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Mientras preparaba carnada y moscas, recordé una frase que suelo decir a quien quiera oírme: para mí no hay otro paraíso que una tarde de pesca. No falto a la verdad, sin embargo, sí confieso que al poner en funcionamiento el motor del bote, sentí más resignación que expectativa: en verdad todo lo que no fuera ver a Flora me irritaba como una imperdonable pérdida de tiempo.

Dejé correr la línea, de modo de arrastrar la mosca bien lejos del bote: avancé con extrema lentitud, para que el ruido del motor no espantara la pesca. En cuanto llegué al medio del lago, el bote comenzó a hamacarse como si, desde abajo, algún monstruoso animal lo sacudiera, empeñado en tirarme al agua. Atiné a manotear el acelerador: con un sacudón el bote se liberó. Miré hacia atrás, por temor de que me persiguieran. Vi por un instante, o creí ver, en el blanco de la estela, una mancha de sangre. Aunque iba a toda velocidad, el trayecto hasta el embarcadero me pareció interminable. Desde tierra firme eché una mirada al lago, que estaba tan sereno como siempre, y entré en la casa. Puedo afirmar que tuve que cerrar la puerta para sentirme seguro. La señora Fredrich calmosamente exclamó:

– Volvió pronto. Uno se aburre pescando.

– Yo no, pero me llevé el susto de mi vida.

– ¿El bote hacía agua?

– Ni una gota, señora, pero empezó a hamacarse. No sé qué animal habrá sido: le juro, si no acelero, me lo da vuelta.

– No se haga problema. La única vez que salí a pescar me pasó lo mismo.

– ¿Quisieron darle vuelta el bote?

– En el medio del lago tuve miedo. Quise volver cuanto antes.

– ¿No le sacudieron el bote?

– No, pero igual tuve miedo.

– Yo me voy al cuarto, a leer un poco.

– Lea algo lindo, que le saque de la cabeza…

Creo que dijo: «esas cosas que soñó». Yo sé cuándo voy a tener un ataque de furia y sé también que no son buenos para la salud, de modo que sin contestar me fui al cuarto.

El día siguiente amaneció con lluvia y frío. Como el mal tiempo duró hasta la noche, quedé en casa, para no exponerme.

A la otra mañana salí a caminar. Es curioso: dos días de inactividad habían bastado para que perdiera la resistencia ganada en mis caminatas anteriores. No había hecho más de la mitad del camino y tuve que sentarme, en una piedra, a descansar.

Estuve mirando el lago. De pronto creí ver, bajo el agua, un cuerpo largo, quizá de color rosa, que no me dio tiempo a fijar la atención y desapareció en la profundidad, como un reflejo irisado. Podría ser un animal, o un nadador; pero como no salía a la superficie, me dije que sería un animal… Un monstruo del lago, que se movía como un hombre que nada. Otra hipótesis: un cadáver llevado por corrientes de las aguas profundas. Pensé: «Es posible que haya corrientes, porque este lago se comunica, no sé cómo, con el océano Pacífico. A lo mejor fue un pescador que tuvo menos suerte que yo. O, a lo mejor, el monstruo que por poco me da vuelta el bote». Recordé entonces que Flora me previno de no acercarme al lago; en el acto me incorporé, retrocedí unos pasos mientras llegaba a la conclusión de que si el animal merodeaba, lo haría en la esperanza de atraparme.

Proseguí el camino. Ensayaba la conversación que tendría con Flora sobre este animal que vi, o creí ver, cuando me pareció que algo, de color blanco, se movía en el agua. La curiosidad pudo más que la prudencia; me arrimé a la orilla. Entreví ¿cómo diré? un cuerpo blanco, o tal vez un objeto que se alejaba, y que interpreté como perro foxterrier, o más absurdamente aún, como cordero. Quedé a la espera de que saliera a respirar. Muy pronto se perdió de vista.

En cuanto llegué a la casa, Flora me hizo pasar y me llevó al cuartito, atestado de libros, de otras veces. Ahí me indicó la silla frente al cuadro, lo que me pareció de mal augurio.

Estaba serena, un poco distante. La posibilidad de encontrarla así, en las anteriores cuarenta y ocho horas, no me preocupó; en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por sentirla cariñosa y alegre. Los celos y la vergüenza de confesarlos me habían inducido a estrategias que la disgustaron. La pobre, al principio, creyó ciegamente en nuestro amor, pero no se engañó al interpretar mi ausencia y se llevó una desilusión bastante amarga. Si yo hubiera reconocido que obré por celos, quizá me habría perdonado: el amor propio impidió la confesión. Flora dijo:

– Antes de conocerte, yo estaba enamorada de otro hombre. A lo mejor por cobardía no me animaba a seguirlo. Cuando te vi, estuve segura de encontrar el verdadero amor, el indiscutible ¿me entendés?

– Claro que entiendo. Yo sentí lo mismo.

– Pensé que a tu lado podría olvidarme de Willie.

– ¿Willie? ¿Quién es Willie?

Casi digo: «¿Quién diablos es Willie?». Flora contestó:

– Randazzo. El gran pintor.

Las palabras «el gran pintor» me parecieron la primera tontería que le había oído. Este indicio de que no era una persona libre de errores no me llevaba a quererla menos. Al contrario, me provocaba ternura y me permitía adoptar el papel de hombre protector, siempre grato.

