– ¿Quién es? -preguntó.
– Abra.
– ¿Quién es?
– Abra, abra. Soy Venancio. Venancio, el payaso.
«El 6.º B» recapacitó Ravenna. En la casa, todo el mundo se conocía por el número del piso y la letra del departamento. Doña Clotilde, la portera, así los llamaba y ellos, bajo su ascendencia, adoptaron la modalidad. Sin abrir preguntó:
– ¿Qué le sucede?
– Pero ¿cómo «Qué me sucede», doctor Ravenna? Lo mismo que a usted y al resto del edificio. ¿No siente el olor?
«Con tal que no haya un incendio», pensó Ravenna, que vivía en el 7.° A, el único departamento del último piso y ya se imaginaba corriendo escaleras abajo, sofocado por el humo. Resignadamente entreabrió y en el acto debió apelar a toda su fuerza para rechazar los embates del 6.º B que, empleando el hombro como palanca, intentaba abrirse paso. A tiempo manoteó el picaporte, con la otra mano se afirmó en el marco de la puerta y pudo recuperar, a golpes de pecho, los centímetros de su departamento que el payaso había invadido. Jadeante, pero con la satisfacción de la victoria, exclamó:
– No le permito.
– Le juro, no soporto más el olor. Tengo que averiguar de dónde viene.
– No huelo nada, y en casa no hay ningún incendio, le aclaro.
– ¿De qué incendio me habla?
Al oír esto Ravenna se tranquilizó. Ya no tuvo más preocupación que la de volver a la cama. En tono casi amistoso dijo:
– Entonces usted se va y me deja dormir. Yo me caigo de sueño.
– Sin ánimo de ofender, doctor, ¿me cree estúpido?
La pregunta lo sorprendió por venir de un hombre tan extremadamente cortés que en los encuentros en el ascensor podía volverse engorroso. Ravenna replicó:
– Y usted ¿qué me está sugiriendo?
– Según informaciones de buena fuente, el doctor da clases en la Facultad de Veterinaria. Para ser exacto, en la Clínica de Animales Pequeños.
– Exacto.
– ¿No habrá traído algún animalito, llámelo perro o gato, en completo estado de putrefacción?
– Está mal de la cabeza.
– ¿Pretende que el olor no viene de ninguna parte?
– Le repito: no siento el más mínimo olor.
– Porque se acostumbró. Cuando uno tiene la osamenta en casa, prontito se acostumbra al mal olor. Usted trabaja, no le discuto, en experimentos útiles para el género humano. Permítame que entre y dé una ojeada. Le prometo, doctor Ravenna: si pensé lo que no es, no vuelvo a molestarlo.
– Estaría bueno que yo deje entrar en mi casa al primer loco que alega un olor imaginario. El 6.° B contestó:
– No diga «imaginario», cuando no aguanto ese inmundo olor en las narices. Si no descubro de dónde viene me vuelvo loco.
– ¿Por qué no prueba con la señora Octavia, del 6.° A?
– ¿Le parece? Una señora tan altanera, señorona es la palabra, que impone respeto. Créame doctor: yo no me atrevo.
– Atrévase. A lo mejor tiene suerte.
Cerró con llave y colocó la tranca. Miró el reloj. «Qué desastre», dijo. Eran las cuatro y cinco de la madrugada. Esa noche había dormido un cuarto de hora. Aunque sentía dolorosamente el peso del sueño, la curiosidad prevaleció: tratando de no hacer ruido volvió a abrir, salió al rellano en puntas de pie, bajó por la escalera hasta promediar la curva y, parapetado en la baranda, observó cómo el 6.° B golpeaba la puerta del 6.° A, primero con timidez, luego frenéticamente. Al rato, la señora asomó la cabeza con lo que parecía una corona de espinas; eran ruleros. El 6.° B se apresuró a explicar:
– Es por el olor, señora. El olor que viene de acá, de su departamento.
La señora lo apartó de un empujón, o puñetazo, en el pecho y, antes de cerrar, exclamó:
– ¡Cómo se le ocurre!
En puntas de pie Ravenna subió los peldaños que había bajado, entró en su departamento, cerró la puerta y se tiró en la cama, con una sensación de alivio parecida a la dicha. En algún momento soñó con los hechos que un rato antes habían ocurrido. Cuando oyó de nuevo los golpes, astutamente se dijo que podía no hacer caso, porque sólo eran parte de un sueño; entonces la violencia de los golpes lo despertó. Se dijo:
– Tengo que parar a ese animal antes de que me rompa la puerta.
Salió de la cama, corrió y, al abrir, recibió un puñetazo en la nariz. Mientras la palpaba, para cerciorarse de que no estaba sangrando, el 6.º B se excusó:
– No quise pegarle, doctor. Golpeaba para que me abriera y usted apareció tan de golpe…
– Lo que usted realmente quiere es que yo no duerma.
– No, no señor. En ese punto se equivoca. Yo quiero entrar para retirar el animal muerto.
– ¿Qué animal muerto? -preguntó Ravenna, que a pesar, o tal vez a causa, de la trompada seguía medio dormido.
– El que despide el olor. No puedo vivir un minuto más con este olor espantoso.
– No lo dejo entrar. Bajo ningún concepto.
