– El país no tiene fundamento -dijo otro.
– ¿Qué se quemó? -pregunté.
– Pues casi nada -respondió don Fructuoso-. Verá usted.
– La estación de servicio -dijo la señora de la lechería.
– ¿No la de Guillot? -pregunté con miedo en el alma. Ya veía las llamaradas y la ingente columna de humo.
– La de Guillot -respondió don Fructuoso.
– ¿Quién estaba adentro? -pregunté.
– El fuego los atrapó adentro -dijo la señora de la lechería. La chica que atiende en la frutería agregó:
– También al pobre Cacho Bramante, sin comerla ni bebería.
– ¿Cacho Bramante? -pregunté un poco atontado.
– El hijo del bañero Bramante -dijo la señora de la lechería-. El balneario queda enfrente del chalet…
Interrumpí las explicaciones con la pregunta:
– ¿No puede uno hacer nada para salvarlos?
– Allí arde nafta, mi buen señor -razonó don Fructuoso-. ¿Quién se arrima? Ni yo ni usted.
Un anciano que parecía muy débil opinó:
– Todos, póngale la firma, incinerados.
Me alejé de esa gente cruel. Rondé por donde pude, llegué hasta donde los bomberos cortaron el paso. Realmente apretaba el calor. De nuevo encontré a la chica que atiende en la frutería.
– ¿Está llorando? -me preguntó.
– Es el humo -contesté-. ¿A usted no le incomoda el humo?
– Dicen que no estaban todos adentro -anunció. Yo no quería esperanzas, pero interrogué:
– ¿Quiénes estaban?
– No sé -contestó-. Ojalá que no estuviera el Cacho.
«Pensamos en distintas personas», me dije, «pero la ansiedad es igual». La tomé del brazo, la chica sonrió, yo hallé que había algo noble en su mirada y que debajo de mucho desaliño y poca higiene no era fea.
Afirmó un muchacho corriendo:
– El que no está es Guillot. Ayer a la tarde fue al Tandil. Dios me perdone, quedé consternado. Solté a la muchacha, porque temí que me trajera mala suerte.
– Cuando vuelva -observó una mujer- ¡qué cuadro! Dijeron otras:
– Yo, en su lugar, prefería haber muerto.
– Mil veces.
– Pasto de las llamas la señora y el pobre hijo inocente.
– También Cacho Bramante, sin comerla ni beberla -repitió la chica que atiende en la frutería.
– Ya serán polvo y hollín los pobres. ¡Miren qué infierno!
– No crea. El cuerpo humano aguanta. ¿No oyó hablar de los cadáveres de Pompeya?
– No me gusta hablar de esas cosas. Tengo imaginación. Pienso en doña Viviana, llena de vida ayer, y ahora… ¿qué parecerá? Yo tengo mucha imaginación.
– Yo he visto el cadáver de un siniestro: queda un mechón de pelo áspero y la dentadura blanquea.
– Tan blanca la señora: se habrá quemado como un terrón de azúcar.
– Tanto desvelo de doña Viviana por ese hijo. Ya no hay ni hijo ni Viviana.
– Muy joven doña Viviana y muy señora.
– Ayer nomás vi al chico en el triciclo.
«Qué gente», murmuré con rabia. «Qué manera de conmoverlo a uno.» Me alejé, tratando de atender las cosas que me rodeaban, los pormenores del camino, el incendio a lo lejos; tratando de distraerme de mis pensamientos. ¿Quién no es un miserable? Casi tanto como la confirmación de la muerte de Viviana temía yo la eventualidad de llorar en público. «Es una vergüenza», repetía ambiguamente. «Si me hablan del pobre chico en el triciclo me revuelven un cuchillo adentro.» Miré el humo y me encontré pensando que tal vez una parte ínfima de esa columna negra provenía del cuerpo de Viviana. Sin querer exclamé: «Pobrecita». Procuré callar la mente, pero ya formulaba otra reflexión: «No volveré ¡qué raro! a verla, nunca». Argumenté en el acto: «¿Quién sabe? No tengo más testimonio que el rumor de la calle». Recordé las obras de Gustave Le Bon, como si las hubiera leído, y sostuve que la multitud siempre se equivoca. «Ojalá se equivoque ahora», murmuré.
No había suficiente agua o faltaba presión, o todo era uno y lo mismo, de modo que tardaron los bomberos en apagar el fuego.
Como sonámbulo rondé por allá, describiendo círculos cuyo obstinado propósito no imaginé. Los dueños de una casa me llevaron al balcón, para que viera mejor, y en otra, a medio construir, llegué al techo. Pronto bajé de estos miradores, afanado por continuar las vueltas. ¡Cuánto anduve aquella noche y aquella mañana!
– Acabará arrojándose a la hoguera -opinó la señora de la lechería.
Era increíble: hablaba de mí y todos convenían con ella. Sospecho que el mucho trajinar me habrá dado aire de loco. Fue inútil resistir: me arriaron al almacén, en cuya trastienda me sentaron a una larga mesa, cubierta por un pulcro mantel de diarios, presidida por don Fructuoso y compartida por la señora de la lechería, los fruteros, que son turcos acriollados, la chica y otros vecinos que no identifico en la memoria.
