Habíamos atracado. Al babor estaba el puerto, con negros hormigueando por el empedrado, entre los rieles, las altas grúas y los interminables galpones grises; más allá se desparramaba la ciudad, cercada por cerros de empinada ladera selvática; diligentemente, según advertí, entraba carga en el barco. Al estribor -si estribor es el lado derecho, cara a proa- encontré la costa que había observado por el ojo de buey; una isla que me recordó factorías donde nunca estuve, parajes de novelas de Conrad. Algo he de haber leído sobre un personaje que por paulatina muerte de la voluntad, contra el anhelo de su alma, va quedándose en un lugar así, en la Península Malaya, en Sumatra o en Java. Me dije que ni bien desembarcara entraría en el mundo de tales libros y tuve un escalofrío de júbilo y miedo: una gota de cada uno, porque la credulidad no era mucha. Estampidos monótonos del motor de una suerte de canoa que navegaba rumbo a la isla atrajeron mi atención. Tripulaba la canoa un negro que levantaba en alto una jaula de mimbre, con un pájaro azul y verde; riendo nos gritaba a los del barco palabras que no entendí, apenas audibles.
Al entrar en el salón de fumar (una placa sobre la puerta así rezaba, amén de «Fumoir» y «Smoking Room») noté con alivio la penumbra, la frescura, el silencio. El hombre del bar preparó mi habitual vaso de menta.
– Es increíble -comenté-. Voy a dejar esto para meterme en el infierno de allá abajo. Todo sea por el turismo.
Laboriosamente emprendí una tirada sobre el turismo como única fe universal, cuando el barman me interrumpió:
– Ya bajaron todos -dijo.
– Hay excepciones -objeté.
Miré significativamente hacia la mesa donde el viejo general Pulman, un polaco exilado, se tiraba las cartas.
– La vida acabó para él -apuntó el hombre del bar-, pero el general no se cansa de probar la suerte en la baraja.
– Sólo en la baraja -respondí.
Sorbí la menta hasta que el granizado del fondo cambió de verde a cristalino, murmuré: «Me la anota» y me dispuse a bajar. Junto a la planchada, en letras de tiza, en un pizarrón, leí que zarpábamos al día siguiente, a las ocho de la mañana. «Sobra tiempo. Por una vez», me dije, «estaré libre del temor de perder el barco».
Cubriéndome los ojos con una mano, porque afuera la luz era demasiado blanca, pisé tierra firme. Más allá de la aduana, mientras buscaba en vano un automóvil de alquiler y un negro repetía la palabra taxi y ademanes negativos, un chaparrón se desató. Bordeando los almacenes apareció un antiguo tranvía descubierto (descubierto a los lados, pero con techo, se entiende). Para no empaparme lo tomé. Tampoco el boletero, un negro descalzo, quería mojarse y para vender los boletos no empleaba el estribo; pisando asientos y saltando respaldos, por el interior recorría el vehículo. El aguacero acabó muy pronto. La luz lechosa en ningún momento se había alterado. Por una callejuela lateral bajaba a pique un negro con un cargazón de colores en la cabeza. Atraído, miré: la carga consistía en un ataúd recubierto de orquídeas. El negro era un cortejo fúnebre.
El griterío de la calle me tenía apabullado (sin duda yo lo notaba tan particularmente por ser extraños para mí el acento y el idioma). Populosa en todo el trayecto, ahora la ciudad rebosaba de gente. -¿El centro, verdad? -pregunté al boletero.
Vaya uno a saber qué explicó. Me descolgué del tranvía porque vi una iglesia e imaginé que adentro haría fresco. A la entrada me rodearon pordioseros con la cara empavesada de lacras azules, blancuzcas y rojas. Llegué por fin al fondo del templo, a un altar cargado de oro. Vagué por las naves; torpemente descifré epitafios. A despecho del mármol, los muertos de aquel lugar me persuadían de la soledad y pobreza de la muerte. Para no deprimirme los comparé a los habitantes de pueblos que uno ve desde la ventanilla del tren que se aleja.
De nuevo en la calle, retomé a pie el rumbo de mi tranvía. Algún encanto tenía la ciudad, con sus edificios Victorianos, tan de otra época. Ni bien formulé la idea, enfrentó mi vista un pabellón moderno, de volumen considerable y catadura de pacotilla, no terminado del todo y ya viejo. Para mis adentros opiné que se trataba de un tinglado levantado para alguna exposición, una de tantas obras provisorias que perduran por negligencia burocrática. Frente al pabellón, círculos y semicírculos verduscos, en un pedestal de piedra, conformaban un monumento de bronce y de huecos, vagamente triste. Me entró ladesazón y, para echarla a la broma, jugué a que yo era un vecino. «Escribiré una carta al diario», me dije, «para que por fin retiren estas reliquias de la Exposición de nuestro Primer Aniversario de Independencia y Dictadura, que no se avienen con el estilo de la ciudad». Tan incalculable es el alma que esta broma anodina ahondó mi abatimiento.
Me detuve frente a un escaparate que exhibía, entre sapos, lagartos y escuerzos, una admirable colección de serpientes embalsamadas.
