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Adolfo Bioy Casares

Una Muñeca Rusa – El Lado De La Sombra

HISTORIAS SIMPLES QUE, SIN SABER COMO, SE TRANSMUTAN EN INTRINCADAS EXPERIENCIAS DENTRO DE UN MUNDO FANTASTICO QUE CONVIVE CON LA REALIDAD MAS PROSAICA: ASI SON LOS RELATOS DE UNA MUÑEZA RUSA Y EL LADO DE LA SOMBRA, SIENDO VIAJES AL LADO OSCURO DE LA COTIDIANIDAD. TODAS ESTAS FABULAS, YA SEA QUE CONVOQUEN LA APARICION DE UN INQUIETANTE DOBLE, YA QUE REFIEREN UN CRUEL ASESINATO, DESTILAN LA IRONIA DE UN CUENTISTA ESPECIALIZADO, BIOY CASARES, QUE SABE TRANSMITIR, DESDE LA PROSA MAS SENCILLA, LAS MANIFESTACIONES DEL TRASFONDO MISTERIOSO QUE ENCIERRA LA VIDA HUMANA

Una muñeca rusa

Los males de mi columna me retuvieron en un largo encierro, interrumpido únicamente por visitas a consultorios, a institutos de radiografías y de análisis. Al cabo de un año recurrí a las termas, porque me acordé de Aix-les-Bains. Quiero decir, de su fama de rumbosas temporadas de la gente más frívola y elegante de Europa; y de aguas cuya virtud curativa se admitió desde tiempos anteriores a Julio César. Para que mi estado de ánimo cambiara y para que reaccionara mi organismo, creo que yo necesitaba, más aún que las aguas, la frivolidad.

Volé a París, donde pasé poco menos de una semana; después un tren me llevó a Aix-les-Bains. Bajé en una estación chica y modesta, que me sugirió la reflexión: «Para buen gusto, los países del viejo continente. En nuestra América somos faroleros. Caben cuatro estaciones de Aix en la nueva de Mar del Plata». Confieso que al formular la última parte de esa reflexión, me invadió un grato orgullo patriótico.

Al salir vi dos avenidas: una paralela a las vías, otra perpendicular. Por la primera avanzaba un pescador, con la caña al hombro y una canasta. Ignoré las ofertas de un taximetrero y me acerqué al pescador.

– Le ruego -dije-. ¿Podría indicarme dónde queda el Palace Hotel?

– Sígame. Voy allá.

– ¿No me aconseja tomar un taxi?

– No vale la pena. Sígame.

Con temor de que las dos valijas incidieran en mi cintura, obedecí. Doblamos por la otra avenida, cuyo primer tramo es en pendiente empinada. Para no pensar en la cintura, pregunté:

– ¿Qué tal le fue de pesca?

– Bien. Aunque pescar en un lago enfermo no es ¿cómo le diré? satisfactorio. Falta la segunda parte del programa, en que el pescador hace valer el trofeo: come lo que pescó o lo regala a sus amigos.

– ¿Y aquí no puede hacerlo?

– En esta canasta hay buena cantidad de horribles chevaliers. Si los ve, se le hace agua la boca. Si los come puede pasarle algo molesto. Enfermarse, por ejemplo. Exagero tal vez, pero no mucho.

– ¿Es posible?

– Más que posible: probable. La polución, mi querido señor, la polución. Hemos llegado.

Iba a preguntarle a qué, pero comprendí que ya no hablaba de la polución ni de la pesca.

– ¿No me diga que éste es el hotel? -exclamé con sincera perplejidad.

– Efectivamente. ¿Por qué pregunta?

– Por nada.

Retrocedí unos pasos y miré el edificio: no era chico, pero tampoco palaciego, aunque a la altura del cuarto piso pude leer, en grandes letras: Palace Hotel.

En el hall de entrada, espacioso y con sillones que parecían desvencijados, me dirigí a la Recepción. Ahí, en lugar del previsible señor de saco negro, me atendió una mujer joven, bonitilla, vestida de gris y de entrecasa.

– Su habitación es la veinticuatro -dijo-. Sígame, por favor.

Era renga. En el ascensor, muy estrecho, de puertas de resorte que parecían dispuestas a golpearnos o atraparnos, la señora, yo y mis valijas apenas cabíamos. Durante la lenta ascensión pude leer las instrucciones para el manejo y una ordenanza municipal que prohibía el viaje a menores no acompañados. Bajamos en el segundo piso.

Mi habitación era amplia, con cretonas raídas y amarillentas. En el baño, la letrina con su barra de bronce para sostenerse, tenía depósito en lo alto y cadena. Flanqueaba el bidet otra barra de bronce. Las patas de la bañadera concluían en garras sobre esferas de hierro pintado de blanco.

A la una bajé a almorzar. Vino a mi encuentro el maître d’hôteclass="underline" era el pescador que encontré al salir de la estación. Le pregunté qué me recomendaba. Ya en su papel profesional, aseguró:

– Los patés de ave de la casa son justamente famosos, pero también puedo ofrecerle unos horribles chevaliers del lago.

