– Aproveche para visitar el país -dictaminó la mujer del portero.
Como desconfía de mi patriotismo -es tucumana y más de un 9 de julio me sorprendió sin escarapela- no me atreví a explicarle que mi propósito no era turístico ni patriótico, sino literario.
En el fuero interno determiné ignorar el consejo y partir a Mar del Plata. Con espuma en la cara, frente al espejo de la peluquería, hablé del proyecto.
– Francamente -comenzó el peluquero, con su habitual displicencia-, usted no abusa de la imaginación.
– El novelista -repliqué- debe ejercer la imaginación en la obra, pero en la vida ¡por favor!, déjenos elegir cualquier expediente fácil. Le digo más: conviene Mar del Plata porque es pan comido; no andaré alelado, buscando puntos de interés, ni me distraeré de la novela.
Por si ello fuera poco, estábamos en abril, cuando las últimas tandas de veraneantes han vuelto a sus reductos y cuando son más hermosas las tardes. ¿No es abril el mes de los ingleses, de los que saben?
Debatí el asunto con mi amigo Narbondo. En el barrio así lo llamamos, a despecho de su verdadero apellido, según creo Rechevsky, por estar al frente de la antigua farmacia de aquel nombre, que en el treinta y tantos compró a un anterior Narbondo, a quien conocíamos por tal, pese a su verdadero apellido, Pérez o García. Alegó el farmacéutico:
– Allá tenemos unos parientes que están muy bien. Explotan una red de estaciones de servicio, desde la costa hasta el Tandil. Ganan más de lo que gastan, usted me entiende, y año tras año levantan un chalet. Si quiere le pedimos que le alquilen uno de los mejorcitos.
– ¿Cómo no va a querer? -protestó la señora-. Un artista en un cuarto de hotel muere de asfixia.
– Hago la salvedad -dije- de que José Hernández, en hoteles ¡y de entonces!, escribió el Martin Fierro, ida y vuelta. Un argumento en favor de la vida de hoteles.
– O de la vida de cárceles -observó el farmacéutico-. ¿No redactó Barca, en la cárcel de Henares, La vida es sueño? Así le salió.
Hablaban tan rápidamente que usted no tenía tiempo de rectificarlos. Ya insistía la señora:
– Una casita proporciona otra tranquilidad. Con su buena chimenea y la vista al mar, yo misma daría rienda suelta a la inspiración y escribiría una novela.
Me dejé persuadir. «No busco aventuras», reflexioné, «sino condiciones favorables para el trabajo». Los farmacéuticos telegrafiaron a los parientes, los parientes telegrafiaron a los farmacéuticos y yo, en Constitución, me encaramé a un tren y encontré la aventura, la sórdida aventura interminable que es hoy, en esta república, todo trayecto ferroviario. A las cansadas llegué a Mar del Plata, a mi casa, donde por no sé qué agradable generosidad del destino me esperaban imágenes que la señora del farmacéutico evocó en nuestro diálogo: en la chimenea los leños crepitando, en la ventana el mar.
También me esperaban los parientes de Narbondo, el matrimonio Guillot; me entregaron la casa y con delicadeza notable miraron que nada faltara. Yo había pensado: «Prósperos nuevos ricos de una ciudad un tanto materializada. ¡Cruz diablo!». Me llevé una sorpresa. Quizás en Juan Guillot, admitidas la inteligencia, la ilustración, la rectitud, la liberalidad, quedara por perdonar una que otra futesa, innecesaria prueba de que el hombre se hallaba en pleno curso de refinamiento detrás del mostrador; pero su mujer, Viviana, doña Viviana (como todos la llamábamos, aunque tenía menos de veinticinco años), era una persona extraordinaria, en quien no sabía yo si preferir la belleza tan nítida o la gracia, el don de gentes, que me dejaba satisfecho de la vida y de mí. La definí como la esposa perfecta, no sólo para el circunstancial marido comerciante, sino para el potencial cualquiera, artista o escritor.
Cuando partieron abrí la valija, escarbé entre la ropa que me había acomodado la señora del portero -con porfía afloraron objetos relativamente inútiles: una máquina de asentar hojas de afeitar, cuyo fabricante previo tal vez una nueva edad de oro, donde no cupieran la prisa ni la impaciencia, un traje de baño que de sólo verlo usted por las dudas tomaba una aspirina, un bastoncito que requería de quien lo empuñara un coraje superior a mis fuerzas, un catalejo anhelado largamente, que después de comprado quedó en un cajón-, como pude extraje los zapatos con suela de goma, los pantalones de franela, una gruesa tricota con mangas. Con ese conjunto plenamente marrón y con la pipa encendida (pipa y conjunto que me depararon cierta fama, entre las mujeres, de espíritu curioso), me senté frente a la chimenea. Pensé: «Debo comprar una botella de whisky. Con el vaso de whisky en una mano, la pipa y un buen libro en la otra, ¿quién me echa sombra? Completaría el cuadro», reconocí, «un perro fiel. De todos modos, con o sin perro, antes de volver a Buenos Aires, me fotografiarán en este rincón. Cuando la novela aparezca, lograré que algún librero exponga la fotografía».
