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Volví a recordar al Inglés Veblen. Yo no lo imaginaba sino en lugares muy civilizados -Nueva York para él configuraba la jungla-, en termas, como Aix-les-Bains o Évian, en Montecarlo, en la Via Veneto de Roma, en el octavo arrondissement de París o en el West End de Londres. De mis palabras nadie infiera que Veblen fuera snob, aunque algo de ello debía tener, pues fingía aborrecimiento, en broma desde luego (no de otro modo se manifiesta, salvo en ejemplares raros, el snobismo), por cuanto se apartaba del canon de sus costumbres. La verdad es que llevó siempre una suerte de doble vida, una de cuyas mitades resulta, si no la atribuimos a un veleidoso snobismo, relativamente inexplicable: mi amigo entendía de gatos y más de una vez lo vi, en increíbles fotografías periodísticas, rodeado de las viejas que lo secundaban en su tarea de jurado de la Real Exposición de Gatos de tal o cual paraje. Esta actividad no contaminaba el resto de su vida; Veblen era un hombre leído, en cuya educación, más que la voluntad, intervino el agrado, conocedor de la rama profana de la arquitectura y de las artes decorativas francesas del siglo xviii, versado en las obras de Watteau, de Boucher y de Fragonard. Según quieren algunos, no carecía de discernimiento para la pintura moderna del mil novecientos veintitantos, que perduró hasta bien entrada la decena del sesenta.

El hombrecito del sombrero de paja había cumplido una vuelta de riego por el salón y ahora descansaba en una silla, junto a una de las mesas. De pronto vi entre sus piernas un gato sentado, gato casero a mi entender, de pelaje blanco en el fondo, con grandes manchas café con leche y negras. Nos miramos con ese gato; tenía la máscara en dos mitades, un ojo en la mitad negra, otro en la blanca. «Esto es un jardín zoológico», me dije. «Un papagayo, un gato, un cisne.» Yo había dicho «un cisne», porque el hombrecito, al sacar el pañuelo para enjugarse la frente, descubrió en el lado izquierdo de la camisa un monograma que representaba aquel animal. «Cuántos recuerdos», murmuré sin comprender nada. Perceptibles, aún indefinidos, agolpábanse recuerdos de toda una época de la juventud. Sí, reflexioné, yo estaba seguro de que Veblen tenía un monograma idéntico. Porque el gato seguía mirándome como si quisiera comunicarme una noticia, bajé los ojos. Cuando los levanté, en la mesa estaba el sombrero de paja, en el hombrecito la cara del Inglés Veblen. Consideré que era extraño encontrar en un individuo la cara de otro. Los azares del viaje me revelaban, quizá, que había varios ejemplares de una misma cara, perdidos por el mundo.

– ¡Hermano! -gritó Veblen, viniendo, los brazos abiertos, a mi encuentro.

– ¡Hermano! -contesté.

Nos abrazamos conmovidos. Tenía olor acre.

Yo lo miraba atónito, inseguro todavía, un poco mareado ante el misterio vertiginoso que ocultaba aquella cara familiar. Identificamos la cara con la persona; ante mí tenía la cara de Veblen, no las otras circunstancias de Veblen. Recapacité: en mi amigo, tales circunstancias -ropa, atildamiento corporal, lugares en que se movía, actitud un poco pedante y petulante- eran los elementos principales de la personalidad. (Cambiadas las circunstancias, algo análogo acaso ocurra con cualquiera.) Había que vernos, dos hombres medio viejones, uno en brazos del otro, a punto de lagrimear. Cuando dije la majadería de que él estaba muy bien, replicó sonriendo:

– Tienes razón, doy envidia, pero te aseguro que me preguntas, con los ojos redondos, qué me ha pasado.

– Y, no es para menos -respondí-. No esperaba encontrarte acá.

– Parece novela ¿no es cierto? ¿Quieres que te diga qué me pasó?

– Naturalmente, Inglés.

– Entonces -continuó-, como en las novelas, me pides una copa y yo te cuento la historia mientras me emborracho.

– ¿Qué quieres? -pregunté, después de llamar al mozo.

– Para mí todo es igual -dijo.

Quedó mirándome. El mozo trajo un vaso y una botella.

– ¿La dejo? -preguntó en su lengua.

– La deja -respondió Veblen.

Tomé la botella entre las manos; la olí por el cuello. Tenía un olor muy alcohólico, que por momentos me pareció dulzón y por momentos amargo; examiné la etiqueta, con un paisaje de montañas nevadas, la luna y una araña en su tela; leí el nombre: Silvaplana.

– ¿Qué es esto? -pregunté.

– Un brebaje que te sirven aquí -contestó-. No te lo recomiendo.

– ¿Pido otra cosa, Inglés!

– Ni soñarlo. Para mí todo es igual -repitió-. El episodio empezó en Évian, hará cuestión de tres años. O un poco antes, en Londres. Por aquel tiempo yo era un hombre afortunado, y Leda me quería. ¿Supiste mi historia con Leda?

