– ¿Tu padre puede comprarlos?
– ¿Por qué no? Para estar completamente seguros tendría que bajar yo, o Benjamín. Mi padre se opone a que yo baje. No porque me quiera, sino porque piensa que él y yo no debemos correr al mismo tiempo el mismo riesgo. Si morimos los dos, la fábrica pasa a otras manos, idea que no le entra en la cabeza.
– ¿Y a Benjamín no lo acepta porque le tomó rabia?
– La que se opone soy yo. Benjamín es demasiado viejo. Bastan unos granitos de sal para darle un golpe de presión. Si le pasa algo allá abajo y debe subir rápidamente, el pobre viejo estalla.
En la confianza de que no le permitiría bajar, Maceira se ofreció. Su novia se mostró agradecida.
– No quiero forzarte -dijo él-. A lo mejor no confías en mí.
– ¡Cómo no voy a confiar!
– Si todo hombre tiene un precio…
– De eso estoy segura, pero sé que hay excepciones y yo te quiero.
Le quedó la satisfacción de que Chantal confiara en él. En todo caso, lo abrazó y lo besó más cariñosamente que nunca. Pidieron champagne.
– Por tu coraje -brindó la muchacha.
– Por nuestro amor.
– Por nuestro amor y la ecología.
Tanto lo mimaron esa noche que después de dejar en Chambéry a Chantal volvió a Aix en una suerte de arrobamiento, sin acordarse de su ingrato programa para el día siguiente. En el preciso momento de entrar en la habitación, en el hotel, el arrobamiento se disipó. Se diría que el miedo estaba esperándolo.
A lo largo de la noche las ganas de fugarse lo acometieron en forma de accesos o arrebatos. Poco antes de las tres de la mañana tuvo un arrebato más convincente que los anteriores; se levantó de la cama y empezó a preparar las valijas. Era curioso: mientras las preparaba, desaparecía la angustia. Lo que no le permitió calmarse del todo fue la excitación de saberse a punto de estar a salvo. Ya empuñaba sus dos valijas, cuando se preguntó: «¿Quiero renunciar a mi casamiento con Chantal Cazalis?». No, no quería. Argumentó a continuación que este descenso al lecho del lago, prueba irrefutable de lealtad y coraje, le daría autoridad para fijar la fecha del casamiento y evitar así el riesgo de quedar sin fondos y verse en la obligación de emprender una retirada poco airosa.
Reflexionó: «En la relación con una mujer rica, en cuanto el hombre se descuida, la mujer es el hombre. Una prueba de coraje varonil tal vez pueda restablecer las cosas».
A lo largo de su noche de insomnio, muchas veces reapareció el miedo y muchas lo reprimió. Hacia la madrugada reflexionó que si el señor Cazalis, un botánico y un zoólogo, se mostraban dispuestos al descenso, el peligro no sería tan grande. Con estos pensamientos tranquilizadores consiguió el sueño. Al despertarse dijo: «Sin embargo, Chantal no quiere que baje Languellerie, ni Cazalis quiere que baje su hija, que es más fuerte que un caballo». La expresión no probaba que en su fuero interno no quisiera a Chantal. Probaba lo que sabemos todos: el que se asusta, se enoja.
El despertador sonó a las seis. Maceira se asomó a la ventana: era aún de noche; llovía; ráfagas de viento estremecían las copas de los árboles. «Con un tiempo así probablemente suspendan el experimento. Ojalá.»
Se bañó, se peinó con briolina, se vistió. Tardaron un rato para servirle el desayuno. No lo trajo la mujer de siempre, sino un individuo que por lo general trabajaba de changador en el hotel.
– Tengo algo más -anunció el hombre; rápidamente salió del cuarto y volvió con un voluminoso envoltorio-. Lo dejaron en portería. Es para usted.
No bien se fue el changador, Maceira abrió el envoltorio y se encontró con un traje de hombre-rana, con su escafandra. «La confirmación de que el plan se cumple», dijo con un hilo de voz. «Es claro que si el mal tiempo sigue… No, no quiero ilusionarme.» Como para confirmar el aserto, se puso el traje de hombre-rana. Se asomó al espejo. «Prefiero el smoking», murmuró y empezó a desayunar. El café estaba tibio. «Qué importa. Aunque no por mi culpa, voy a llegar después de las siete y a lo mejor a Cazalis no le gusta esperar. No debo hacerme ilusiones.» Cuando mojó la medialuna en el café con leche, tuvo un pensamiento que le pareció ridículo pero que le humedeció los ojos. «Quizá mi última medialuna», se dijo. La miró enternecido.
Cuando entregó la llave, Felicitas -se llamaba así la hotelera- comentó en tono de broma:
– Mire la hora para ir a un baile de máscaras.
– Guárdeme el secreto -contestó Maceira-. Dentro de un rato bajo al fondo del lago, para recoger pruebas de contaminación. La pobre renga se asustó.
– ¿Por qué lo hace? ¿Le pagan bien?
– Nada.