– Corra, pues, aperital con granadina -ordenó el dueño de casa.
El siniestro, como decían, les abrió el apetito; a mí me cerró la garganta. En una fuente enlozada trajeron un lechón -juro que parecía un niño rubio-, un lechón entero, con todos los detalles de ojos, orejas, etcétera. Con voracidad lo devoraron. Era admirable en esa gente la cálida fraternidad, tan generosa, tan dispuesta a no excluir a nadie, que me incluía a mí: la valoro con gratitud.
Una mujer me gritó en la oreja:
– Ahogue la pena en vino dulce.
Bebí; quería huir; cada trago era un paso que me alejaba. Aún hoy no entiendo por qué los pormenores macabros, referencias pías a cadáveres carbonizados o no, que todo el mundo aportaba en la comilona, combinados con tanto lechón, me incomodaban. Comí poco. Bebí el aperital con granadina; después, vino dulce. Mi último recuerdo es de alguien que llegó de repente y declaró de un modo indefinidamente dramático:
– Anoche lo vieron al hijo de Bramante cuando salía por una ventana.
– ¡Bravo! -aplaudió la muchacha de la frutería.
Luego me enteré de que me llevaron a casa y me metieron en cama. Desperté a la madrugada. La noche íntegra soñé con Viviana y su hijo, carbonizados y vivos, o admirablemente blancos y muertos, con Bramante, con el hijo de Bramante, huyendo por la ventana como ladrón; soñé con fuego, con explosiones, con ambulancias, con carruaje de bomberos aullando sirenas.
Lo que en el sueño repetidamente interpreté como sirenas fue sin duda el viento. Diríase que arrancaría la casa. Ventanas, marcos, tirantes, unían sus quejidos al quejido de todo lo de afuera. Dominando el estruendo general bramaba el mar, inmediato, como si rodara y reventara encima.
Me levanté, en la cocinita preparé un café negro y salí, bastante arropado, a beberlo al corredor. El alba se trocó en mañana luminosa. No podía uno menos que mirar hacia la playa. Era muy notable el rumor de las olas: nunca oí un rumor tan grande. En cuanto al mismo mar, próximo y colérico, nadie hubiera dudado de su poder, si un antojo meteorológico lo ordenaba, de acabar con nuestra tierra firme. Por todos lados, el aspecto era de restos dispersos, desolación, tumulto. Los bajos y el camino del balneario estaban anegados. Las olas todavía llegaban a la casa de Bramante. Cuando divisé un punto negro y móvil entre las desnudas armazones de las carpas recordé el catalejo. Yo estaba seguro de haberlo sacado de la valija. Después de un rato lo encontré.
En el nítido lente del catalejo apareció mi amigo, el bañero Bramante. Para salvar las maderas de sus carpas luchaba con el mar a brazo partido, de igual a igual.
– Qué madrugador -me espetó el turco frutero. Tenía una inconfundible manera de modular sinuosamente las palabras.
– Usted también -repliqué.
– Pobre Bramante -dijo.
– ¿Por qué? -pregunté con algún fastidio.
La imagen de Bramante atareado allá abajo, que me traía el anteojo, sugería un león, una antigua locomotora a vapor, cualquier símbolo de poder y de orgullo, pero, francamente, no el término «pobre».
– La noche entera peleando con el mar para salvar palos y estacas. No le queda otra cosa. Lo miré sin entender y repetí:
– ¿No le queda otra cosa?
– Al hijo hay que darlo por perdido. Salió con la lancha ayer a la madrugada. Todos los pescadores volvieron, menos él.
– Ni volverá -dijo don Fructuoso que había llegado silenciosamente.
– ¿Porqué?-pregunté.
– Con este mar -respondió el frutero.
– Que el mar se lo trague -sentenció don Fructuoso-. ¿Os digo lo que me dijo el auxiliar Boccardo? Está probado que aprovechando el viaje del marido al Tandil, el hijo de Bramante trató de deshonrar a doña Viviana. En el forcejeo la mató. Luego, para borrar crimen y rastros, el tipejo arrimó una cerilla a las cortinas: al rato los tanques de combustible completaron la faena.
Aquel día no tuve coraje de visitar a Bramante y a Guillot. Me recluí en casa, a trabajar. Para las comidas corría hasta una fonda, donde nadie me conocía ni me hablaba. Escribí con provecho. Porque al retratar a la heroína pensaba en Viviana y al explicar el dolor de los héroes refería mi dolor, escribí con elocuencia. A fines del invierno, en Buenos Aires, publiqué el libro; en mi opinión los críticos no lo entendieron debidamente.
Por cierto no dejé a Mar del Plata sin llevar antes mi pésame a Guillot -un cuarto de hora de incomodidad, en que hablé menos al deudo de su pena que de su chalet- y a Bramante. Cuando enfrenté la casita azul, el bañero asomado a un ojo de buey, como en aquella primera mañana que ahora me parecía tan remota, fumaba la pipa. Bebimos ron, comimos galletas revestidas de chocolate y por último conversamos. Involuntariamente me puse a consolarlo. ¿Quién era yo para consolar a Bramante? La desgracia no lo apocaba. Del hijo no quería acordarse y del mar afirmó que era un bicho nada simpático.