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– Como estaba por debajo de ellos cuando fui un mero señor, -él contestó, agradecido de que esa conversación había sido el regreso a una conversación mundana-, no me torturaré sobre el hecho que están todavía por encima de mí, por así decirlo.

– Pero debes adoptar una apariencia de arrogancia señorial la próxima vez que encuentres al Presidente de la Cámara de Patrimonio Común, -Henry le instruyó con una sonrisa.

– La jovenzuela es tonta.

– Lo sé. Probablemente debería aprender a comportarme con más solemnidad.

– No conmigo, espero que seas así. Me gusta tu forma de ser. -Ese sentimiento familiar regresó.

– Todavía tengo muchas cosas que aprender, sin embargo, -dijo ella, recorriéndole con la mirada.

– ¿Muchas?

– Belle me dice que necesito aprender a coquetear.

– Belle te dijo que hicieras qué, -él masculló.

– Practiqué un poco con su marido esta mañana.

– ¿Qué hiciste?

– Bien, lo que quise decir, -Henry añadió rápidamente-. Y por cierto, no habría hecho eso si no se notase que está completamente enamorado de Belle. Él pareció una elección segura para probar mis habilidades.

– Mantente lejos de hombres casados, -él dijo severamente.

– Tú no estás casado, -apuntó ella.

– ¿Qué diablos quieres decir?

Henry recorrió su mirada ociosamente en la ventana de una tienda que pasaban antes de contestar.

– Oh, no sé. Supongo que quiere decir que debería practicar contigo.

– ¿En serio quieres?

– Oh, vamos, Dunford. Sé un buen perdedor. ¿Me enseñarás cómo coquetear?

– Diría que lo haces muy bien por ti misma, -él masculló.

– ¿De verdad piensas eso? -Ella le preguntó, mientras su cara expresaba perfecto deleite.

Su cuerpo reaccionó instantáneamente a la alegría radiante en su expresión, y se indicó a sí mismo no volver a mirarla otra vez. Así de nuevo.

Pero ella estaba tirando fuertemente de su brazo, rogando, e implorando,

– ¿Por favor, me enseñarás? ¿Compláceme?

– Oh, está bien, -él suspiró, seguro de que ésta era una idea terrible.

– Oh, espléndido. ¿Cuándo empezaremos?

– Es un día precioso hoy, -dijo él, sin ser capaz de poner cualquier sentimiento a sus palabras.

– Sí, lo es, pero pensé que íbamos a concentrarnos en coquetear.

Él la miró y su deseo pudo más. Sus ojos lograron en cierta forma deslizarse hasta sus labios.

– La mayoría de flirteos, -le dijo, respirando profundamente-, comienza con trivialidades de una conversación educada.

– Oh, ya veo. Está bien. Comienza de nuevo, entonces.

Él aspiró hondo y dijo profundamente,

– Es un día precioso hoy.

– Ciertamente lo es. Uno desea pasar el tiempo al aire libre, ¿no piensas así?

– Estamos al aire libre, Henry.

– Finjo que estamos en un baile, -ella explicó-. ¿Y podemos ir al parque? Quizá encontremos un banco en el cual sentarnos.

Dunford la llevó silenciosamente a Green Park.

– ¿Podemos comenzar de nuevo? -Ella preguntó.

– No hemos progresado mucho.

– Tonterías. Estoy en lo cierto que tendremos éxito una vez que comenzamos. Ahora, acabo de decir que el día hace uno desear pasarlo al aire libre.

– Ciertamente, -él contestó lacónicamente.

– Dunford, no facilitas esto. -Ella divisó un banco y se sentó, haciendo sitio para él junto a ella. Su criada se quedó debajo de un árbol a unos diez pasos.

– No quiero facilitarlo. No quiero hacer esto, es todo.

– Sin duda alguna, ves mi necesidad de conocer como tratar con los caballeros. Ahora por favor ayúdame e intenta esforzarte.

