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Yo no sabía qué hacer. Desde un teléfono público llamé a Mileo. Me dijo: «Está en la casa de ella. Por eso no voy». Le contesté: «Yo sí, aunque te entiendo perfectamente».

La casa de la mujer queda en Palermo Chico. Al entrar, casi digo en voz alta: «Qué velorio más triste». Una reflexión absurda. Conversaban animadamente la mujer y unas parientas o amigas. Callaron al verme; la mujer sollozó. Recuerdo tan sólo que atravesé el cuarto, para despedirme de Lucio. Pobre, me pareció que descansaba a gusto, en su ataúd.

F.B.

Bajo el agua

Cuando sané, por fin, de la hepatitis, el médico me recomendó que por unos días me fuera a las sierras, a la costa o al campo, a cualquier parte donde estuviera tranquilo y respirase aire puro. Tomé el teléfono y anuncié a la señora de Pons que sólo el 20 de mayo tendría lista la escritura. Thompson me dijo:

– Pero, Martelli, ¿por qué te comprometes a estar acá en una fecha determinada? Yo me ocupo de la escritura…

– ¿Sabes lo que pasa? La señora…

– ¿Es de tu ramillete de viejas exclusivas? Entre la clientela de la escribanía Thompson y Martelli hay unas cuantas señoras que sólo confían en mí.

– El 20 estoy de vuelta. Mientras tanto ya veré.

– Si no te asusta la soledad, podrías ir a mi casa en el lago Quillén: un lugar bastante lindo. No pasarás hambre porque la casera, una señora Fredrich, tiene buena mano para la cocina. Lo que lamento es no acompañarte.

– ¡Un lago en el Sur! -exclamé-. ¡Ha de ser maravilloso! pero, perdoname, voy a hacer mi pregunta de maniático: ¿hay pesca?

– Varias clases de salmones y de truchas, cavas, hasta pejerreyes…

Una tarde, poco antes del crepúsculo, llegué al Quillén. Me sentía cansado, algo débil y con frío. Los Andes, el lago, el bosque, la vegetación verdísima, me comunicaron un estado de jubiloso recogimiento; pero el aire fresco, a pesar de la mucha ropa, destemplaba mi piel, así que no tardé en golpear a la puerta de una casa (la única a la vista) hecha de troncos y que parecía meterse en el lago. Se asomó una señora, peinada con raya al medio y de abultados pechos, que plácidamente dijo:

– ¿El escribano Aldo Martelli? Estaba esperándolo.

Entramos en un cuarto amplio, donde había una chimenea encendida. Con verdadera ansiedad me arrimé al fuego y extendí las manos abiertas. De buena gana hubiera seguido mirando cómo ardían los troncos, pero la señora preguntó:

– ¿Llevo su valija a la pieza?

Le dije que no se molestara, empuñé la valija y seguí a la señora. Al ver en mi cuarto una piel de puma junto a la cama, un escritorio, una ventana que daba al lago, me dije: «Voy a estar bien». Me acerqué a la ventana, eché una mirada al paisaje y, como sentía un poco de frío, volví al living. Al rato la señora me sirvió una excelente comida, que me reanimó. Todavía recuerdo nuestra conversación. Le dije:

– Desde la ventana de mi cuarto se ve, sobre el lago, bastante lejos, una casa de troncos, parecida a ésta, pero con piso alto. Está habitada, o por lo menos de la chimenea sale humo. ¿Quién vive ahí?

– El doctor Salmón -contestó-. Un médico.

– Excelente noticia. Un médico a mano siempre es una tranquilidad. Un médico rural, mejor todavía, porque en lugar de ordenar placas y análisis, lo cura a uno.

– A éste lo tienen por eminencia -la señora hizo una pausa-, pero practicar no practica.

– Hay poca gente a la redonda.

– No es ésa la cuestión. Para este médico la gente no cuenta. Cuentan los salmones.

Me apresuré a contestar:

– Para mí también. ¿Hay pesca?

– Claro, y un bote a motor.

Al rato me acosté, porque el sueño me cerraba los ojos. Ya en cama, me pregunté si tenía suficientes mantas. Pensé que sí, que no valía la pena buscar a la señora, para que me diera un refuerzo. Esperaba que paulatinamente el cuerpo entrara en calor. Esto ocurría, aunque no de un modo tan indudable como yo deseaba. Me pregunté si esa leve falta de calor no acabaría por resfriarme y engriparme. También me pregunté: «Alejarme tanto de la civilización, después de mi enfermedad ¿no habrá sido un error gravísimo? Lugares como éste son para individuos jóvenes, con salud de hierro». Desde luego, la señora Fredrich no tenía nada de joven, pero una cosa era el recién llegado y otra el habitante que estuvo siempre en el lugar. «Qué error morirme en el Quillén.»

Las cavilaciones me desvelaron; a decir verdad, todavía me pregunto si me desvelé porque pensaba o si pensaba porque el frío -moderado, por cierto, pero frío al fin- no me dejaba conciliar el sueño.

