»Por muy real que fuera mi visitante, revelaban el origen providencial de su oferta la circunstancia de abrirme un purgatorio, un lugar donde expiar mis culpas, y sobre todo la identidad de cantidades, entre las libras que me pagaban y las de mi deuda. Confieso que esto último me convenció, me pareció un verdadero toque mágico. “Bueno”, dije, “¿cuándo debo partir?” “Cuando quiera”, respondió con un ademán amplio, de diplomático inveterado, que me daba todo el tiempo del mundo, siquiera por un instante. “¿Hoy es miércoles?”, prosiguió. “A ver, en el avión del sábado, o si prefiere en el de mañana.” Oí mi contestación como si no fuera mía, como si hablara por mi boca un desconocido: “Tan poco puedo hacer entre hoy y el sábado que lo haré entre hoy y mañana, si no seguimos charlando”. El diplomático me entregó un cheque, anunció que al otro día, a la hora cero, ya que el avión salía a la una y veinte, me recogería en su automóvil, dio alguna indicación respecto a que la ropa de mayor abrigo no era de rigor en el trópico y partió.
»Esa mañana visité al cónsul y a un abogado; a éste volví a visitarlo a la tarde, para firmar unos papeles por los que autorizaba la venta de propiedades y el pago de deudas. Para cobrar su cuenta, le pedí que pusiera en remate cuadros, muebles y cuanto quedaba en mi departamento. Quedaba casi todo, porque apenas me llevé una valija, con alguna ropa y la única fotografía que tenía de Leda. Dentro de unos minutos voy a mi sucucho y te la traigo. Verás que Leda era tan linda como te dije: está en segundo plano, desgraciadamente un poco borrosa; la que aparece adelante y nítida es la gata.
»Bueno, sin tiempo de pensar, entré en el avión que me trajo y dormido por una única píldora contra el mareo llegué a destino. En el aeropuerto me esperaban autoridades con música; me llevaron, como a todo el mundo, a beber el vino de honor con el presidente y a poner la corona de flores en la tumba del Padre de la Patria, y por último me soltaron en mi museo. Ahí desperté, ahí empezó la aflicción.
»Porque esos cuadros y estatuas lo vuelven a uno sobre sí mismo, entendí dónde estaba, qué hice y qué dejé. Llevado por hechos fortuitos, no por decisiones mías, dejé a Leda, de quien no sabía nada. En Londres no leí diarios; me aturdí con el desfalco de Colombatti y con mi viaje al África; ocupé las pocas horas en trámites y, aunque parezca inaudito, no verifiqué la afirmación del conserje de Lausanne, de que no hubo muertos en el incendio del Royal. La duda trabajó desde el día de la llegada. Por de pronto la duda de que Leda estuviera viva y la de realmente haberla visto junto a un hombre y también la de que un engaño importara más que el mismo amor. Agrega a todo esto que yo no podía volver a Inglaterra, que me ataba aquí un contrato y adivinarás el ánimo con que vagué por mis galerías de concretos, figurativos, etcétera. Como un condenado mira los muros de la cárcel miré los cuadros, no es raro que los aborreciera.
»Te dije que desperté, pero aquello fue apenas un despertar dentro de un sueño. Antes de que las cosas tomaran aire de realidad pasó un tiempo considerable. No lo creerás: a mis habitaciones, que estaban en el ala derecha del museo, las imagino, cuando recuerdo los primeros días, en el ala izquierda. Aparentemente nadie lo advirtió, pero yo vivía en estado de delirio, esperando quién sabe qué. De todos modos me llevé una sorpresa la mañana que hallé sobre la carpeta de mi escritorio un telegrama dirigido a mi nombre. Lo abrí y leí: “Lavinia murió en el incendio. Estoy muy sola. Telegrafía a Poste Restante si voy o vienes, Leda”. Después de leer el papel comprendí que en un punto mis dudas carecieron de verdadero fundamento. Leda no podía estar muerta; había en ello incompatibilidad. Eso sí, como prueba de amor, la que tenía ante mis ojos era extraordinaria.
»No porque yo recordara el episodio de Évian; siempre, desde el principio, me pareció increíble que Leda me quisiera. Entendámonos bien, increíble pero real; un hecho favorable que no correspondía a ningún mérito mío, sino que era obra del azar.