– ¿Dónde las obtienen? -pregunté a un señor que tenía todo el aire de pertenecer a la colectividad británica.
– En cualquier parte -contestó en inglés-. Por aquí no más.
Me envolvieron los acordes de una animosa marcha. Divisé gente reunida, y sin pensarlo, por los senderos de una plazoleta con macizos ferazmente floridos, me encaminé hacia allá. Desde un puente rústico, sobre un arroyuelo que serpenteaba entre rocas de manmpostería, plantas y pasto, miré burbujas amarillentas en el agua verdosa y opaca. «Esto no es para mí», reflexioné. «Demasiadas víboras, demasiadas flores, demasiadas enfermedades. Qué miedo si algo lo agarra y uno se queda.» Caminé rápidamente. Una banda militar, de la que no olvido las polainas blancas, vapuleaba bronces y bombos frente a un busto diminuto. Pensé: «Lo mejor es volver al barco y tirarme en un diván con la novelita de Rider Haggard que descubrí en el salón de lectura».
Fue entonces cuando me entró la duda de haber visto o haber recordado un rato antes a mi amigo Veblen. Con su amalgama de selva, las clamorosas calles, cambiantes y alucinatorias como un calidoscopio, bajo aquel sol febril podían deparar, desde luego, cualquier visión, pero la del Inglés Veblen parecía la menos probable. «Nadie tan fuera de lugar», me dije. «Lo habré recordado; su presencia aquí sería absurda.» Quería volver al barco, pero me hallé un poco desorientado. Busqué alrededor a algún gendarme. Había uno -por lo holgado, el uniforme tenía algo de disfraz de alquiler- fuera de alcance, en un punto donde los vehículos convergían rápidamente.
– ¿El puerto? -pregunté al diariero.
El hombre miró perplejo. Niñitas -quizá fueran mujeres y prostitutas- riendo me indicaron un rumbo. Pensar que volvía al barco bastó para entonarme. No había caminado cuatrocientos metros cuando pasé frente a un cinematógrafo cubierto de carteles que anunciaban El gran juego. Minutos antes hubiera seguido de largo, pues la verdad es que en la plazoleta me asusté. No debía de estar bien; atribuí al trópico una irreprimible actividad envolvente contra presas marcadas, entre las que fatalmente me encontraba yo.
Por ser de nuevo un hombre normal, me detuve a leer los carteles. Un tanto azorado, me enteré de que esa misma tarde pasaban la primera versión de El gran juego cuyos protagonistas eran Françoise Rozay, Fierre Richard Vilm, Charles Vanel. Me comparé con un bibliófilo que por azar encuentra en una librería de mala muerte el precioso libro largamente buscado. Por algún motivo oscuro, o por haberla visto sin que mis amigos la vieran, la película fue, durante años, la muletilla que en nuestras conversaciones yo esgrimía. Si querían de noche arrastrarme al cinematógrafo, petulantemente preguntaba: «¿Van a mostrarme otro Gran juego?». Cuando llegó la nueva versión, lo reconozco, perdí los estribos, me enconé contra una obra que no carecía, posiblemente, de méritos, la denuncié como ejemplo de la decadencia de todo.
La función empezaba a las seis y media. Aunque eran apenas las cinco, tenía ganas de esperar, pues de esa película, recordada como un momento feliz de mi vida, había olvidado gran parte de la trama (dirán algunos que la circunstancia de figurar entre nuestros mejores recuerdos una película cinematográfica arroja sobre la vida una curiosa luz; tienen razón). Mientras dudaba entre quedarme o no, retomé el camino. Enfrenté luego otro cinematógrafo, llamado Myriam, donde exhibían una película que debía de tratar, a juzgar por los cartelones, de gente pobre, de abrigos viejos, de máquinas de coser y de un montepío. Como había recuperado mi buena voluntad de turista, lo examinaba todo y advertí un hecho anómalo: el local tenía dos entradas, la del frente y una lateral, sobre el café contiguo. Me introduje en este último, porque de nuevo me apretaba la sed; me dejé caer en la silla, ante una mesita de mármol y, a la larga, cuando me atendieron, pedí una menta. En la pared de la izquierda se abrió la entrada, sobre la penumbra del cinematógrafo, tapada en parte por un cortinado de raído terciopelo verde. De tanto en tanto ondeaba el cortinado, azotado por el ir y venir de mujeres, por lo general negras, que entraban solas, para volver de allí acompañadas. Junto al mostrador, sobre la pared de la derecha, dos o tres mujeres conversaban con un papagayo, que inopinadamente replicaba con graznidos. Al fondo prolongábase el local en un nítido patio de baldosas anaranjadas, descubierto al cielo, limitado por tres paredes moradas, con estrechas puertas que llevaban, sobre la bandolera, un número. Regadera en mano, entre las mesas de café circulaba muy calladamente un hombre aparentemente jardinero, vestido con un enorme sombrero de paja, un trajecito de dril azul y alpargatas; con fluido de acaroína rebajado regaba los flojos tablones del piso, dejando negro lo que era polvoriento y gris. Francamente, la menta que me sirvieron resultó inferior a las del barco.