– ¿Qué quiere? -preguntó.
– Alquilar una carpa.
– Levanto todo -repuso-. La temporada se acabó. Por cuatro náufragos que quedan…
En esa vaga categoría despectiva, sin duda yo estaba incluido. No era cosa de enojarse: el aspecto del bañero reflejaba un tranquilo y concentrado poder que se me antojaba más que humano, como si procediera de las rocas o del mar, de algún ingrediente elemental de nuestro planeta. Atilio Bramante era corpulento, cobrizo, con la cara cruzada por una cicatriz lívida; con las manos cortas, hirsutas; con una pierna de palo. Vestía gruesa tricota azul, pantalón azul, que se perdía, en la pierna sana, en una bota de goma roja. Con tal individuo, en ese cuartito, yo me imaginaba en un barco, en medio del océano; pero no en un barco de ahora, sino en un velero del tiempo de los piratas y los corsarios. Probablemente el cofre con la calavera tenía su parte en la ilusión.
– Yo paro en un chalet de los Guillot, por eso lo veo.
– Haberlo dicho -reprochó-. En esta casa un amigo de los Guillot manda.
Con el andar torpe y pomposo de un león marino fuera del agua, bajó a la playa, trajo dos sillas de mimbre. Del cofre sacó una botella y vasos.
– ¿Ron? -preguntó.
También me convidó con unas galletas revestidas de chocolate, que se llaman Titas, o algo por el estilo; fumamos y conversamos.
Así comenzó una de mis tres o cuatro costumbres de aquella calmosa temporada que abruptamente desembocó en infortunios. El agrado que yo encontraba en los paseos junto al mar, en la pipa, el ron y el diálogo con Bramante, provenía, a lo mejor, de imaginarme en esas actividades y de suponer que me documentaba para alguna meritoria obra futura. En idear pretextos para postergar el trabajo es infatigable el hombre holgazán. ¿De qué me hablaba el bañero? De lejanos recuerdos de niñez, de buques y de tormentas del mar Adriático; del balneario donde nos hallábamos, distinto de todos (en su opinión) y muy superior; del caminito de acceso, que lo enorgullecía casi tanto como el propio hijo, una suerte de Apolo rubio, rojo y robusto, cuyo cuerpo joven, cubierto de vello dorado, tendía a la forma esférica; lo avisté más de una vez, como a un capitán en el puente de mando, en el centro de la herradura de carpas del balneario contiguo. A este hijo, que había formado a su lado, el verano último lo puso al frente de uno de los dos balnearios que regenteaba; el muchacho se portaba a la altura de las circunstancias y a la tarde trabajaba en la estación de servicio, donde el matrimonio Guillot lo trataba «como de la familia», y en las madrugadas de invierno salía a pescar con la lancha, mar afuera.
Tales diálogos frente al océano duraban hasta el mediodía. Después yo juntaba fuerzas para emprender la vuelta, almorzaba como un tigre en la cantina y cuando llegaba a casa, con buen ánimo para el trabajo, caía en un siestón del que no despertaba del todo hasta la hora del té. Algún pretexto -por ejemplo, preguntarle si conocía a una muchacha para la limpieza- me encaminaba hacia el departamento de doña Viviana, que estaba en los altos de la estación de servicio. Allí, en buena compañía, yo absorbía, sin llevar la cuenta, repetidos tazones de chocolate espeso, más una cantidad notable de factura. Aunque mi conversación era pobre, por un prejuicio en favor de los escritores, del que tardaba en desengañarse, la señora me escuchaba como a un maestro, mientras yo, absorto en la visible suavidad de sus manos blancas, entreveía esperanzas descabelladas. Comportarme de tal manera no me preocupaba demasiado, porque estaba borracho por el aire fuerte y la digestión.
Los Guillot tenían un hijo: un gordo de tres o cuatro años que rodeaba en un silencioso y terco triciclo la mesa donde tomábamos el chocolate. Yo debía estar bastante enamorado de la madre, pues el chiquillo -por lo general, no los veo- me interesaba. Que al dirigirse a ella la llamara doña Viviana, me parecía una irrefutable prueba de personalidad. Un chico es un loro que repite lo que oye; yo sabía esto, pero lo había olvidado.
Mirando al gordo, una tarde afirmé:
– Sobrevivimos en la obra. Por eso hay que hacerla con amor. Por todo Viviana se ruborizaba. Misteriosa y encantadoramente ruborizada, replicó:
– Qué disparate. La obra reemplaza al autor y no hay más que resignarse. ¿De verdad usted cree que revive Chopin cada vez que toco un nocturno? ¿Cuando alguien lea la historia de Flora, de Urbina y de Rudolf, dentro de cien años, el autor sonreirá en su tumba?
– Hablamos en serio -protesté, molesto y halagado de que me citara.
– No hay que renegar de las criaturas -declaró-. Yo sé que no sobreviviré en mi hijo, pero estoy contenta de que sea él quien me reemplace.