»Ya nadie en Londres ignoraría los robos de Colombatti ni mi bancarrota, de manera que Leda estaba dispuesta a recibir a un pobre o a seguirlo al África. Hay mujeres, lo sé bien, que viven los momentos, cada uno de los momentos, como si olvidaran el pasado y no creyeran en el porvenir; que tales mujeres quemen por nosotros las naves no significa una garantía, porque llegada la hora se van a nado; pero sería injusto incluir entre ellas a Leda. Para obrar así, alguna confusión mental, siquiera voluntaria, es indispensable. No conocí mente más lúcida que la de esa muchacha. En comparación, la mía es confusa. Por ejemplo, yo interpreté el telegrama como un regalo del destino, que llevaba la situación a un plano mágico. No estar a su altura, no obedecer literalmente, mandar en lugar del telegrama pedido una carta explicativa, traería mala suerte.
»Es claro que sobreponerse a dificultades y ventajas prácticas no es para cualquiera. Me presentaban un nudo, yo debía cortarlo, de acuerdo, pero ¿cómo? La explicación no cabía en el telegrama. Lo primero era eliminar la menor incertidumbre de Leda sobre mi indigencia total. Yo me había convertido en un pobre diablo y nuestra vida en Europa no sería la de antes. Quería explicarle también que un contrato me ataba aquí. Por un año no obtenía pasaporte. No me dejarían escapar y, si lo intentaba, quizás iría preso. Finalmente debía describirle el país. Por grande que fuera su abnegación, de puro aburrida llegaría a odiarme. Después de las tres o cuatro excursiones se entregaría al alcohol y, más probablemente, a los negritos. ¿Cómo dar a entender todo esto sin aparentar un rechazo?
»Ocupé el fin de semana en redactar mi carta, en romperla, en redactarla cuatro o cinco veces. Por último la mandé y me puse a esperar. Esperé un telegrama, una carta, a Leda en persona. Esperé largos días y largas noches, primero confiado, asustado bastante pronto. Pasé de la seguridad de contar con ella, a la inquietud de haberla ofendido, a la perplejidad y al miedo. Telegrafié: “Por favor telegrafía si voy o vienes”. ¿Qué hubiera hecho si Leda contestaba que fuera?
»No sé. No contestó eso. No contestó nada. Después de otra larga espera, la contestación llegó en una carta de letra igual, a primera vista, a la de Leda, firmada Adelaida Brown-Sequard. Entonces Adelaida Brown-Sequard, la prima, existía. Voy a buscar la carta, ahora nomás, y te la muestro. Leí sin entender. Yo me preguntaba por qué Leda no me escribía personalmente. El tono de la carta era de reproche, firme y caritativo. Si el amor propio no me hubiera cegado, afirmaba la prima, yo hubiera advertido el inmenso amor de Leda. Todos los hombres eran iguales; por el amor propio sacrificaban el amor. Después decía algo que me dolió, porque era cierto: si una vez Leda fue débil, para castigarla yo no tuve debilidad. La abandoné en Évian. No me inquietó la suerte corrida por ella en el incendio; no volví; volé a Londres. Al día siguiente, cuando Leda llegó, descubrió que me había ido al África. Ni bien le dieron el paradero telegrafió. Yo no contesté por telegrama; contesté por carta, después de unos días. El aguante de Leda, en esos días, tocó fondo. La pobre chica no fingió. Padres y marido notaron su desesperación y probablemente adivinaron la causa, pero eso ahora no importaba, porque del modo más tonto (como si me negara a entender, varias veces leí el párrafo) una mañana al salir del correo (mañana y tarde iba a preguntar si había algo en la Poste Restante) aparentemente cruzó la calle sin reparar que venía un camión, porque los testigos dijeron que se tiró bajo las ruedas, y del modo más tonto encontró la muerte.
»Creo que la carta cayó al suelo. Quedé perplejo. Las conjeturas de una muerte posible no me habían preparado para la muerte de Leda. Sin ironía me pregunté qué hacía yo en el África, si Leda estaba muerta.
»Me di a la vagancia y a la bebida. Quizás esperaba el camión que me trajera la muerte a mí también. O esperaba que los barrios bajos, o la selva, que está cerca, me tragaran.