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– Bien, te pondrás uno cuándo el Sr. Dunford llegue.

– No estoy completamente loca como una cabra, señora Simpy. -Henry lanzó el corazón de la manzana a través de la cocina a un cubo pequeño, que se derramó por lo lleno que estaba. Dejó salir un grito de orgullo-. No he perdido al cubo en meses.

La señora Simpson cabeceó.

– Si sólo alguien te enseñara cómo ser una chica.

– Viola quiso hacerlo, -Henry contestó descaradamente-, y podría haber tenido éxito si hubiera vivido más tiempo. Pero la verdad es, me gusta mucho ser como soy.

La mayoría de las veces al menos, pensó. De vez en cuando, veía a una bella señora en un primoroso traje de noche que le parecía hermoso y le daba celos. Tales mujeres no tenían pies y eran irreales, Henry decidió que deberían tener ruedas para poder deslizarse en ellos, mientras las miraban una docena de hombres entontecidos. Tristemente clavaba los ojos en ese cortejo, imaginándolos soñando tras ella. Entonces se reía.

Ese sueño particular no tenia probabilidad de hacerse realidad, ¿y además, a ella le gustaba su vida simplemente como estaba, verdad?

– ¿Henry? -La señora Simpson la sacó de su ensoñación-. Henry, hablaba contigo.

– ¿Hmmm? -Henry parpadeó saliendo de su fantasía-. Oh, lo siento, estaba pensando acerca de lo que tenemos que hacer con las vacas, -mintió-, no estoy segura de que tengamos espacio suficiente para todas ellas.

– Deberías estar pensando acerca de qué hacer cuando el Sr. Dunford llegue. ¿ Él envió una nota que sería esta tarde, no?

– Sí, así es.

– ¡Henry! -le reprochó la señora Simpson.

Henry negó con la cabeza y afirmó.

– Si acaso alguna vez hubo un tiempo para maldecir, es ahora, Simpy. ¿Qué ocurre si él quiere interesarse en Stannage Park? ¿O peor… si se le ocurre asumir el mando?

– Si lo hace, será su derecho. Él es el dueño, sabes.

– Si, lo sé. Es tan terrible.

La Señora Simpson mezcló la masa, le dio forma de una barra de pan y la colocó aparte para levantarse. Limpiándose las manos, dijo:

– Tal vez venderá. Si la vendiese a una persona del pueblo, no tendrías nada por lo que preocuparte. Todo el mundo allí sabe que manejas a la perfección Stannage Park.

Henry saltó del mueble en que estaba encaramada, plantó las manos en sus caderas, y comenzó a caminar por la cocina.

– Él no puede vender. Está vinculado al título. Si no lo estuviese, el Sr. Carlyle me lo hubiera dejado.

– Oh. Bien, entonces vas a tener que esmerarte en llevarte bien con el Sr. Dunford.

– Ese hombre es Lord Stannage ahora, -Henry gimió-. Válgame Dios… El barón Stannage… él es el dueño de mi casa y él que va a decidir mi futuro.

– ¿Eso te aterra?

– Quiero decir que él es mi guardián, mi tutor.

– ¿Qué? -la señora Simpson dejó caer su rodillo de pastelero.

– Soy su pupila.

– Pero… Pero eso es imposible. Aún no conoces al hombre.

Henry se encogió de hombros.

– Son costumbres, Simpy. Las mujeres no tienen mucha materia gris, sabes. Necesitamos guardianes que nos guíen.

– No puedo creer que no me lo contaras.

– No te digo todo, ¿sabes?

– Casi, -bufó la señora Simpson.

Henry sonrió tímidamente. Era cierto que ella y el ama de llaves estaban más unidas de lo que uno esperaría. Distraídamente hizo girar los dedos sobre su larga cabellera de color castaño, una de sus pocas concesiones de vanidad. Habría sido más práctico cortarse el pelo, pero era grueso y suave, Henry no podría soportar separarse de él. Además, tenía el hábito de enroscarlo alrededor de sus dedos, mientras le daba vueltas a algún problema difícil, como estaba haciendo en esos momentos.

– ¡Espera un momento! -exclamó.

– ¿Qué?

– Él no puede vender el lugar, pero eso no quiere decir que tenga que vivir aquí.