– No me fuerce, doctor Ravenna, que sin la menor intención ya lo he golpeado una vez. Retiramos el bichito en mal estado o yo no respondo.
El forcejeo entre el que pretendía entrar y el que procuraba impedirlo progresó con violentísima prontitud. Los contendientes cayeron. Cada uno, varias veces tuvo al otro de espaldas contra el piso. En una de esas oportunidades Ravenna se golpeó la nuca y por instantes quedó anonadado. Sin demora el 6.° B se incorporó. Tras cumplir una veloz recorrida por el departamento, reapareció cuando Ravenna se despabilaba.
– Tenía razón -dijo el 6° B, muy triste-. No encontré el cadáver, doctor Ravenna, no encontré el cadáver.
– Lo que es yo, voy a encontrar mi revólver marca Eibar para pegarle un balazo.
– Si usted supiera lo que estoy pasando, no hablaría así. Nadie puede vivir con semejante olor en las fosas nasales. Le juro: o me lo saco de encima o salto por la ventana.
Mientras Ravenna empujaba afuera al intruso, le decía:
– Ahora quiere que le tenga lástima. Usted se va antes que lo agarre a patadas.
Cerró la puerta, se tiró en la cama y cuando la campanilla del teléfono lo despertó, vio en el reloj de la mesa de luz que eran las ocho y media. No se enojó, porque lo llamaba el doctor Garay, un amigo de toda la vida. Aunque siguieron carreras distintas (Garay era psiquiatra), nunca dejaron de verse. Garay le propuso:
– Hoy a las siete y media te paso a buscar. Dormimos en el recreo de siempre y mañana y pasado pescamos el santo día. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Me vendrá bien un poco de calma después de lo ocurrido.
Refirió los episodios de la noche y describió cómicamente el frenesí del 6.° B por el supuesto olor. Preguntó Garay:
– ¿Cómo se llama el 6.° B?
– Venancio. Creo que Venancio Aldano.
– Por lo que me contaste y para evitar males mayores, lo mejor es que lo mande buscar.
– ¿Que lo mandes buscar?
– Con una ambulancia, para que me lo traigan al Borda. Quédate tranquilo; yo me ocupo de él.
En todo hombre sobrevive un chico. En los años del Nacional, Garay y Ravenna, más de una vez, habían organizado bromas que se hicieron famosas. Aquella mañana, cada cual junto a su teléfono, echaron a reír, sintiéndose superiores a todo el mundo, por las ocurrencias que tenían.
La entrevista en la Facultad con los estudiantes fue desagradable. Al oír las notas se disgustaron. Por su parte Ravenna sentía compasión y furia. Se dijo: «Lo peor es que no saben que no saben».
Almorzó en un restorancito del barrio y sin demora volvió a la casa: el cuerpo le pedía una siesta. Cuando iba a tomar el ascensor, la portera se interpuso para anunciarle:
– Al 6.º B se lo llevaron al Borda. Alguien habrá pasado la denuncia. ¿No oyó el alboroto que metió anoche? Para que un hombre como él se porte así, tiene que estar loco.
– Dos veces me despertó. Se da cuenta: a mitad de la noche quería entrar en casa.
– Un desubicado.
– Un demente. ¿Sabe por qué pretendía entrar? Según él, yo tenía un animal muerto.
– Una locura.
– Le cuento otra. Porfiaba que había un olor asqueroso. ¿Usted lo olió?
– Yo no.
– Yo tampoco.
– Más que locura, calumnia. ¿Cómo puede haber mal olor en esta casa donde una se desloma para tener todo limpio?
Fernanda, la del 5.° B, entró de la calle, con los trillizos y los gemelos. Era joven, rubia y divorciada. Dio las buenas tardes a Clotilde y partió hacia arriba en el ascensor. «Qué poca suerte» pensó Ravenna. «No existo para la mujer que me gusta.»
– La gente es muy rara -comentó doña Clotilde-. El mismo Venancio, que a usted le estropeó la noche, a la hora del chocolate divirtió a chicos y grandes en el cumpleaños de los gemelos.
– No me diga que también se desmandó en casa de la señora Fernanda -preguntó Ravenna, que apenas escuchaba y estaba dispuesto a indignarse.
– Ni soñarlo. Para su gobierno le aclaro que Venancio es buena persona. Un pan de Dios que trabaja de payaso en fiestas infantiles.
Finalmente pudo Ravenna tomar el ascensor. Al promediar el 6.° piso notó que había un olor nauseabundo. En el 7.° revisó el lavadero. No encontró nada. A toda velocidad entró en su departamento, corrió al baño, se empapó la cara con una loción para después de afeitarse. Reflexionó: «En otro tiempo tenía siempre a mano agua de Colonia. Una buena costumbre que hemos perdido». Se dijo que el perfume de la loción no valía nada; en todo caso, parecía impregnado del horrible olor que había en la parte alta del edificio. Mientras tuviera ese olor en la nariz no le sería posible llevar una vida normal. «Con cuánta razón el 6.° B pensaba que en uno de estos departamentos tiene que estar la causa del olor» recapacitó. «Mi nariz no me engaña: hay por acá un animal muerto o el cadáver de un ser humano. ¿Un crimen? Tal vez porque sospechaba eso porfiaba tanto el 6.° B. No; simplemente porfiaba porque no aguantaba el olor. Yo tampoco lo aguanto.»