La mandíbula de Dunford se cerró con fuerza. Ella iba a tener que aprender a que no podría empujar demasiado lejos. Él curvó sus labios en una malvada media sonrisa. Si ella quería que coquetease, coquetearía con ella.

– Bien. Deje a mí empezar nuevamente.

Henry sonrió felizmente.

– Eres hermosa cuando sonríes.

Su corazón cayó a sus pies. Ella no podría decir una sola palabra.

– Coquetear toma a dos, ¿sabes? -él habló arrastrando las palabras-. Consideraras en darme una respuesta o no tienes nada que decir.

– Se lo agradezco, milord, -dijo ella, excitada por su intrepidez-. Ese es ciertamente un cumplido, original en usted.

– Y simplemente un poco común.

– ¿Qué dices?

– No es precisamente un secreto que eres un experto en mujeres, Su Señoría.

– Has escuchado chimes sobre mí.

– De ningún modo. No puedo evitarlo si tu comportamiento es un tema frecuente de conversación.

– ¿Discúlpame? -Él dijo fríamente.

– Las mujeres se lanzan sobre ti, eso he escuchado. ¿Por qué no te has casado con una de ellas, me pregunto?

– Eso no es una pregunta para ti, querida.

– Ah, pero no puedo ayudar si mi mente vaga.

– Nunca dejes a un hombre llamarte querida, -él le pidió.

Requirió un segundo para darse cuenta de que él había cambiado de carácter.

– Pero sólo tú me llamas así, Dunford, -dijo en voz baja con un tono agudo.

En cierta forma administrado para hacerle sentirse a él como un hombre viejo débil, y con gota.

– Soy igual de peligroso que el resto de ellos, -dijo él con voz dura.

– ¿Para mí no? Tú eres mi tutor.

Si no hubieran estado en medio de un parque público, la habría agarrado y mostrado qué peligroso podía ser. Era asombroso cómo le podía descontrolar ella. Un momento él estaba tratando de ser un tutor sabio pero severo, y al siguiente estaba desesperadamente tratando de reprimirse para no tomarla en la calle.

– Está bien, -Henry dijo, prevenidamente evaluando su expresión escandalosa-. Qué tal esto. Milord, usted no debería llamarme querida.

– Es un principio, pero si sujetas un abanico, fuertemente te insto a atizarlo en el ojo del villano también.

Henry estaba un poco alentada por la nota de posesividad que sintió en su voz.

– Pero si eso ocurre, como ahora y yo no tengo un abanico, ¿qué haría si un caballero no presta atención a mi advertencia verbal?

– Entonces deberías correr en dirección opuesta. Rápidamente.

– Pero justamente para esclarecer el tema, digamos que estoy arrinconada. O quizá estoy en medio de un abarrotado salón de baile y no quiero hacer una escena. Si tú coqueteases con una señorita que acababa de decirte que no la llames cariño o querida, ¿qué harías?

– Accedería a sus deseos y me alejaría de ella dándole las buenas noches, -dijo calmado.

– ¡No lo harías! -Henry le acusó con una sonrisa juguetona-. Tú eres un seductor terrible, Dunford. Belle me lo dijo.

– Belle habla demasiado, -masculló él.

– Ella meramente me avisaba de los caballeros con quienes debo estar en guardia. Y, -añadió, encogiéndose de hombros delicadamente-, cuando nombró a los seductores, tú estabas al principio de la lista.

– Un poco de razón tiene ella.

– Por supuesto, tú eres mi tutor, -ella dijo pensativamente-. No arruinarías mi reputación. Por eso tengo suerte, en disfrutar de tú compañía.

– Qué dices, Henry, -Dunford dijo con uniformidad y lentitud deliberada-, Tú no necesitas mucha costumbre para coquetear.

Ella sonrió brillantemente.

– Tomaré eso como un cumplido, por originarse de ti. Entiendo que eres un maestro en el arte de la seducción.

Sus palabras le irritaron mucho, ciertamente.