. Con ella renuente, era imposible. Su estómago se expresó con un gruñido impacientemente, tan pronto Henry se puso sus botas y se abrió paso hasta el cuarto del desayuno. Se sorprendió de ver que Dunford estaba ya allí; Se había levantado excepcionalmente temprano, y él era una de las pocas personas que conocía que era menos madrugadora que ella.
Sus ojos inspeccionaron su traje cuando se sentó, pero ella no podía discernir aún un parpadeo de emoción en sus profundidades chocolate.
– ¿Una tostada? -Él dijo insípidamente, tendiendo una bandeja.
Ella tomó una de la bandeja y la colocó en el plato frente a ella.
– ¿Mermelada? -Él tendió una cazuela de algo rojo. Frambuesa, pensó Henry distraídamente, o tal vez grosella. Realmente no le importaba el sabor, y comenzó a untarlo a su tostada.
– ¿Huevos?
Henry colocó sobre la mesa el cuchillo y colocó algunos huevos revueltos en su plato.
– ¿Té?
– ¡¿Qué te mueve a hacer esto?! -Le dijo precipitadamente.
– Simplemente ser servicial es difícil que lo creas de mi, -él se quejó, dando discretamente toques ligeros en la esquina de su boca con una servilleta.
– Puedo alimentarme, sola Su Señoría, -dijo ella en voz alta, alcanzando de modo inelegante a través de la mesa un plato de tocino.
Él sonrió y tomó otro mordisco de su comida, consciente del hecho de que la incomodaba y disfrutando de eso inmensamente. Estaba molesta, le ofendía que él pensara que era su responsabilidad. No le gustó su actitud de posesión.
Dunford más bien dudó que alguien le hubiera dicho alguna vez a ella qué hacer en toda su vida. De lo que había escuchado acerca de Carlyle, el hombre le había dado una cantidad indecente de libertad. Y Aunque estaba seguro que ella nunca lo admitiría, Dunford tuvo el presentimiento que Henry estaba un poco molesta porque él no había pensado en su reputación hasta ahora.
En cuanto a eso, Dunford reflexionó resignadamente, era culpable. Se divertía tanto enterándose del funcionamiento de su nueva hacienda que no le había dedicado un pensamiento al estatus de soltera de su compañera. El comportamiento de Henry era diferente a cualquier persona que había cocido era, inaudito, no había otra palabra, no se le ocurrió que ella estaba (o debería estar) atada por las mismas reglas y convenciones como las otras señoritas que había conocido.
Cuando esos pensamientos atravesaron su mente, él comenzó a golpear ligeramente su tenedor distraídamente en contra de la mesa. El sonido monótono siguió hasta que Henry miró hacia arriba, su expresión decía que estaba absolutamente convencida que su propósito exclusivo en la vida era fastidiarla.
– Henry, -dijo en lo que él esperó fuera su tono más afable-. He estado pensando.
– ¿Has pensado? Eres tan extraordinario.
– Henry… -Su voz tenía un aire inconfundible de advertencia.
Que ella ignoró.
– Siempre he admirado a un hombre que trata de ensanchar su mente. Pensar es un buen punto de partida, Aunque te podrías cansar…
– Henry.
Esta vez ella se calló.
– Pensaba… -Hizo una pausa, como para desafiarla a que hiciera un comentario. Cuando ella sabiamente no lo hizo, continuó-. Me gustaría salir con destino a Londres. Esta tarde, pienso.
Henry sintió un nudo inexplicable en estomago, una de tristeza que se extendía hasta su garganta. ¿Se iba? Era cierto que estaba molesta con él, más aún, enojada, pero no quería que se fuera. Se había acostumbrado a tenerle alrededor suyo.
– Tú vienes con conmigo.
Durante el resto de su vida Dunford recordaría la expresión en su rostro. El asombro no se podía describir. Ni el horror. Ni el desaliento, ni la furia ni la exasperación. Finalmente ella balbuceó:
– ¿Estas loco?
– Esa es una posibilidad bien definida.
– No voy a Londres.
– Yo digo que sí.
