»Contarnos el viaje que haríamos era uno de los agrados de aquella época; sin embargo, cuando hubo precisiones y fechas, cuando todo fue real, me encontré mal dispuesto a interrumpir nuestra vida en Londres. Como ni yo ni nadie resistía los deseos de Leda, muy pronto se reanimó en mí el ánimo de partir. Surgieron dificultades: desconfiaron los padres, ya no vieron el viaje con buenos ojos; peor aún: el marido habló de acompañar a su mujer. De tales vicisitudes Leda me mantenía informado, pues los otros, quizá por instinto, se cuidaban ante extraños de ventilar sospechas y resquemores. Los padres, dos viejos hipócritas, para confundirme se mostraban partidarios del viaje y el marido me rogaba, con astucia evidente, que no lo abandonara durante la ausencia de Leda, porque sin ella ¿quién lo invitaría? Estas comedias irritaban a la muchacha, que temía aparecer ante mí como una gran mentirosa. Los preparativos continuaban y, ocupada con la modista, en la manicura, en el peluquero, en las compras, a mi amiga no le quedaba un minuto del día para verme; en cuanto a las noches, las pasaba, se entiende, con la familia. “Menos mal que hay teléfono”, yo suspiraba con resignación. Debo reconocer que para un rápido saludo telefónico Leda siempre encontraba la oportunidad. La esperanza en ese viaje que nos mantenía separados y que por fin nos reuniría, paulatinamente se alejaba. Cuando todo pareció perdido, Leda anunció: “Mi amor, nos vamos. Infortunadamente nos acompañan mi prima Adelaida Brown-Sequard y mi sobrinita Belinda. Sin ellas no hay Évian. Tú y yo viajamos por separado y nos encontramos en el hotel Royal. Para que no viajes completamente solo, te dejo a Lavinia. Tú la llevarás. Te confío lo que más quiero… después de ti, mi amor”. Fui feliz, me abatí, me sobrepuse. Para mis adentros comenté melancólicamente: “¡Leda con una sobrinita! On aura tout vu”.
»Como yo partiría antes, la verdad es que temí pasar en Évian una temporada con la gata; pero cambiamos los planes, primero voló ella y cuando aterrizamos con Lavinia en Ginebra, nos esperaba Leda en el aeródromo.
»Nuestro automóvil entró en Évian al caer la tarde. No sé por qué me acometió una ansiedad por demorar la llegada al hotel; hubiera querido prolongar el trayecto y retener junto a mí (patéticamente, como se abrazan los amantes a quienes el destino separa) a Leda, que erguida en el asiento me refería, según creo, los pormenores de su viaje. “¿Por qué eres tan linda?”, le dije tomándola ansiosamente de las manos e infundiendo un tono despreocupado en las palabras. Aunque sensible a cualquier reproche, dejó pasar el que había en la pregunta y atendió el elogio de su belleza. Halagada, se irguió más aún, y ese movimiento, el largo cuello, el peinado, los ojos, que eran verdaderamente increíbles, me la mostraron por un instante como un pájaro. Ojalá que mi acompañante fuera un pájaro; era Leda, la muchacha que yo quería, y por primera vez me dolió su belleza y se me antojó lejana. “Bajemos -dije en el portón del parque-. Vamos caminando hasta el hotel.” Para anular toda objeción argumenté: “La pobre Lavinia necesita ejercicio”. Caminamos callados, pero de pronto oí lo que temía: “Tenemos los cuartos en distinto piso, mi amor. Esta noche no dormimos juntos. Mañana tal vez…”. No dije nada.
»El señor de la recepción me alargó el papel para firmar y me indicó el número del cuarto. “¿Del lado del lago?”, pregunté. “Del lado del lago”, contestó. “Ah, no”, dije. “Quiero del lado de la montaña. Mirando al sur.” “Qué maniático”, protestó Leda. “Mal signo”, me dije, “irritar a la persona querida”. Era la primera vez que esto me ocurría con Leda. Creyéndome hábil, pregunté: “Sin cambiar de piso ¿podría tener un cuarto mirando a la montaña?”. “Cómo no”, contestó el señor. Alegremente Leda empezó a hablar de terrazas donde tomaríamos el desayuno. Nos metimos todos en la jaula del ascensor, recién pintada y barroca, subimos al primer piso, caminamos por corredores anchos (construyeron el hotel en una época en que todavía sobraba lugar en el mundo) sobre inmaculadas alfombras verdes. Mi cuarto era espacioso y me recordó (estoy seguro de que había olor a alhucema) dormitorios de lejanas quintas de la juventud. El gris del empapelado armonizaba delicadamente con la seda rosada que revestía los paneles de la cama camera de bronce. Llevado por la inspiración del momento exclamé: “Estoy seguro de que en este cuarto seré feliz”. Leda me dio el más largo beso del día, cargó en brazos la gata, y me dijo “hasta mañana”.
«Arreglé mis cosas, me bañé, me di una pasada liviana, como dicen los barberos, y bajé al comedor. El hotel estaba poco menos que vacío. Mirando hacia la puerta, porque esperaba con interés la llegada de Leda, de la prima y de la sobrinita, comí frugalmente. Por último volví a mi cuarto. Fumé un cigarro en la terraza: había olor a pasto cortado y un rumor de ranas o de grillos. Me acosté, seguí despierto. Nadie es tan amargado como el amante resentido que no se queja porque no sabe si tiene razón. (Parece mentira, yo había caído en eso.) En diálogos imaginarios, toda la noche reconvine a Leda por la ruina de nuestra temporada en Évian. Admití que una mujer casada debe cuidarse y debe andar con pie de plomo con las confidentes, aunque sean primas; pero la amargura afloraba de nuevo y formulé más de una frase contundente, que aprendí de memoria, para decir al otro día.