Le dije que prefería la carne roja. Una tortilla de papas y después carne roja, bien asada. La comida fue exquisita, aunque las porciones dejaban que desear. Me sirvió la mesa una muchacha ágil y amistosa, llamada Julie.

Con alguna envidia vi, en otra mesa, a un señor a quien solícitamente atendían una muchacha más agraciada que Julie, el maître d’hôtel y el sommeller. Todos parecían festejar sus dichos y apresurarse a cumplir sus deseos. Pensé: «Debe de ser rico». En confirmación de esta hipótesis había, junto a su mesa, un balde plateado, con una botella de champagne. Pensé: «El señor debe de ser muy importante. Quizás el más poderoso industrial de la zona». Las porciones que le servían eran considerablemente mayores que las mías. La circunstancia me irritó y estuve a punto de interpelar a Julie. Le hubiera dicho: «Parece que hay hijos y entenados», pero por no encontrar la palabra francesa para «entenados», callé. Cuando el hombre se incorporó y dio media vuelta para salir del restaurante, mis ojos no podían creer lo que estaban viendo. No era para menos. El hombre importante, con su pelo oscuro, frisado, los grandes ojos de galán de cine, el traje cruzado que lo envainaba, el calzado de charol y puntiagudo, que parecía directamente importado de los años veinte, era el Pollo Maceira, mi compañero de banco en el Instituto Libre. Creo que al verme tuvo una sorpresa no menor que la mía. Abrió los brazos y sin importarle llamar la atención de los comensales franceses, que hablaban en un murmullo, exclamó a gritos:

– ¡Hermano! ¡Vos acá! ¡Me caigo y me levanto!

Me abrazó. A Julie, que trajo mi cuenta, le dijo que después él la firmaría. Fuimos a sentarnos en los sillones del hall de entrada. Como no me gusta hablar de mis dolencias, dije que el lumbago fue un pretexto para venir a pasar una temporadita entre el gran mundo… Maceira me interrumpió, para decir:

– Y te encontraste con los viejitos de la Seguridad Social. Es para morirse. A mí me pasó exactamente… Vos me conoces. Pensé: una sólida fortuna francesa, hoy por hoy, es el mejor respaldo para el criollo. Vine con el sueño loco de encontrar lo más granado de la sociedad y porque me tengo fe con las mujeres…

A su tiempo descubrió que la Aix mundana era anterior a la segunda, o tal vez a la primera, guerra mundial.

– Ahora tiene otros encantos -dije.

– Exacto. Pero no los previstos.

– ¿Una desilusión?

– Compartida -puntualizó, y volvió a abrazarme.

– Bromas aparte, te veo con aire de prosperidad.

– Es para no creerlo -contestó, sin poder contener la risa-. Encontré lo que buscaba.

– ¿Una mujer rica, para casarte?

– Exacto. La historia es bastante extraordinaria. Claro que no debiera contarla, pero, hermano, para vos no tengo secretos.

He aquí la historia que me contó Maceira:

A Aix-les-Bains llegó con la plata que ganó un día de suerte en el casino de Deauville. Traía el firme propósito de encontrar una mujer rica. Sentenció:

– El gran respaldo.

Al tercer día de asomarse a hoteles, comer en restaurantes y oír, por las tardes, en el parque, el concierto de la banda, se dijo: «Esto no da para más» y comunicó a la dueña del hotel su intención de partir al día siguiente.

– ¡Es una lástima! -exclamó la hotelera, sinceramente apenada-. Se va el día antes del gran baile.

– ¿Qué baile?

Lo daba un señor Cazalis, «fuerte industrial de la zona», para su hija Chantal.

– En el Hotel de los Duques de Saboya, un verdadero palace, de Chambéry.

La señora pronunció con satisfacción la palabra palace.

– ¿Chambéry queda lejos?

– A unos kilómetros. Muy pocos.

– No sé para qué pregunto. No estoy invitado y ni siquiera tengo smoking.

La hotelera convino en que no valía la pena gastar en un smoking, para salir una noche, y después guardarlo en el ropero. Explicó:

– Además, en las tiendas de Aix, no conseguirá un smoking de confección y, en la época en que vivimos, tampoco encontrará en toda Francia un sastre dispuesto a hacerle un traje de un día para otro. ¿Quiere que le diga el secreto?: nadie siente amor por su trabajo.

– Es una lástima -murmuró Maceira, para contestar algo.

– Yo, si fuera usted, no descartaría la posibilidad de probarme el smoking del finado, mi marido -observó la hotelera-. ¿O le da impresión? Centímetro más, centímetro menos, era un hombre parecido a usted.

La señora lo llevó a su departamento, una verdadera casa dentro del hotel. Una casa muy bien puesta, imprevisible para Maceira, cuya imagen del Palace de Aix eran las cretonas raídas de su cuarto y los sillones desvencijados del hall. «Esta renga se quiere mucho» pensó. Los muebles del departamento eran antiguos y sin duda hermosos, pero lo que llamó la atención de mi amigo fue una muñeca rusa.

– Un regalo de mi padre -refirió la señora-. Yo debía de ser muy chica o muy sonsa, porque mi padre creyó necesario aclarar: «Trae adentro muñecas iguales, de menor tamaño. Cuando una se rompe, quedan las otras».