A la otra mañana, con la pipa humeante, me lancé a una caminata por el barrio, operación de reconocimiento que aproveché para comprar yerba, azúcar, whisky, etcétera, en el almacén y para desayunar a cuerpo de rey en la lechería.
Probablemente porque el viajero es pájaro que viaja con la jaula, al entrar en el almacén de Mar del Plata me creí en el almacén de la vuelta de casa, en Buenos Aires: el mismo olor, la misma penumbra, la misma clientela de mujeres bajas, morenas y mustias. En el mostrador, es claro, no estaba el gallego don Faustino: estaba un gallego peticito, ojeroso, pálido, gris, notablemente desaseado, que se llamaba (no tardé en enterarme) don Fructuoso. Esperando el turno, lo veía despachar a las mujeres y pensaba: la identidad de la función borra cualquier diferencia entre don Faustino y don Fructuoso. En este país, aunque de muchas maneras últimamente se rebelaron, hay (por un tiempo breve, quizá) grandes reservas de mujeres tímidas y sumisas. Cuando les toca el turno en el almacén, continúan calladas, con los ojos bajos. Así quedarían interminablemente si el gallego, don Faustino o don Fructuoso, con un tono de cordial palmada en las nalgas no las animara: «Bueno, niña, ¿qué va a llevar?». Sin levantar los ojos, con una voz humilde como laucha que no se atreve a salir de la cueva, la mujer responde: «Y… cien gramos de mondiola». El gallego pesa la mondiola y pregunta: «¿Qué más?». Después de una pausa la mujer dice por lo bajo: «Una latita de mondongo». El gallego empuña la escalera, trepa, vuelve al mostrador, pregunta: «¿Qué más?». La voz queda emite: «Cincuenta de cebollitas en vinagre». Nada indica si el pedido es el último o si una larga lista continuará. El almacenero no ignora que de tales cerebros no hay que exigir la síntesis de un pedido conjunto. Con calma el hombre se encarama en la escalera, baja con la lata, obtiene de la clienta un nuevo pedido, lleva la escalera a otra parte, trepa en busca de otra lata, baja, obtiene otro pedido, vuelve la escalera al lugar de antes, trepa en busca de otra lata. Magnánimo con su tiempo y con el del prójimo, el almacenero acepta este inútil ir y venir, se cobra en familiaridad, en el tono de manoseo con que trata a su clientela. Hay mucha indulgencia de su parte, pero nadie ignora quién manda, quién es el amo; de verdad el gallego es el gallo en el gallinero, un turco en el harén. Me atrevo a creer que para esta relación del almacenero y las clientas, el mismo Freud hubiera encontrado una interpretación psicoanalítica.
Aunque el tiempo era desapacible, frío y ventoso, no tardé en bajar a la playa, pues las casas, con tablones que tapiaban puertas y ventanas, quién sabe por qué me deprimieron.
El mar está lejos, más allá de bañados cubiertos de maleza, que uno cruza por caminitos terraplenados. Llegué, para comprender, al fin de la peregrinación, que sólo quería estar de vuelta. Me alenté: «En una mañana fría, nada más agradable que una caminata». La verdad es que ya en la caminata, la cintura duele, como si hubiera que llevarlo a cuestas el cuerpo pesa, pies y calzado tardan, retenidos por la arena interminable.
En el borde, la arena estaba firme. Del mar se desprendía ingrávida espuma que el viento deslizaba por la playa. Las gaviotas, compañeras únicas en aquella inmensidad, evocaron mis viajes y mis aventuras de alguna encarnación previa, y de pronto, olvidando el cansancio, recorrí un largo trecho, me encontré en el balneario de Atilio Bramante, frente a casa. Por la playa no tengo un punto más próximo. Aun así, para concluir la agotadora travesía debía andar unos trescientos metros (o quinientos ¿quién calcula estas distancias?). Con el pretexto de alquilar una carpa, buscaría al bañero y encontraría una silla. Confundido por la fatiga, estúpidamente olvidé mi verdadero propósito y con la idea fija de dar con el hombre amontoné más cansancio, mientras obstinadamente empujaba mi pobre humanidad por el desierto. Por último llegué a la vivienda de Bramante, en el centro del balneario, una casita de madera, sobre postes, pintada de azul; cuatro altos peldaños llevaban a la puerta de entrada, que estaba al frente, cara al mar; a ambos lados de la puerta había ojos de buey. En uno de ellos, como en un medallón, Bramante fumaba su pipa.
Le pregunté si era él. Sin apartar la pipa de la boca, sin mirarme, rugió, según entendí, afirmativamente.
– ¿Puedo pasar? -fue mi segunda pregunta.
Subí y entré. La casa consistía en un cuarto; había un catre, cubierto por una manta gris; lonas apiladas; cuerdas; un cofre de madera, con una calavera pintada y el nombre Bramante; un salvavidas, con el mismo nombre, colgado en la pared; un barómetro y olor de cáñamo, de maderas y de resinas.