– ¿Así que no pudiste olvidar al tal Willie? -pregunté.

– No, no pude. Tal vez no me ayudaste demasiado… Anteayer, a la mañana, no me viste y a la tarde saliste a pescar.

– A mí la pesca me gusta…

– Es evidente. Al otro día…

– Hacía frío, nevaba. Por eso me quedé en casa.

– Está bien… Sólo te pido que trates de entender. Para dejar a Willie, yo necesitaba que me quisieras mucho.

– Te quiero mucho.

– Ya sé, pero no bastante. Por favor, no saques una conclusión falsa…

– ¿Por qué voy a sacarla?

– Porque te dije que no me animaba a seguir a Willie. No creas que es mala persona. Es violento, quizá, pero muy leal y, en el fondo, comprensivo.

Cada vez que Flora decía «Willie», yo me irritaba.

– Una bellísima persona pero con tal de no irte con él te colgaste del primer estúpido…

– No hables así… Es claro que si no te explico, no vas a entender. ¿Te acordaste de no acercarte al lago?

No sé bien por qué no quise mencionarle el perro blanco, o más bien el cordero. Contesté:

– A medias; pero antes de que me dijeras nada tuve una experiencia terrible.

Le referí el episodio del bote. Se alarmó en serio; qué diferencia con la señora Fredrich: me creyó, no salió con interpretaciones irritantes. Pensé: «Esta mujer me quiere». Como no me quedaba mucho por decir y ella pedía detalles, continué con lo que vi en el agua cuando me senté a descansar. Preocupada, Flora me recordó:

– Te dije que no te acercaras.

A lo mejor pensé que si despertaba su compasión, llegaría a quererme de nuevo. Pregunté:

– Si me vas a dejar, ¿para qué voy a cuidarme?

Dije esto como un actor, como un embaucador al que sólo importa lograr su propósito. No creí que fuera a entristecerse tanto. Cuando me miró a los ojos, los suyos, que son lindísimos, expresaron alarma y pena. Me sentí casi avergonzado. Flora dijo que me explicaría todo, porque estaba segura de que si ella me lo pedía, yo no hablaría de estas cosas. Asentí. Observó entonces:

– Es para mí una gran responsabilidad, porque no consulté a mi tío.

Estuve a punto de preguntarle qué tenía que ver el doctor Guibert en nuestro asunto, pero no me dio tiempo y empezó la explicación.

Dijo que siempre había sido ayudante de laboratorio de Guibert, salvo por un período, a fines del año último. Como la cosa más natural del mundo contó que se fue entonces a Buenos Aires, por una semana, con Randazzo, y que la semana se prolongó hasta cuatro meses. Cuando volvió temía que Guibert le reprochara la demora. No lo hizo, ni tampoco le preguntó cómo le había ido. El viejo, con la cara radiante y los brazos en alto, exclamó:

– Tengo una buena noticia. O mucho me equivoco o encontré la fuente de Juvencia.

– ¿Dónde?

Su respuesta fue asombrosa:

– En el salmón.

Como si me hubieran dado un mazazo, desde el momento en que Flora dijo que había pasado una temporada con ese hombre sentí que la cabeza me daba vueltas, y escuché a medias; cuando mencionó al salmón, reaccioné. Por suerte, porque lo que Flora dijo en seguida es importante para entender el asunto: en los salmones hay una glándula que los rejuvenece cuando están por emprender su viaje por el mar. La glándula funciona una sola vez. Funciona para que emprendan su periplo en la flor de la edad. Aclaró:

– Si en lugar de ser un salmón fuera un hombre, la glándula le devolvería la juventud de los veinte años.

Ignoro a santo de qué me puse a discutirle y sostuve que el mejor momento de la vida llegaba a los hombres después de los treinta y quizá después de los cuarenta. Como no me contestó, ensayé una pregunta:

– El salmón ya viejo ¿vuelve a morir en el río o lago natal?

– Desde luego, pero eso no viene al caso -dijo y continuó la explicación.

Injertar la glándula de un pez en organismos de otra especie trajo dificultades que fueron superadas. Flora dijo que escuchaba con atención las explicaciones de su tío y que después las comentaba con Randazzo. Tiempo atrás, Randazzo le había dicho: «La suerte de encontrarte me llegó junto con la desgracia de cumplir sesenta años». Al enterarse de las investigaciones de Guibert, le pidió a Flora que lo pusieran en la «lista de espera de conejitos de la India». Por su parte Guibert, al principio, alegó que el margen de seguridad de su procedimiento aún no permitía ensayos con personas. De todos modos, como no era mayor la ansiedad de Randazzo porque lo rejuvenecieran, que la de Guibert por intentarlo, este último se dejó convencer, aunque previno que recién implantada la glándula no produciría rejuvenecimiento; que esto llevaría algún tiempo, como en el salmón… «Si le entendí bien», habría dicho Randazzo, «el salmón no rejuvenece hasta que sale al mar.» «No, es al revés: el salmón no sale al mar hasta que rejuvenece. Emprende la gran aventura cuando siente la renovación de su juventud. Para su tranquilidad, recuerde que todo salmón sale al mar. Es decir que la glándula nunca falla.»