– ¿Qué haría en Londres? -Ella alzó sus brazos-. Y aún más importantemente, ¿quién ocupará mi lugar aquí?
– Estoy seguro que podemos encontrar a alguien. ¿No hay buenos sirvientes en Stannage Park? Después de todo, tu los entrenaste.
Henry eligió ignorar que él acababa de darle un cumplido.
– No voy a Londres.
– No tienes opciones. -Su voz era engañosamente suave.
– ¿Desde cuándo?
– Desde que me convertí en tu tutor.
Ella lo miró furiosamente. Él tomó un sorbo de su café y evaluó el borde de su taza.
– Sugiero que te vistas con uno de tus nuevos trajes antes de que nos vayamos.
– Ya te lo he dicho, no voy.
– No me presiones, Henry.
– ¡¿No me presiones?! -Dijo ella precipitadamente-. ¿Por qué no me llevas a la fuerza a Londres? ¡ No quiero ir! ¿No cuentan mis sentimientos para nada?
– Henry, nunca has ido a Londres.
– Hay millones de personas en este mundo, Su Señoría, que viven perfectamente felices sin haber puesto nunca un pie en la capital de nuestra nación. Le reconforto soy una de ellos.
– Si no te gusta aquello, puedes regresar.
Ella más bien dudó de eso. Ciertamente la colocaba en contarle algunas mentiras blancas a él o obligarla a doblegarse a su voluntad. Ella se decidió probar una táctica diferente.
– Llevarme a Londres no va a solucionar el dilema de mi custodia, -dijo, intentando sonar sensata-. De hecho, quedarme aquí es la mejor solución. Todo quedara de la misma la forma que era antes de que llegaras.
Dunford suspiró cansadamente.
– Henry, dime por qué no quieres ir a Londres.
– Estoy demasiado ocupada aquí.
– La razón auténtica, Henry.
Ella atrapó su labio inferior entre sus dientes.
– Yo simplemente… sólo pienso que no disfrutaría. Estar en los bailes y reuniones y esas cosas. No es para mí.
– ¿Cómo sabes eso si nunca has ido?
– ¡Mírame! -Ella exclamó controlando su furia-. Simplemente mírame. -Se levantó e indicó su atavío-. Quieres que se rían indiscriminadamente de mí en los salones.
– Nada que un vestido no arregle. ¿No llegaron dos de ellos precisamente esta mañana?
– ¡No te burles de mí! Es mucho más profundo que eso. ¡No es sólo mi ropa, Dunford, soy yo! -Le dio una patada a su silla, frustrada y se acercó a la ventana. Respiró hondo intentando calmar los latidos de su corazón, pero no pareció surtir efecto. Finalmente dijo en una voz muy baja-, ¿piensas que te divertirás con tus amigos de Londres? ¿Es eso? Tengo pocas ganas de convertirme en algún tipo de entretenimiento en una función de fenómenos. ¿Tú vas a…?
Él se movió veloz y silenciosamente, ella no se percató que él había cambiado de lugar hasta que sus manos estaban sobre ella, haciéndola girar para afrontarle.
– Creo que te dije anoche que no vuelvas a referirme a ti misma como un fenómeno.
– ¡Pero eso es lo que soy! -Henry estaba avergonzada porque su voz temblaba y había huellas de lágrimas en sus mejillas, e intentó zafarse de su agarre. Si tenía que actuar como una débil tonta, ¿no la podría dejar él hacerlo en privado?
Pero Dunford se mantuvo firme en la postura.
– ¿No lo ves, Henry? -Él dijo, con voz conmovida-. Por esto es que te llevo a Londres. Para probarte que no eres un fenómeno, eres una mujer preciosa y deseable, y cualquier hombre se enorgullecería de llamarte suya.
Ella clavó los ojos en él, apenas podía digerir sus palabras.
– Y cualquier mujer, -continuó él suavemente-, se enorgullecería de llamarte su amiga.
– No lo puedo hacer, -susurró ella.
– Por supuesto que puedes. Si te lo propones. -Él dejó salir una risa ahogada-. Algunas veces, Henry, creo que puedes hacer cualquier cosa.