– No -dije-. No la supe. Mi respuesta no lo alegró.

– La conocí en Londres, en un baile. Me deslumbré en seguida y, mirando sus largos guantes blancos, le dije (yo no debería contar estas idioteces) que ella era el cisne y era Leda. Rió sin entender. Te aseguro que era la más joven y la más linda de la fiesta. ¿Cómo describirla? Muy correcta e impecable, con graves rulos rubios y ojos azules. Ella misma me reveló algún límite de su perfección: tenía sucias las rodillas. «Cuando las lavo (o cuando me pongo la mejor ropa interior) me persigue la mala suerte con los hombres.» (La verdad es que habló con mayor crudeza.) Era muy alegre. No conocí mujer a quien la vida divirtiera tanto. Digo mal la vida: su vida, sus amores y engaños. No hay duda de que estaba notablemente centrada. No tenía paciencia con los libros, y de lo que se llama cultura no sabía una palabra; pero si te imaginas que era tonta, te equivocas. A mí, por lo menos, me daba veinte vueltas. Entendía su especialidad. Había pensado en el amor, en los amores, en el amor propio de hombres y mujeres, en engaños, en intrigas, en lo que la gente dice y en lo que la gente calla. Te aseguro que oyéndola, yo recordaba a Proust. A los dieciséis años la habían casado con un viejo diplomático austriaco, un hombre culto, astuto y desconfiado, a quien engañaba con entera facilidad. Parece que el hombre creyó que se casaba con una suerte de gatito y desde el principio la trató como amo, pretendió educarla y dirigirla; desde el principio ella procuró conformarlo, sobre todo con engaños. Como los padres pensaban que el marido no era rival para Leda (en esta guerra de sustraerse ella, de sujetarla él) la vigilaban como otros dos maridos celosos. No te imagines que en estos afanes ella perdía la alegría o el afecto por los padres o por el austriaco. Quería a todos, mentía a todos. Era admirable el júbilo con que planeaba sus complicados embustes.

»Antes de que me presentara al marido (después lo traté bastante), al comienzo de nuestros amores, una noche le pregunté: “¿No desconfiará? Siempre nos encuentra juntos”. Recuerdo que contestó: “No te preocupes. Mi marido es de ese tipo de hombres muy masculinos, buenos fisonomistas de mujeres, que jamás recuerdan una cara de hombre, porque no la ven”.

»Lo que deslumbraba -además de su belleza, de su juventud, de su encanto, de su inteligencia (particular y limitada, pero finísima, mucho más lúcida que la mía)- era el hecho increíble, repetidamente probado, de que estaba enamorada de mí. Me contaba todo, no me ocultaba nada, como si estuviera segura -yo la respetaba, admitía la madurez de su criterio, no me permitía dudar (pero dudaba un poco)-, como si estuviera segura de que nunca emplearía contra mí aquella prodigiosa máquina de embustes. Yo agradecía la generosidad del destino, y una noche, en una especie de borrachera de amor y vanagloria, le dije: “Aunque me engañaras a mí, no podría menos que admirarte”. De buena fe me suponía dotado del requerido temple filosófico. Por otra parte, no había mala acción ejecutada por Leda que no fuera principalmente graciosa.

»Me olvido de Lavinia -dijo el Inglés Veblen, palmoteando la cabeza del gato sentado entre sus piernas-. Lavinia, la gatita de Leda, era una gata casera, de pelaje muy suave, con manchas café con leche y negras, con la máscara en dos mitades, una negra y una blanca. Con ese aire de gato de pobres, tenía el alma de Leda. No sabes cómo se parecían. Muy compradora y falsa, te embaucaba siempre, y cuando descubrías el engaño te deslumbraba el animalito. Era delicada, enemiga de la suciedad. Después de comer la señorita tenía que limpiarse, como toda gran dama, los bigotes. Un día me recibió con pruebas de afecto, lo que me halagó sobremanera, porque entendí que Lavinia me extendía un certificado de admisión en la casa. En ocasión de mandar el traje azul a la tintorería, comprendí que la gata me engañó con su cordialidad para usar mi pantalón como servilleta. De nadie le importaba a Lavinia, salvo de Leda. A lo mejor Leda fue igual, también tuvo un solo amor.

»No recuerdo quién, Leda o yo, habló primero de pasar juntos unos días en algún paraje de Francia. Estoy seguro, eso sí, de que Leda eligió a Évian. Esta elección me sorprendió, pues yo creía conocer a Leda y descontaba que optaría por un lugar extremadamente mundano; también me defraudó un poco, porque me había imaginado del brazo de mi amiga, en pleno brillo de Montecarlo y de Cannes. Lo pensé mejor y me dije: “¿Qué más quiero? No andaremos de fiesta en fiesta, yo angustiado por sus inevitables conquistas. La tendré para mí solo”.