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– Míos.

Henry inmediatamente tocó sus orejas para quitarse las joyas.

– Oh, pero no puedo usarlas.

Belle le dio una palmadita en la espalda.

– Por supuesto que puedes.

– ¿Pero qué pasa si las pierdo?

– No lo harás.

– ¿Pero qué ocurre si lo hago? -continuó Henry.

– Entonces será mi error habértelos prestado. Ahora guarda silencio y mira nuestro trabajo. -Belle sonrió y la ayudó a dar media vuelta para que pudiera verse en el espejo.

Henry quedó aturdida en silencio. Finalmente susurró:

– ¿Soy yo?

Sus ojos parecieron centellear tanto como los diamantes, y su cara resplandeció con la inocencia de un niño. Mary había recogido su gran cabellera en un moño francés muy elegante y dejado sueltos algunos mechones rizados para que se viesen traviesamente alrededor de su cara. Estos resplandecieron, dorados por el efecto de la luz de las velas, dándole un aire casi etéreo.

– Te ves mágica, -le dijo Belle con una sonrisa.

Henry estuvo parada, todavía incapaz de creer que el reflejo del espejo fuera realmente ella. Los hilos de plata que se trenzaban en su vestido atrapaban la luz al moverse, y cuando atravesó el cuarto, brilló tenuemente y chispeó, pareciendo no ser realmente de este mundo, demasiado preciosa para tocarla. Aspiró profundamente, intentando controlar algunos de los sentimientos intoxicantes que surgían en ella. Nunca se había sentido bella, nunca soñó que podría sentirse bella. Y lo era. Se sintió como una princesa -una princesa de cuento de hadas con el mundo a sus pies-. Podría conquistar Londres. Podría deslizarse a través del suelo, aún más graciosamente que las mujeres con ruedas en los pies. Podría reírse, cantar y bailar hasta el amanecer. Sonrió felicitándose. Podría hacer cualquier cosa.

También pensó que podría hacer que Dunford se enamorase de ella. Y ese fue el sentimiento más intoxicante de todos.

* * * * *

El hombre que ocupaba sus pensamientos estaba en ese momento esperando escaleras abajo con el marido de Belle, John y su buen amigo Alexander Ridgely, el Duque de Ashbourne.

– Así que dime, -Alex le preguntaba mientras movía su vaso con whisky-. ¿Quién exactamente es esa joven a la que debo escoltar y defender esta noche? ¿Y cómo logró ser tu pupila, Dunford?

– Vino con el título. Me impresionó más que obtener la baronía, a decir verdad. Gracias por venir y ayudarme. Henry no ha salido de Cornualles desde que tenía diez años más o menos, y está aterrorizada por el proyecto de pasar una temporada en Londres.

Alex inmediatamente imaginó a una joven inexperta, sumisa, retraída y suspiró.

– Lo haré lo mejor que pueda.

John percibió su expresión, sonrió abiertamente, y dijo,

– Te gustará esta chica, Alex. Lo garantizo.

Alex arqueó una ceja.

– En serio. -John decidió alabar a Henry con el más alto de cumplidos diciendo que ella le recordaba a Belle, pero entonces recordó que le hablaba a un hombre que estaba tan entontecido con su esposa como se encontraba él con la suya.

– Se parece mucho a Emma, -John dijo en lugar de eso-. Estoy seguro que los dos os llevareis fabulosamente.

– Oh, por favor ten piedad, -Dunford se mofó-. Ella no es nada parecida a Emma.

– Entonces ten piedad, para ti, – dijo Alex.

Dunford le lanzó una mirada asesina.

– ¿Por qué no piensas que ella es como Emma? -le preguntó John suavemente.

– Si la hubieses visto en Cornualles, lo sabrías. Llevaba puestos pantalones todo el tiempo y manejó una granja sin ninguna colaboración, por el amor de Dios.

– Encuentro todo esto duro de comprender, -dijo Alex-. ¿Quieres que admire a esa chica o la desprecie?

Otro semblante ceñudo de Dunford.

– Sólo quédate junto a ella, habla a su favor con el resto de invitados y baila con ella un par de veces. Tanto como odias los alcahuetes de sociedad, formas parte de ella, y vas a usar tu posición para asegurar su éxito.

