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»Abandoné el cargo. Me buscaron, me encontraron, me llevaron al museo, me amonestaron, me amenazaron con un juicio (el negro es muy leguleyo). Se cansaron y me olvidaron.

»En mi borrachera yo me decía que en estos enormes arrabales, alimentados por la selva, tenía que haber de todo. Que uno, con el tiempo, encontraría cualquier cosa. ¿Entiendes?: cualquier cosa. Un día mis pasos me trajeron a este lugar y desde la calle vi a Leda.

»Pregunté por el patrón. Me mostraron dos negros grandotes, apodados el Consorcio. Les pedí trabajo. Dijeron: “No hay”. Como bastaba una mirada somera para saber que mentían, me quedé. Sobra trabajo. Llevo tres años lavando copas, regando tablones, arreglando cuartos donde las mujeres atienden sus quehaceres y a la fecha no me he puesto al día. No me pagan un cobre: en ese punto el Consorcio demuestra carácter. La comida es infecta, pero siempre hay restos, de manera que no me quejo. Y a la noche, ya se sabe, para dormir dispongo de la leñera. Aunque te parezca raro, porque vivo en un bar, ando corto de bebida; aquí el que no paga, no bebe, siglos hará que no me emborracho.

»Te aclaro que la mujer no era Leda. Por de pronto la ropa: ni compararla. Leda se vistió siempre como una señora. La de aquí llevaba la vestimenta colorinche y barata que ves en esas infelices. Después el sobrenombre. No sé cómo se llamaba, pero le decían Leto, un sobrenombre ridículo. Otro tanto para lo demás. Era menos joven, menos fina, menos linda. Eso sí, al caer la tarde, ya bebida mi copa (yo todavía tenía alguna plata conmigo) era Leda. La ilusión me dominaba perfectamente. Dios me perdone, una tarde, mientras miraba esa cara, me pregunté si la cambiaría por la verdadera y qué ganaría en el cambio. La blasfemia duró un instante y después eché a temblar.

»Tampoco duró la mujer. Se fue con un mozalbete de mirada estúpida. Ahora, si la recuerdo, ni con la mejor voluntad la confundo con Leda.

»Ya nada más que la costumbre me retenía en este tugurio, pero me quedé como quien espera algo. A la vuelta de los años, el último febrero, tras el incendio de un caserón conocido en el barrio por el Medio Mundo, apareció la gata Lavinia.

»Para ti un gato será igual a otro. No entiendes de gatos. El que entiende de una materia sabe mirarla. El médico sabe mirar al enfermo, el mecánico sabe mirar la máquina. Será un poco absurdo, pero yo sé mirar un gato. Por eso te aclaro que esta gata es Lavinia, no un animal parecido.

»No te afanes en cálculos para determinar la edad de la gata que, salvada del incendio de Évian, habría llegado quién sabe cómo, después de otro incendio, a este cafetín africano. Yo medité la cuestión, porque esa Lavinia sería vieja y ésta (lo comprobarás en cuanto le mires la boca) es una gata joven, de dos años y medio: justamente la edad que alcanzó en la época de Évian. No concluyas que son dos gatas distintas. La de acá es Lavinia, te lo digo yo, que experimenté primero con Leto. Entre la cosa misma y la parecida hay una diferencia enorme. Si pides una explicación, te recuerdo el eterno retorno de que hablan Nietzsche y otros. Tendríamos un eterno retorno limitado, por ahora, a una gata. A los elementos que originalmente formaron el animal, dispersos cuando la quemazón del hotel, un golpe de azar los habría reunido de nuevo, de manera idéntica.

»Una explicación puramente material acabaría con mis esperanzas. No cabría posibilidad alguna de que dos veces, en el breve tiempo de mi vida, ocurriera un fenómeno tan extraordinario. Si piensas que reproducir a Lavinia no es menos complicado que reproducir a Leda ¿mides mi castigo? De la muerte me devuelven la gata de mi amante, no a mi amante. ¡A mí tan luego me conmovía el mito de Orfeo! Por lo menos con Orfeo la crueldad no se agravó del sarcasmo.

»Aunque estas mesas remedan cualquier café de Europa o de los nuestros, recuerda que estamos en el borde de la selva, un laboratorio que depara lo incalculable. Años atrás yo crucé un borde así y desde entonces me interno en tierra desconocida. Todo hombre se asoma a esa tierra: la del destino, la de la buena y mala suerte; yo la habito. Por eso no interpreto los regresos o apariciones como hechos naturales; los veo como signos. Primero Leto, una aproximación, después Lavinia, la gata misma, ahora tú. Perdóname si te incomoda o asusta que te complique con materia sobrenatural, pero todos ustedes forman un dibujo en vaivén, que acabará en Leda.

