Una hermosa bota, Henry observó sus botas esperando que el calzado del hombre fuese igual a su actitud.
– Oh, por Dios, -masculló. Él no iba a ser un débil afeminado. Entonces el dueño de la pierna brincó fuera, y le vio en su totalidad.
Dejó caer su cepillo del pelo.
– Oh, Dios mío, -respiró.
Era bello. No, no bello, se corrigió, pues eso implicaba alguna suerte de calidad afeminada, y este hombre ciertamente no tenía nada de eso. Él era alto, con un cuerpo firmemente musculoso y hombros anchos. Su pelo era espeso y castaño, ligeramente más largo de lo que estaba de moda. Y su cara. Henry no pudo mirarlo muy bien, ya que estaba a catorce pies de altura, pero aún así podía ver que su cara era todo lo que un rostro debe ser. Los pómulos altos, su nariz derecha y enérgica, y la boca modelada con precisión y levemente sardónica. No podía ver de qué color eran sus ojos, excepto que eran sagaces. Era más joven de lo que ella había esperado. Creía que vendría alguien con sus cincuenta años. Este hombre no podría tener un día más de los treinta.
Henry gimió. Esto iba a ser mucho más duro de lo que había anticipado. Ciertamente iba a tener que ser muy astuta para engañarlo. Con un suspiro, se agachó para recoger el cepillo del pelo y caminó de regreso a su baño.
Mientras Dunford silenciosamente inspeccionaba el frente de su nueva casa, un movimiento en una ventana del piso de arriba atrapó su vista. El sol brillaba sobre las ventanas, pero pudo percibir a una chica con pelo largo, color castaño. Antes de que pudiese verla mejor, ella se había dado media vuelta y desaparecido en el cuarto. Eso era extraño. Ningún criado estaba de pie ociosamente mirando a las ventanas en el momento que llegaba el nuevo dueño, especialmente con el pelo desordenado. Se preguntó brevemente quién era ella, entonces dejo al pensamiento ir al fondo de su mente. Tendría suficientemente tiempo para enterarse de quién era ella; Ahora mismo necesitaba ocuparse de cosas más importantes.
El personal entero de Stannage Park se había reunido delante de la casa para su inspección. Había alrededor de dos docenas de sirvientes y criadas, un número pequeño para los estándares de la nobleza en Londres, pero era Stannage Park era una hacienda modesta y pequeña, en un área rural. El mayordomo, un hombre delgado denominado Yates, se esforzaba hasta el extremo para hacer el proceso tan formal como era posible. Dunford intentó llevarle la corriente.
Adoptando una manera ligeramente austera; parecía ser lo que los sirvientes esperaban de su nuevo señor. Fue difícil de suprimir una sonrisa, cuando una criada, hizo una reverencia en su honor. Él nunca había esperado un título, tierras y jamás había deseado tener arrendatarios. Su padre había sido un hijo menor de un hijo menor; sólo Dios sabía cuántos Dunfords habían tenido que morir para poder adquirir esa herencia.
Después de que la última criada hizo su reverencia, Dunford volvió su atención al mayordomo.
– Parece que la casa esta en perfectas condiciones, Yates.
Yates, quien nunca había adquirido la fachada impávida que era un requisito necesario entre los mayordomos londinenses, se sonrojó con mucho gusto.
– Gracias, Su Señoría. Trabajamos tan duro como podemos, pero es Henry a quien tenemos que agradecérselo.
Dunford alzó una ceja.
– ¿Henry?
Yates tragó saliva. Había llamado por su nombre a la señorita Barrett. Algo que no esperaría el nuevo Lord Stannage siendo un noble de Londres, él era el nuevo tutor de Henry, ¿verdad? La señora Simpson le había advertido ese detalle en secreto unos diez minutos antes.