– Cualquier cosa que desees, -Alex dijo afablemente, ignorando los comentarios cáusticos de su amigo-. Aunque no pienses que estoy haciendo esto por ti. Emma dijo que tendría mi cabeza en una bandeja de plata si no ayudo a Belle con su nueva protegida.

– Como debe ser, -dijo Belle impertinentemente, entrando en el cuarto en una nube de seda azul.

– ¿Dónde está Henry? -le preguntó Dunford.

– Aquí mismo. -Belle se movió a un lado para dejar a Henry entrar.

Los tres hombres miraron a la mujer de la puerta, pero todos ellos vieron cosas diferentes.

Alex vio a una señorita muy atractiva con un notable aire de vitalidad en sus ojos de color plata.

John vio a la mujer que le había llegado a gustar y admirar tremendamente la semana anterior, viéndose sumamente atractiva y convirtiéndose en una mujer confiada con su nuevo peinado y su traje de noche.

Dunford vio a un ángel.

– Dios mío, Henry, -suspiro respiró, dando un paso involuntario hacia ella.

– ¿Qué te pasó?

La cara de Henry se frunció.

– ¿No te gusta como se ve? -le preguntó Belle.

– ¡No! -Dijo precipitadamente, su voz muy cruda. Se acercó y tomo las manos de ella-. Quiero decir sí. Quiero decir que estás maravillosa.

– ¿Estás seguro? Porque podría cambiarme…

– No cambies nada, -le dijo severamente.

Ella se quedó con la mirada fija en su rostro, sabiendo que su corazón estaba en sus ojos pero incapaz para hacer cualquier cosa acerca de eso. Finalmente Belle interrumpió, y dijo burlonamente.

– Henry, debo presentarte a mi primo.

Henry parpadeó y miró al hombre de cabellos negros y ojos verdes parado junto a John. Era hechiceramente apuesto, pensó objetivamente, pero a pesar de eso no noto su presencia cuándo entro en el cuarto. Ella no había podido ver alguien excepto a Dunford.

– Señorita Henrietta Barrett, -dijo Belle-, ¿puedo presentarte al Duque de Ashbourne?

Alex tomó su mano y le dio un beso breve en sus nudillos.

– Me da mucho gusto conocerla, Srta. Barrett, -le dijo suavemente, echando una mirada taimada a Dunford, quien claramente acababa de percatarse que su amigo se había dado cuenta de su interés por su pupila.

– No tanto como nuestro amigo Dunford, quizá, pero me encanta no obstante.

Los ojos de Henry bailaron, y una sonrisa abierta iluminó su cara.

– Por favor llámeme a Henry, Su Gracia…

– Todo el mundo lo hace, -Dunford terminó por ella.

Ella se encogió de hombros impotentemente.

– Es cierto. Excepto Lady Worth.

– Henry, -Alex dijo, en voz alta. -Creo que me gusta. Ciertamente más que Henrietta.

– No creo que Henrietta agrade a alguien, -contestó.

Entonces le ofreció su sonrisa descarada, y Alex comprendió en un instante por qué Dunford estaba loco por esa chica. Tenia espíritu, aunque ella no se daba cuenta era muy bella, Dunford no tenia ninguna probabilidad de librarse de ella.

– " No espero, -Alex dijo-. Mi esposa espera a nuestro primer niño dentro de dos meses. Tendré que asegurarme de no llamarla Henrietta.

– Oh, sí, -Henry dijo repentinamente, como si acabara de recordar algo importante-. Estás casado con la prima de Belle. Ella debe ser preciosa.

Los ojos de Alex se suavizaron.

– Sí, lo es. Espero que pronto puedas conocerla. Le gustarás mucho.

– Tanto como me gustará ella, de eso estoy segura, cuando tuvo el buen tino de casarse con usted. -Henry le disparó a una mirada audaz a Dunford-. Oh, pero por favor olvídese que dije eso, Su Ilustrísima. Dunford ha insistido en que no debo coquetear con hombres casados. -Con un ademán para ilustrar su punto, ella dio un paso atrás.

Alex rió carcajadas.

– Ashbourne es permisible, -Dunford dijo con un gemido medio suprimido.