– Yo -contesté rápidamente, como si quisiera aclarar cuanto antes los motivos naturales de mi presencia- he llegado en un crucero. Ahora vuelvo a bordo. ¿Me permites un consejo, Veblen? Tú te vienes conmigo y yo arreglo con el capitán pasaje y pasaporte.

– Yo me quedo hasta que llegue Leda -declaró Veblen y emitió un chillido que dos veces me sobrecogió, porque el loro lo había repetido desde la pared.

La causa fue el dedo índice de un negrote, aplicado violentamente en el costillar de Veblen.

– Una mitad del Consorcio -explicó el Inglés- me recuerda que descuido el trabajo. Alguna mujer dejó su cuarto y yo tengo que ordenarlo. No te vayas. Vuelvo en seguida. De paso me corro hasta el sucucho y traigo la carta de la prima (verás que existe) y la fotografía de Leda y de la gata.

– Una pregunta, Inglés, ¿ésta es Lavinia?!

– Sí -contestó, mientras partía al trote, bajo la mirada del negro, en dirección al patio.

La gata no lo siguió. Se restregó contra mis piernas. Creo que si quiero, me la llevo.

No esperé a mi pobre amigo. Lo abandoné para siempre. Pagué, si mal no recuerdo; salí a la calle, tuve la fortuna de encontrar taxi, volví al barco. Al oler ese ambiente particular de a bordo me hallé en casa y me invadió una gran debilidad, hecha de alivio y de júbilo. Yo creo que no se equivocó Veblen. Tuve miedo, no sé por qué.

La obra

Haciendo torres sobre tierna arena.

Lope de Vega

Como si no bastaran las promesas del más allá, queremos perdurar en nuestra tierra, tan vilipendiada y tan querida. Casi todo el mundo comparte el afán por sobrevivir en obras, en hijos, de cualquier modo. Sin duda nos mueve un instinto y en ese punto al menos igualamos en inteligencia a dos insectos, la hormiga y la abeja, y a un roedor, el castor o castor fiber. Si reflexionáramos un minuto acerca de la inmortalidad deparada por libros, obras de arte, inventos, función pública, saborearíamos la amargura de quien se dejó atrapar en una estafa. Yo anhelo la inmortalidad de mi conciencia y no soy tan vanidoso para contentarme con sobrevivir en media docena de volúmenes alineados en un anaquel; pero desde luego me aferró con uñas y dientes a esa inmortalidad de la media docena, mi robusto bastión contra los embates del tiempo, y no es menos verdad que me hago cruces, metafóricamente hablando, ante quienes día a día se afanan en trabajos que día a día se desvanecen. ¿Cómo entender a tanto artista, cuyos productos afrontan pruebas que barrerían con los cuadros del Museo de Arte Moderno, por no decir nada de muchos libritos de los poetas? Hablo de peluqueros de señoras y grandes chefs, del todo indiferentes a la rápida ruina de sus elucubraciones, llámelas complicados peinados o sabias tortas.

En cuanto a los referidos tomitos, descuento que me asegurarán un nicho -vivienda poco alegre, pero ¿qué tiene de alegre la posteridad?- en la historia de la literatura argentina. Acaso no figure entre los exaltados ni entre los ínfimos; me conformo con un lugar secundario: en mi opinión, el más decoroso. Mi nombre es desconocido por la muchedumbre, erudita en los bandos del football y en la genealogía de los caballos. Cuando digo que soy novelista, brillan los ojos del fortuito interlocutor que me propone el asiento del vagón o la mesa del casino o del banquete, pero cuando, a su pregunta, doy mi nombre, la sonrisa momentánea se turba, hasta que una nueva esperanza la reanima: «¿Firma con seudónimo?». «No, no firmo con seudónimo.» Tal vez el interlocutor no recuerde al novelista, pero sí las novelas. Con abnegación las enumero, aunque esa mueca en el ingenuo rostro desilusionado excluye toda duda: nunca oyó tales títulos.

Mi yerro, como escritor, fue probablemente el de contar ficciones, a la postre mentiras; las mentiras, quién lo ignora, llevan adentro un germen de muerte. Ahora contaré un suceso verdadero.

Hasta hoy me abstuve de aprovechar literariamente estos hechos, por consideración a las personas comprometidas; pero en nuestro país el olvido corre más ligero que la historia, de manera que uno puede publicar un episodio ocurrido diez años atrás, perfectamente seguro de no incomodar a los vivos ni empañar la memoria de los muertos. No hay memoria que empañar, porque nadie recuerda nada.

Lucharon siempre en mi ánimo la íntima holgazanería y la voluntad de dejar obra. Aquel año la holgazanería fue demasiado lejos, aprovechó demasiado cuanto pretexto le ofreció la vida en Buenos Aires. Como yo tenía entre manos un buen argumento -generalmente, creo tener entre manos un buen argumento- resolví salvarlo, escribirlo, aunque para ello debiera abandonar la ciudad y los compromisos, rusticar quién sabe dónde.