Como estaba dispuesto a encarar el tiempo con mucha calma, cuando ya me ponía a leer miré despreocupadamente a mi alrededor. Detuve los ojos en el balcón de Leda y a poco descubrí el reflejo de mi amiga en el vidrio de uno de los batientes. Otro reflejo surgió de la penumbra del cuarto; en el vidrio se juntaron ambos. Yo me dije: “Leda besa a la sobrina”. No sé cuándo pasé de estar divertido con el descubrimiento de un interesante fenómeno de óptica, por el que Leda y la sobrina aparecían, para un espectador colocado en mi ángulo, de igual estatura, a descubrir que Leda besaba a un hombre. Aquel momento, pido que me creas, fue como un mojón, un mojón apenas entrevisto, pero entrevisto al fin e inmediatamente descifrado como el límite entre dos mundos, el de siempre, en el que yo estaba con Leda, y uno desconocido, bastante desagradable, en el que entraría por ley fatal. Se me nubló la vista, dejé caer los prospectos, como si fueran bichos venenosos. Era curioso: a pesar del estado de caos en que me hallaba, la mente trabajó con lucidez y prontitud. Primero me dirigí a la recepción. Pregunté por la señora o señorita Brown-Sequard y por una niña que la acompañaba. Me contestaron que tales personas no figuraban entre los pasajeros del Royal. Después pedí la cuenta, pagué, subí a mi cuarto. Ahí se desató la verdadera amargura; arreglando valijas anduve por el cuarto como un murciélago enceguecido, que se da contra las paredes. Furiosamente salí de ese cuarto miserable, y en el ómnibus del hotel bajé al embarcadero. Como tuve que esperar una hora larga, cavilé. Empecé a preguntarme (todavía no he concluido) si realmente vi a Leda besándose con un hombre. Conocí la tentación de quedarme. Dije: “A lo mejor quedarme es prudencia”; pero dije después: “Quedarme es cobardía”. Creo que en el fondo de mi alma supe que ya no podía encontrar junto a Leda sino ansiedad y tristeza; te aseguro que por eso partí (cualquier mujer te dirá que lo hice por amor propio). No hay duda de que en el barquito, cruzando el lago, yo me veía como dueño de mi destino; también es verdad que de pronto volaron sobre mi cabeza enormes pájaros blancos y me aterraron premoniciones.
»Todos vamos en un barquito, con rumbo desconocido, pero me agrada imaginar que entonces yo encarnaba el símbolo de un modo particularmente apropiado. No me preguntes, porque no recuerdo, dónde paré en Lausanne. Recuerdo, sí, que por la ventana de mi cuarto, a lo largo de un día rarísimo, en que nada tenía consistencia, contemplé fascinado la otra ribera. Podría dibujarte el hotel Royal, tanto lo miré. A la noche, líneas de puntos paulatinamente lo iluminaron. Sobre esa imagen cerré los ojos y, acodado a una mesa, frente a la ventana, me dormí. Debí de estar muy cansado, pues a la mañana siguiente, desperté en la misma postura.
»En cuanto cerré los ojos (fíjate bien; yo estaba con la cabeza apoyada en la mesa, frente a la ventana que da al lago, de manera que si los hubiera entreabierto un instante habría visto el incendio) el hotel Royal quedó envuelto en llamas. Aparentemente nadie durmió aquella noche, salvo yo, que tenía ahí dentro a Leda.
»Uno diría que alguien, el mismo que desde la hora en que pisé el vaporcito maneja mi vida, me durmió. A la mañana no me permitió mirar adelante; me llevó adentro del cuarto y, porque estaba resuelto a apartarme de Leda, me enredó en compromisos. Es bastante raro que yo pidiera, antes del desayuno, comunicación con Londres. Llamé a Londres (todo esto lo dirigió el destino) para avisar que llegaba a casa en el día. Si para no volver atrás, yo procuraba atarme, me encontré con un lazo más fuerte que el previsto. Me dijeron que esa noche Colombatti se había disparado un tiro y que agonizaba en el hospital. Contesté: “Voy en el primer avión”. Después hablé con el portero y reservé el pasaje. A las once tenía que estar en el aeródromo. Miré el reloj. Eran las ocho y media. Ni bien pedí el desayuno, lo trajo una suiza, muy desleída y muy joven, tan interesada en el asunto que no se preguntó si yo lo ignoraba y habló sin parar, hasta el final de frase, dos o tres veces repetido: “Todos muertos”. Pregunté: “¿Dónde?”. Comprenderás cómo quedé al oír: “En el siniestro del Royal”.
»Después hay un rato en blanco, del que no tengo memoria. Creo que me asomé a la ventana y que bastó un poco de humo allá, enfrente, para confirmar lo peor. En el primer vaporcito yo cruzaría a Évian, pero el ascensorista declaró: “No hubo muertos”. Interrogué al portero. Éste, reforzado por el ascensorista y por todo individuo que interpelé en el hotel, repitió lo mismo: “No hubo muertos”.
»De cualquier modo cruzaría el lago y cuanto antes me echaría al cuello de Leda. Quería verla y tocarla, después de la calamidad que pudo ocurrir. El incendio, las noticias falsas, eran signos enviados para recordarme que en la vida hay penas más graves que un engaño. Yo había vislumbrado el dolor de saber a Leda muerta; tenerla viva y porfiar en el amor propio sería desafiar la suerte.