»Me despertó, al otro día, el canto de pájaros. Me asomé a la terraza; vi el bosque en la ladera de la montaña y abajo, alrededor del hotel, muchachas con guadañas enormes, cortando el pasto. El hombre que puso la bandeja del desayuno en la terraza, explicó:
»-Estamos preparando la pelouse del parque. De un momento a otro llega la foule.
»Que llegara o no la foule me importaba poco. En cuanto a Leda, a pesar de su referencia a nuestros desayunos en la terraza, comprendí que era mejor no esperarla.
»Después anduve por el parque, me interné en el bosque, creo que me senté en un tronco y que me abandoné a la melancolía. Lo más lamentable fue que no me bastaba la pérdida del amor de Leda; también estuve triste porque tenía canas, porque envejecía, porque me quedaba poco tiempo, porque malgastaba ese poco tiempo en un hotel carísimo, donde cada día de tristeza me costaba una fortuna. Siempre fui muy desordenado, dejé todo en manos -en las manos verdaderamente enormes- del procurador Rafael Colombatti (de pie plano, de cara pálida, de traje negro) y de vez en cuando me afligió el temor, que parece de novela, de encontrarme de la noche a la mañana sin un cobre.
»Tuve que volver, porque se hacía tarde para el almuerzo. En el vasto comedor había pocas mesas ocupadas. Los comensales eran los mismos de la víspera: una familia de fuertes industriales de Lyon; un actor francés, bastante famoso (yo no lo hubiera reconocido si el maître d’hôtel no dice el nombre); un individuo joven, a quien más de una vez había entrevisto últimamente, de mofletes de color ladrillo, inflados y flojos, que le daban un aire estúpido, para mí netamente repulsivo, y una muchacha Lancker, bastante linda y dorada, que reconocí en seguida porque hablé con ella medio minuto, hará cosa de mil años, en un té del club de tennis de Montecarlo.
»Me disponía a tomar el ascensor para subir a mi cuarto, pensando que si me hubieran dejado a Lavinia, que incomodaba al fin y al cabo, tendría más entretenimiento, cuando apareció Leda. Soplando un grito murmuró:
»-Nos vamos por el día a Ginebra. Nos vamos ahora mismo.
»Tan acobardado andaba que no supe a quién incluirían las palabras “nos vamos”: a mí o a la prima y la sobrina. Como Leda agregó: “¿Qué te pasa? Hay que moverse”, entendí que mi suerte había mejorado.
»Recogí el impermeable y emprendimos el viaje, como si nos corriera el diablo. Llegados a nuestro destino pude reflexionar que la impaciencia proviene del corazón, por lo que es vano buscar motivos que la justifiquen; sólo encontraremos pretextos. Quiero decir que nada, aparentemente, tenía que hacer en Ginebra Leda, sino pasear conmigo a lo largo de un día despejado muy grande y muy feliz. Vimos el chorro de agua en el lago y los peces en el Ródano; recorrimos en la Corraterie librerías y en la Grande Rué, librerías y anticuarios (compré a Leda un pisapapel de vidrio, en cuyo interior granates formaban un ave-fénix); descansamos en el parque de Eaux Vives y comimos en un restaurante bearnés. Creo que todavía estábamos en el parque, cuando sugerí que fuéramos a un hotel. “¿Estás loco?”, replicó. “Para eso tenemos el Royal.” En efecto, de vuelta en Évian, se quedó conmigo, y a la mañana siguiente desayunamos juntos en la terraza. Propuso que fuéramos a Lausanne: cuando contesté que estaba listo para partir, sonrió del modo más encantador y dijo: “Iremos en el último vaporcito de la noche. Te espero en el embarcadero, a las once”. Me besó la frente y se fue.
»Resolví no deprimirme, por más horas vacías que tuviera por delante. Sacaría ánimo de la dicha inmediata y aguantaría hasta las once de la noche. Por de pronto me sumí en un largo baño, me vestí con lentitud y bajé al parque del hotel. Antes de salir me encontré con Bobby Williard. ¿Lo conoces? No pierdes nada, porque es un cretino. Como si tuviera cuerda empezó a despotricar contra Évian, que llamó la segunda muerte. “La primera es Bath”, confió con una risita. Explicó que el Royal estaba vacío y repitió: “No hay nadie, nadie”. Por el agrado de hablar de la mujer querida y por vanidad respondí: “Está Leda”. No lo hubiera dicho. Bobby me acercó su aliento sólido y gritó: “¿Sabes lo que me contaron? Que es una p… Parece que con cualquiera es la cosa”. Como pude lo aparté y me interné en la sala del piano, donde nunca había nadie. Ahí estuve un rato, reponiéndome. Es increíble la amargura que me dejaron las palabras de aquel idiota. Algo recobrado al fin, le pedí al conserje prospectos de hoteles de Lausanne. Con tres o cuatro prospectos en la mano, me tiré en una silla de lona, en medio del pasto recién cortado.