Pensé: nadie reemplaza a nadie. También: está contenta porque piensa que de algún modo su vida sigue en el vástago. Pero no me atreví a hablar, porque sabía que no encontraría las palabras, ni me atreví a decirle que yo deseaba un hijo, porque adiviné que la frase, en aquel momento, sonaría a vulgaridad.
Mayor audacia desplegué en mis tratos con Dorila, la muchacha que la señora Viviana me mandó diariamente para barrer, fregar y planchar. Al principio me llevé una desilusión, me dije que por ese lado no había esperanzas y la bauticé la Mataca. Era baja, de color cobrizo, de pelo negro, de cara ancha, de frente angosta, de ojos pequeños, bastante apartados el uno del otro y sesgados. Me ocurrió algo inexplicable: mientras procuraba pensar en mi novela, de algún modo yo seguía por la casa los movimientos de esta mujer joven. Días u horas de convivencia bajo un mismo techo operan en las personas auténticas metamorfosis. Perplejos asistimos al paulatino florecimiento de encantos: una insospechada morbidez en el brazo, o aquella región inexplorada entre la oreja y la nuca, blanca como los lados crudos de un pan, investida de no sé qué deseable intimidad, o los ojos, que de pronto revelan una ferocidad en la que uno quisiera entrar como en las aguas de un río. Desde luego me refrenaba el peligro del paso en falso que llegara a oídos de doña Viviana. Me hubiera muerto de vergüenza, aunque lo más probable es que tal extremo resultara innecesario, a juzgar por las familiaridades acordadas por la Mataca a repartidores y medio mundo. Presumo que hubo entre ella y yo un acuerdo tácito y que nos deslizamos, no sin vértigo de mi parte, hasta lo que se llama el mismo borde.
Como un pecador que no perdiera la fe, yo confiaba en que esta rutina, por una admirable transición, algún día me abocaría de lleno en el trabajo de la novela, cuyo manuscrito me acompañó en mis andanzas fielmente, bajo el brazo. En determinado momento pareció que la previsión se cumpliría. Con relación a las dos mujeres (tan diferentes, que debo acallar escrúpulos para juntarlas en una frase) me resignaba al papel de espectador; por otra parte, indudablemente empezaba a acercarme a la historia del libro, los personajes eran de nuevo reales para mí.
Después de comer, mientras volvía a casa, mirando el cielo amenazador, una noche me encontré en plena invención de los episodios finales de la novela. Había leído en un diario, que el ocupante previo dejó en mi mesa, un suelto sobre la «costa galana». Me pregunté si con el epíteto «galana» habría alguna frase tolerable. Como respuesta, los versos de López Velarde me vinieron a la mente:
¿Quién en la noche…
(siguen unas palabras olvidadas)
no miró antes de saber del vicio
del brazo de su novia la galana
pólvora de los fuegos de artificio?
Rápidamente inventé el episodio de los fuegos artificiales, que los héroes contemplan de la mano. Sólo faltaba la voluntad de pasar todo aquello al papel. Resolví madurar el tema, rumiarlo durante la noche, postergar el trabajo para el otro día. En este punto salí burlado, porque ya en cama el sueño me abandonó, inconteniblemente urdí situaciones y frases. Muy tarde me habré dormido, porque en seguida las detonaciones me despertaron. Primero creí que eran salvas de la fiesta de mi libro. Después comprendí que ocurrían en el mundo de afuera, pero lo comprendí con una razón tan oscurecida por el sueño, que me atribuí la culpa. «Quién me manda pensar en pirotecnia», dije asustado. No era para menos. De tanto en tanto, por la, persiana entraban iracundos relumbrones, como extremas olas de un creciente mar de luz. «Que se embrome el barullo: no me va a sacar de la cama. Habrá tiempo mañana de averiguar las cosas.» Me tapé completamente con la cobija, me imaginé a mí mismo como alimaña en la madriguera. Ya el previsto sueño me solazaba, cuando reventó, yo diría que en mi propio cuarto, una bomba o un rugido enorme. El relumbrón inmediato fue vivo. Incorporado en la cama proyecté en pared y techo una sombra que me intimidó: «La pereza es la madre de los vicios», mascullé, mientras me vestía con notable prontitud. No omití la chalina, porque la noche debía de estar fresca. «Voy a ver qué pasa. No vaya a convertirme, dentro del chalet, en pichón al horno.»
Abrí la puerta. No hacía frío. La noche tenía una insólita tonalidad de cobre. Había grupos de gente mirando hacia el lado del faro; del lado del puerto llegaba más gente. Cuando en un grupo avisté a don Fructuoso, corrí como a los brazos de un amigo.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– Fuego, un incendio bastante gordo -contestó.
– Saboteadores -explicó uno de los que llegaban del lado del puerto-. Mientras aquí no apliquen la pena de muerte, estamos fritos.