Al otro día, cuando desperté, no había entrado en calor: seguía cansado, pero milagrosamente, no estaba enfermo. Para no enfermar, pasé todo el día junto a la chimenea.

A la noche, en mi cama, me dije: «Francamente, este lugar maravilloso no es para mí. Después de la interminable soledad de la hepatitis, me largo hasta acá, a estar solo. Yo, sin un prójimo para hablar, estoy atento a mí mismo, descubro síntomas alarmantes, preveo enfermedades, me enfermo. He de ser de esas personas que si no viven rodeadas de gente, decaen y mueren».

Pensé también que para dormir a la noche, debía cansarme durante el día. Si tomaba el camino que bordea el lago, tendría por meta de mis caminatas la casa del doctor Salmón. Una meta al principio inalcanzable, pero que alcanzaría en cuanto recuperara las fuerzas. El propio camino, entre el despliegue de la belleza del lago, a la derecha, y el reparo de los árboles a la izquierda, sería el mejor estímulo para seguir andando.

Desde la segunda mañana cumplí fielmente mi plan de caminatas diarias. Salvo algún indio, con zapallos o ponchos para ofrecer en trueque de tabaco, de yerba o de azúcar, y algunos chicos de guardapolvo, apurados por llegar a la escuela, no encontré nunca a nadie, hasta la tarde en que divisé a una mujer sentada en los escalones que bajan al lago, en el embarcadero de la casa del médico. Mientras me acercaba, advertí que la mujer era pelirroja; vestía ropa deportiva, holgada y blanca; tenía las manos cruzadas sobre la rodilla; era muy hermosa.

Sin mayor esfuerzo, llegué a la casa del médico. La mujer, que parecía abstraída en la contemplación del agua, de pronto se incorporó, subió corriendo los escalones. No me atreví a detenerla con un grito y pude ver cómo desaparecía en la casa. ¿Por qué se había ido tan precipitadamente? No estaba seguro de que me hubiera visto. En todo caso, en ningún momento miró hacia donde yo estaba.

Para salir de la duda, sobre todo para ver a la mujer, llamaría a la puerta. En seguida recapacité: si por cualquier motivo no quería verme, presentarme ante ella sería un error. A nadie le gusta que lo fuercen. Más me valía irme; con un poco de suerte despertaría su curiosidad.

Toda la tarde pensé en la desconocida. Me dije que estaba portándome como un chiquilín estúpido y que tal vez la hepatitis me hubiera traído la juventud, o más probablemente, la segunda infancia. ¿Por qué tanta agitación? ¡Ni que hubiese visto una diosa! «Que yo sepa», «dije hablando solo, «el único ser fuera de lo común, en esta zona, es el plesiosauro.»

Afortunadamente logré dominarme. Si mal no recuerdo, al anochecer, estuve leyendo revistas viejas y, tras una agradable comida, dormí de un tirón. No negaré que a la mañana siguiente mi primer impulso fue correr a la ventana y mirar la casa del médico. Lamenté no tener un anteojo de larga vista.

Después del desayuno emprendí la caminata con el pensamiento puesto en la mujer. Jugando un juego en el que no creía, mentalmente la llamé. No tardé en ver, a lo lejos, algo que me pareció extraordinario: la desconocida salía de su casa y tomaba el camino que la traería a mi encuentro. Un rato después, cuando nos encontramos, sonrió y por algo en su actitud sentí que había una suerte de acuerdo entre nosotros. Me dijo que se llamaba Flora Guibert; a manera de explicación agregó que era sobrina del profesor Guibert. Yo dije:

– Soy el escribano Aldo Martelli. Estoy parando en casa de mi amigo Thompson.

Mientras pensaba que el buen sentido me aconsejaba disimular la ansiedad por alargar la entrevista y retener a Flora, advertí que ella no disimulaba una ansiedad parecida. Tuve ganas de invitarla a almorzar en casa, pero me abstuve porque el hombre que precipita las cosas molesta a las mujeres. Flora me preguntó:

– ¿Mañana nos vemos?

– Nos vemos -dije.

– ¿A eso de las nueve, acá mismo?

– Acá mismo.

El resto del día estuve contento, pero ansioso. A la mañana siguiente lamenté que la cita no fuera para un poco más tarde, porque no hay nada peor que bañarse y desayunar con el tiempo justo. Cuando salía pregunté a la señora Fredrich si le molestaba que invitase a almorzar a la sobrina del doctor Guibert.

– ¿Cómo va a molestarme? -preguntó-. Prácticamente la vi nacer a esa chica. Se llama Flora.

Sentí afecto por la señora Fredrich y hasta un impulso de darle las gracias por haber pronunciado el nombre de mi nueva amiga.

Para seguir hablando de ella observé:

– Es una persona muy agradable. Lo que oí en seguida no me gustó.

– Muy buena chica ¡y tan formal! pero, créame, no tiene lo que se llama suerte. Con decirle que anda noviando con un hombre que le lleva más de veinte años. Un atorrante sin título universitario.