– Umm, Henry es… -Su voz se desvaneció. Era tan difícil pensar en ella como cualquier cosa pero Henry-. Ella es…
Pero la atención de Dunford ya había sido captada por la Sra. Simpson, quien le contaba que había estado al servicio de Stannage Park por más de veinte años y sabía todo acerca de la hacienda -pues bien, al menos acerca de la casa- y si él necesitase cualquier información…
Dunford parpadeó intentando enfocar la atención en las palabras del ama de llaves. Intuyó que estaba nerviosa. A eso se debía probablemente por qué ella parloteaba como un… como un algo. De qué, exactamente hablaba, no sabría decirlo.
Un movimiento extraño en los establos atrapó su mirada, y empezó a observar con determinación en esa dirección. Esperó un momento, pero nada pasó. Oh, bien, decidió que era su imaginación. Se concentró en el ama de llaves. Ella decía algo acerca de un tal Henry. ¿Quién era Henry? La pregunta ya estaba establecida en su lengua y habría salido de sus labios si un cerdo gigante repentinamente no hubiera entrado al jardín, por medio de la puerta abierta de los establos.
– Santa, mier… -Dunford respiró, incapaz de completar su maldición. Estaba fascinado por la ridiculez de la situación. La criatura se lanzaba a través del césped moviéndose más rápido que lo que cualquiera podría pensar de un cerdo. Era una enorme bestia porcina -seguramente eso fue todo uno lo podría llamarla- éste no era un cerdo ordinario. Dunford no tuvo duda que alimentaría a la mitad de la nobleza si se contrataba al carnicero correcto.
El cerdo fue alcanzado por los muchos sirvientes, y criadas congregadas en la entrada, que corrían en cada dirección posible. Anonadado por el movimiento repentino, el cerdo se detuvo, alzó su hocico; Y lanzó un chirrido infernal… y luego otro mas y otro, y…
– ¡Cállate! -ordenó Dunford.
El cerdo, rebelándose contra la autoridad, no se callaba, en verdad empezaba a molestarse y lanzar lodo a todo el que se le acercase.
Henry reaccionó con retraso, a causa del impacto a pesar de sí misma. Se había lanzado escaleras abajo, al minuto que vio al cerdo emerger.
Los establos, estaban abiertos para guardar el coche del nuevo Lord Stannage.
Ella corrió adelante, olvidándosele que no había logrado tomar su baño a pesar de saber cuanto lo necesitaba, sin importarle que todavía estaba vestida con ropas de muchacho. Totalmente sucias, que apestada a sudor y estaba cubierta de barro.
– Estoy muy apenada, Su Señoría, -masculló, ofreciéndole una sonrisa apremiante antes de apoyarse y agarrar el cuello del cerdo. Probablemente no debería haber interferido, convendría haber dejado al cerdo aburrirse de estar sentado sobre el suelo, debería haberse reído cuando no respondió a la llamada e hizo cosas indecibles con las botas del nuevo Lord Stannage. Pero ella se enorgullecía demasiado de Stannage Park para no intentar solucionar el desastre de algún modo. No hubo nada en el mundo que ella no hubiera querido hacer para evitar ese desastre, temía que él creyese que la hacienda no estaba bien manejada.
Un mozo de labranza se acercó corriendo, tomó al cerdo de sus manos, y lo llevó de vuelta a los establos. Henry se enderezó, repentinamente consciente de cómo estaba vestida al ver que hasta el último criado se quedaba boquiabierto mirando, se limpió las manos en sus pantalones. Se volvió mirando fijamente al hombre misterioso y bien parecido, que estaba parado frente a ella.
– ¿Cómo está usted, Lord Stannage? -dijo ella, tratando de sonreír. Después de todo, no había necesidad que él se diera cuenta que trataba de ahuyentarle.
– ¿Cómo está usted, señorita, er…?
Los ojos de Henry se entrecerraron. ¿No sabía quién era ella? Sin duda él había estado esperando que su pupila fuera una joven insignificante, una señorita mimada y consentida que nunca se aventuró fuera de las puertas y mucho menos que dirigía la hacienda.
– Soy la señorita Henrietta Barrett, -dijo en un tono claro y conciso, esperando que él reconociera su nombre-. Pero usted me puede llamar Henry. Todo el mundo lo hace.
Capítulo 2
Dunford alzó una ceja. ¿Ésta chica era Henry?