– ¿Le digo lo que pienso? Yo no bajaría. Usted no se hace una idea de la profundidad de nuestro querido lago. Cientos y cientos de metros. No baje; pero si persiste en ese proyecto estúpido, acuérdese de lo que voy a decirle: baje y suba despacio. Acuérdese: usted se apura y la cabeza estalla.
La cita era en el restaurante que está en el llamado Gran Puerto. Cuando llegó, la única persona a la vista era un marinero, con pipa, saco azul y gorra con borla roja. «Demasiado típico para ser marinero de lago», pensó Maceira. Por la manera de fumar, no parecía contento. Se acercó a Maceira y dijo:
– ¿Usted es de la excursión? No lo felicito. El que sale a navegar en un día como hoy no está bien de aquí -se tocó la frente y, al ver que Maceira no respondía en seguida, le previno-: Si naufragamos, le cobro el bote.
– Estaría bueno. Vengo por obligación y me hace responsable.
– Claro que lo hago responsable. Usted mismo se dará cuenta de que el lago está muy picado. No hay visibilidad.
– Le dice todo eso a Cazalis. Él organizó el paseo.
– No va a ser un paseo. Cuando el lago se encrespa, es peor que el mar. Si no, recuerde a la amiguita del poeta. Naufragó en pleno lago, en un día como hoy.
– Hable con Cazalis.
– Claro que voy a hablar. Para salir con un tiempo así, tienen que pagarme tarifa doble.
– Lo que no entiendo es por qué, si la fábrica está en la otra punta, nos embarcamos acá. A mí me conviene porque vivo en Aix.
– ¿Vive en Aix? Un punto a su favor. Pero aunque le convenga ¿se da cuenta de lo que es ir de una punta a otra del lago, con este tiempo? Si no zozobramos a la ida, zozobramos a la vuelta.
Maceira repitió que no entendía por qué decidió Cazalis partir de Aix y agregó:
– No creo que haya pensado en mi comodidad.
– Pensó en los obreros. No quiere que se enteren.
El marinero le hizo ver que si el puerto de partida fuera cerca de Chambéry, alguna información «se hubiera filtrado» y los obreros no hubieran permitido que tranquilamente salieran a investigar si existen o no razones para clausurar la fábrica donde ganan el pan.
Maceira se dijo que si Cazalis y los técnicos tardaban diez minutos más, él se volvía al hotel, con la conciencia de haber cumplido. «Cuando ellos tardan es porque no pudieron llegar antes; cuando yo tardo, es porque soy sudamericano.» Apuesto que al ver cómo está el tiempo, Cazalis dejó la excursión para mejor oportunidad.
Aparecieron tres caballeros en traje de hombre-rana, caminando de modo ridículo. Uno de ellos era corpulento, de grandes bigotes rubios, de aire de conquistador vikingo, o siquiera normando; otro, un hombrecito, se movía con tanta lentitud que Maceira se preguntó si estaría enfermo, o resolviendo mentalmente un problema, o drogado; el tercero, de tez bastante oscura, parecía enojado y nervioso. Maceira se apresuró a saludar al de aspecto de conquistador. Dijo:
– Mucho gusto, señor Cazalis.
– Acá tiene al señor Cazalis -contestó el normando y señaló al hombrecito.
– Yo, en cambio, no puedo equivocarme; usted es Maceira. Dicho esto, el hombrecito lo miró fijamente, sin pestañear; después movió la cabeza, con resignación. No le dio la mano.
– Soy Le Boeuf -dijo el que parecía normando.
– Me parece que he oído su nombre -comentó Maceira.
– Seguramente lo vio en frascos de coaltar. El orgullo de mi familia. Le presento al zoólogo Koren.
Tras juntar coraje, Maceira previno a Cazalis:
– El marinero dice que no es prudente salir al lago con este mal tiempo.
– Si usted tiene miedo, no venga.
El marinero llevó aparte a Cazalis y, después de unos cuchicheos, levantó la voz para decir:
– Todo el mundo a bordo.
– El mal tiempo es un excelente pretexto para elevar la tarifa -observó Cazalis, con sorprendente buen humor; después, mirando a Maceira, agregó-: Puede estar seguro de que a mí el experimento no me atrae, pero dije que hoy lo llevo a buen término y tengo una sola palabra.
– ¿No viene nadie más? -preguntó el marinero.
– Nadie más -contestó Cazalis-. Ya somos demasiados.
– La primera verdad que dice -declaró el marinero-. El lago está picado y la carga es mucha. Maceira le susurró a Cazalis:
– Si quiere, yo me quedo.
– Como usted representa la otra parte, dirán que me las arreglé para dejarlo -contestó Cazalis y, con una sonrisa, agregó irónicamente-: No, pensándolo bien, no permitiré que por nosotros se prive de este viaje de placer.
Cuando todos se embarcaron, los bordes del bote estaban casi a nivel del agua.
– Señores -dijo el marinero-. Podrán ver que hay una latita a disposición de cada uno de los señores pasajeros. Por favor, úsenla. Deben sacar el agua que entra, sobre todo si no quieren zozobrar. Hasta la otra punta del lago, el viaje no es corto.