Él arqueó una ceja arrogantemente.
– ¿Me comparas con una oveja?
– ¡No! Claro que no, yo… -hizo una pausa, tragó convulsivamente, volvió a tragar otra vez-… yo…
– ¿Tú qué, Henry?
Ella no podría distinguir si su voz era fría helada, conmocionada por la incredulidad, o meramente divertida.
– Yo… uh… -Oh, Señor, esto tendría que pasar a la historia como el peor día de su vida, no, el peor minuto de su vida. Era una idiota. un cerebro de tocino. ¡Una tonta, una tonta, una tonta, una tonta, una tonta!-Yo… uh… imagino que tal vez debería ir a Londres. -Pero regreso a Cornualles tan pronto como puedo, se juró silenciosamente. Él no iba a destrozarla anímicamente sacándola de su casa.
– ¡Espléndido! -Él se levantó, viéndose soberanamente contento consigo mismo-. Le diré a mi ayuda de cámara que comience a hacer el equipaje inmediatamente. Le haré tomar en cuenta sobre tu ropa también. No veo ninguna razón para traer cualquier cosa aparte de los tres vestidos que compramos la semana pasada en Truro, ¿Qué crees?
Ella negó con la cabeza débilmente.
– Correcto. -Él se cruzó para la puerta-. Así que simplemente los vestidos que te dije, algunos artículos personales y cualquier objeto que desees traer, y ¿Henry?
Ella lo contempló confusa.
– Olvidaremos esta pequeña conversación, ¿verdad? Por menos el pedacito de la última parte.
Ella logró estirar sus labios en una sonrisa, pero realmente lo que quería hacer era arrojarle la jarra de brandy.
Capítulo 10
A las diez del día siguiente Henry ya estaba vestida, lista y esperando en la escalera. No le agradaba en particular haber acordado ir a Londres con Dunford, pero estaba condenada si no iba a comportarse con un poquito de dignidad. Si Dunford pensase que tendría que arrastrarla gritando y pataleando de la casa, estaba equivocado. Se había puesto su vestido verde nuevo y el gorrito que hacía juego, e incluso había logrado localizar un viejo par de guantes de Viola. Estaban un poco usados, pero resolvieron su problema, y Henry se encontró con que en verdad le gustaba la percepción de la lana, suave y fina, en sus manos.
El gorrito, sin embargo, era completamente otra historia. Le picaba las orejas, bloqueaba su visión periférica, y era en general una molestia. Tomó toda su paciencia, la cuál, reconocidamente, no era mucha, para no desgarrar la maldita cosa de su cabeza.
Dunford llegó algunos minutos más tarde y le dedicó una aprobatoria inclinación de cabeza.
– Te ves preciosa, Henry.
Ella sonrió sus gracias pero optó por no creer demasiado su cumplido. Sonó como al tipo de cosa que él automáticamente decía a cualquier mujer de su alrededor.
– ¿Es eso todo lo que tienes? -Le preguntó.
Henry miró a su escasa maleta de mano y asintió con la cabeza. Aún no tenía lo suficiente para llenarla totalmente. Solamente sus vestidos nuevos y algunas de sus viejas ropas de hombre. No era que ella pensase que fuera a necesitar pantalones y una chaqueta en Londres, pero una nunca podría estar segura.
– No importa. Rectificaremos eso pronto.
Subieron al carruaje y comenzaron el camino. Henry atrapó su gorrito en el marco de la puerta cuando entraba, una circunstancia que causó que farfullara descortés. Dunford pensó que la oyó decir,
– Maldito gorro, estúpido sombrero.
Pero no pudo estar seguro. De una u otra manera, él iba a tener que advertirle que reprimiera su lengua una vez que llegaran a Londres.
No obstante, él no podía resistir a hacerle bromas acerca de eso, y con una cara asombrosamente seria le dijo,
– ¿Hay una abeja en tu gorrito?
Henry se volvió contra él con un resplandor asesino.
– Es un aparato atroz, -dijo vehementemente, tirando bruscamente del pedazo de tela que cubría su cabeza-. No sirve para ningún propósito no importa lo que puedo deducir.