La señora Simpson entrecerró los ojos.

– No comprendo que significa eso, Henry.

– Sólo tenemos que asegurarnos de que él absoluta y positivamente no quiera vivir aquí. No debe ser muy difícil. Probablemente es uno de esos tipos londinenses debiluchos. Pero ciertamente no podría ser difícil hacerlo sentir incómodo.

– ¿Qué diantres piensas, hacer Henrietta Barrett? ¿Ensuciar la habitación del pobre hombre, cambiarle de colchón?

– Nada tan burdo, te aseguro, -Henry se mofó-. Le mostraremos nuestra hospitalidad. Seremos la cortesía personificada, pero pondremos empeño en señalar que él no nació para la vida rural. Podría aprender a apreciar el papel de propietario ausente. Especialmente si le envío ganancias trimestrales.

– Pensé que inviertes las ganancias en la hacienda.

– Lo hago, pero sólo tendré que dividirlas por la mitad. Enviaré la mitad al nuevo Lord Stannage y reinvertiré el resto aquí. No me gustará hacerlo, pero será mejor que tenerle aquí.

La señora Simpson meneó la cabeza.

– ¿Qué exactamente piensas hacerle?

Henry hizo girar su dedo en el pelo.

– No estoy segura. Tendré que pensarlo un poco.

La señora Simpson miró el reloj.

– Mejor piensa rápido, porque estará aquí dentro de una hora.

Henry caminó hacia la puerta.

– Será mejor que me asee.

– Si no quieres conocerle oliendo a campo, -replicó la señora Simpson-. Y no a la parte con flores querida, tú sabes lo que quiero decir.

Henry le mostró una sonrisa abierta descarada.

– ¿Tendrás preparado el baño para mí? -Ante la inclinación de cabeza del ama de llaves, ella corrió arriba de la escalera de servicio. La señora Simpson estaba en lo correcto: olía bastante mal. ¿Pero, qué podría esperarse después de una mañana supervisando la construcción de la porqueriza nueva?

Había sido trabajo arduo, pero Henry había estado dispuesta, con mucho gusto a hacerlo -mejor dicho, admitió para sí misma, supervisarlo-. Meterse hasta las rodillas en el lodo y estiércol, no era exactamente un paseo.

Se detuvo repentinamente en las escaleras, con sus ojos iluminándose. No será un paseo, pero le vendría de maravilla al nuevo Lord Stannage. Ella aún podía involucrarse más activamente en el proyecto si ello significase convencer a ese tipo Dunford de irse, como hacían lo señores de su clase todo el tiempo.

Sintiéndose muy entusiasmada, saltó el resto de escalones que le hacían falta para llegar a su dormitorio. Varios minutos después, delante de la bañera llena, empezó a cepillarse el cabello y caminó hacia la ventana teniendo cuidado en cerrarla. Lo tenía estirado hacia atrás en una coleta pero el viento lo había enmarañado. Desató la cinta; sería más fácil de lavarlo desenredándolo.

Al mismo tiempo que se cepillaba dirigía su mirada perdida a la entrada de la casa, mientras veía al sol comenzar a teñir de melocotón el cielo. Henry suspiró con amor. Nada ni nadie tenía el poder para sacarla de esas tierras.

Entonces algo arruinó ese perfecto momento, hubo un destelló en el horizonte. Oh, Dios mío, eso no podía ser… era el cristal de la ventana de un carruaje. Juró y estalló, Dios… llegaba temprano.

– El miserable estúpido, -masculló-. Estúpido desconsiderado.

Miró sobre su hombro. Su baño no estaba listo. Se acerco más a la ventana para ver el carruaje, miró con atención, mientras él bajaba. El coche era muy elegante. El Sr. Dunford debía ser un hombre con algunos ingresos antes de recibir su herencia de Stannage Park.

Eso o tenía amigos ricos dispuestos a prestarle un medio de transporte. Henry clavó los ojos en la escena imperturbable, cepillándose el pelo todo el tiempo. Dos lacayos salieron precipitadamente para descargar su equipaje. Sonrió con altanería. Él no se iba quedar mucho tiempo.

En ese momento se abrió la puerta del carruaje. Sin darse cuenta se acercó más a la ventana. Un pie emergió.