»El portero me incomodaba; alardeaba del mérito de haber logrado asiento en el avión de las once y, como si leyera en mi mente, retomando el otro tema exclamaba: “Ni un solo muerto en el Royal. ¿Usted no cree en mi palabra?”. Por mi parte razoné que el plan de echarme al cuello no sería practicable si mi rápida llegada irritaba a Leda, que aún no dispondría de reductos para ocultar, a uno del otro, a sus dos amantes. (Resolví que el rival, vaya a saber por qué, era el mozo aquel de los flojos mofletes de color ladrillo.) Me dije también que mientras yo emprendía esa vuelta a Évian, inoportuna y odiosa, Colombatti, el hombre de confianza que durante años manejó lo mío y, afanado en la celda de un escritorio con ventana a patio, permitió que yo me paseara por el mundo y recogiera halagos, moría sin mi palabra de gratitud, sin mi mano de adiós, abandonado en un hospital de Londres.
»De nuevo el destino me alejó de Leda. Me embarqué en el avión de las once. Llegué a tiempo para decir a Colombatti mi palabra de gratitud. A mi mano de adiós el suicida evitó ágilmente, pues a la hora nomás, a lo mejor en el vuelo de vuelta del mismo avión que me había llevado, huyó con rumbo a las dos Rivieras y, mucho lo temo, a Montecarlo. Parece que salió con la cabeza vendada; pero lo evidente es que yo debía de tener vendado el entendimiento. No lo creerás: durante un rato me inquietó el efecto de tan inopinada fuga sobre el organismo de mi ex administrador. Desde luego que ni parapetado en la estupidez yo podía salvarme, por mucho tiempo, de la realidad. Después del almuerzo me enteré de los caballos de carrera, de las comilonas de caviar y de las costosas cortesanas de Colombatti. En el escritorio comprobé sus robos y puedo decir que me encontré, de la mañana a la noche, sin un cobre. No cabía duda de que vendido cuanto me quedaba, me quedarían deudas.
»Aquella noche olvidé totalmente a Leda. No te imaginas hasta qué punto me afectan las dificultades de dinero. Quizá porque no acabo de entenderlas me deprimen y me asustan. Interpreté mi desdicha como castigo, intuí infinidad de culpas, me entregué a los remordimientos. Más triste que si Leda hubiera muerto carbonizada, me revolví en la cama y no dormí hasta el otro día, yo creo que hasta el instante de llegar el negro.
»Aparentemente guardaba un silencio perfecto, pero algún ruido debió de hacer porque desperté. Estaba sentado en una silla muy inmediata, vestía jaquel, su aspecto era correcto y su piel negra. Creo que fueron los ojos, tan redondos, los que me inquietaron. Apreté el pomo del timbre inútilmente, porque los fieles criados, al tanto de la situación, dejaron mi casa como ratas a un barco que va a naufragar.
»No era un negro fantástico; era de carne y hueso y participaba con ingenua avidez en la muchedumbre de circunstancias nimias que dan su carácter inconfundible a la realidad; a pesar de todo ello resultó indudable que me lo mandaba la providencia. Era diplomático, o más bien agregado cultural, de una nueva república africana y venía a contratarme, en nombre de su gobierno, para que les dirigiera un museo; entre una frase y otra dejó oír la cantidad de libras que me pagarían por adelantado. Aunque la dijo rápidamente la retuve sin dificultad, porque era, libras más, libras menos, la misma en que yo había calculado mi deuda, después de vendidos el departamento, dos casas ocupadas y unas pocas hectáreas de campo a que no había echado mano Colombatti. “¿Dirigir un museo?”, pregunté. “Un museo de arte”, contestó, para agregar a modo de confirmación: “De arte moderno”. “¿Y ahí? ¿qué pitos toco?”, pregunté. Ignorando la vulgaridad de mis palabras respondió: “Hemos adquirido los cuadros, hemos levantado el edificio (con algún orgullo declaro que en nuestra modesta capital la construcción más importante es el templo del arte), de modo que por ahora usted colgará y distribuirá lo que tenemos; pero llegará, no lo dude, el día de encarar nuevas compras y entonces…”. Con un ademán traducible por “no hay apuro”, le rogué que siguiera. “Como dijo nuestro presidente”, continuó, “somos el mundo de mañana: el tiempo fluye al África.” No sé muy bien si el pensamiento ulterior correspondía al presidente o era de su cosecha. Mi negro alegó: “Nuestra aventura predilecta consiste en invertir para el mañana”, y predijo que un día despertaría para descubrir que todo ese arte, “bastante feo, a lo mejor, para el ojo mal adoctrinado”, equivaldría a tener en caja enormes bloques de oro. “Hemos acumulado”, afirmó, “más Picasso y Gris que San Pablo, más Petoruti que nadie. Por si todo ello fuera poco, la estatua a la patria, colocada frente al museo, es obra (no dudo de que la circunstancia le resultará grata) de un glorioso paisano suyo, el escultor Moore”. Sobre la predicción anterior, admitió la posibilidad de equivocarse, pero agregó: “¡Nos acompañan en el error, no solamente los artistas interesados y los patronos de galerías para la venta, sino todos los entendidos en la materia, hombres de negocios, damas del gran mundo, banqueros y fuertes industriales! Acaso al despertar no encontremos oro, sino papel moneda falsificado burdamente carente de valor y liquidez, producto de pintamonos. ¡Cómo alegraría el resultado a viejos que han perdido, junto a la elasticidad de las arterias, la ductilidad de espíritu, indispensable para admitir el arte nuevo!”. Al fin de la perorata aclaró, no sin dignidad, que él o su presidente, prefería hundir la patria con los jóvenes antes que exaltarla con los reaccionarios, los colonialistas y los negreros.