– Creo sirve para conservar el sol fuera de tu cara.
Ella le miró clara expresivamente diciendo,
– Me dices algo que yo no sé.
Dunford no tenia ni idea cómo logró no reírse.
– "A ti te pueden llegar a gustar ellos eventualmente, -le dijo suavemente-.A la mayoría de señoras no parece gustarles el sol en su cara.
– No soy como la mayoría de señoras, -ella replicó-.Y he prescindido muy bien de un gorrito durante años, gracias.
– Y tienes pecas.
– ¡No tengo!
– Si tienes. Aquí mismo. -Él tocó su nariz y siguió a lo largo de su pómulo-. Y aquí.
– Debes estar equivocado.
– Ah, Hen, no te puedo decir cuánto me gusta encontrar que tienes un poquito de vanidad femenina dentro de ti después de todo.
– No soy vana, -protestó ella.
– No, le eres, -dijo solemnemente-. Es una de las cosas más preciosas de ti.
– ¿Puedo considerar eso como algún signo de admiración? – dijo Henry con un suspiro, pensado que ella se volvía tan engreída como él.
– Aún más -él continuó-, es bien gratificante verte tener unos cuantos fallos como el resto de nosotros, los humanos que comparten el planeta.
– Hombres, -Henry declaró firmemente-, son igual de vanos que las mujeres. Estoy segura de eso.
– Muy probablemente estés en lo correcto, -dijo él agradablemente.
– ¿Ahora, quieres darme ese gorrito? Lo pondré por aquí donde no se arrugue.
Ella le dio el gorro. Él lo giró en su mano antes de colocarlo abajo.
– La cosa más diabólica, pequeña y frágil que he visto.
– Obviamente fue inventado por hombres, -Henry dijo-, con el propósito exclusivo de hacer a las mujeres más dependiente de ellos. Bloquea completamente mi visión periférica. ¿Cómo una señora puede lograr terminar cualquier cosa que haga si no puede ver nada directamente? ¿O enfrente de ella?
Dunford sólo se rió y negó con la cabeza. Se sentaron en un silencio agradable alrededor de diez minutos, hasta que él suspiró y dijo:
– Es bueno estar en camino. Temí que tuviera que pelear contigo sobre Rufus.
– ¿Qué quieres decir?
– Estaba medio esperando que insistieras en traerlo con nosotros.
– No te hagas el tonto, -ella se mofó.
Él le sonrió alegremente en actitud amistosa.
– Ese conejo probablemente se masticaría mi casa entera.
– Me importa poco si él se comiera los inmencionables del Príncipe Regente. No traje a Rufus porque pensé que sería peligroso para él. Le puede ocurrir algún golpe en su cráneo, proporcionado por un gordo cocinero francés que probablemente le habría guisado en dos días.
Dunford se meció con risa silenciosa.
– Henry, -dijo, enjugándose las lágrimas-, por favor no pierdas tu marca distintiva de humor cuando llegues a Londres. Aunque, -añadió-, podrías encontrar prudente refrenarte de especular acerca de la ropa íntima de Prinny.
Henry no podía decir nada sino solo sonreír a cambio. Esperaba algo así de él, que quería asegurarse que ella pasase un buen rato, el miserable. Ella estaba tratando de estar de acuerdo con sus planes con alguna cantidad muy pequeña de dignidad, pero eso no quería decir que esperase pasar un buen rato. Él lo hacía muy difícil para ella, ya que no podía imaginarse como una mártir asediada.
Y, ciertamente, él lo dificultó realmente durante todo el día, sosteniendo una corriente interminable de charloteo acogedor. Señaló el paisaje de delante de forma que él, y Henry escucharon y observaron ávidamente. Ella no había estado fuera del sudoeste de Inglaterra hacía muchos años, no desde que quedó huérfana y se había mudado a Stannage Park. Viola la había llevado un breve día de fiesta a Devon una vez, pero más allá de eso, Henry no había puesto un pie fuera de Cornualles.