A las cinco en punto vuelvo a casa, a esperar a Emilia, que llega con retardo. Mi dicha dura tres horas (otros tienen menos). Antes de las nueve parte Emilia y por separado acometemos un largo trayecto que preveo con temor y que luego, muchas veces, deploro: revolución de veintiuna horas, en que Emilia recorre un mundo hostil. Todo lo sé, porque ella es perfectamente sincera.
Emilia no va a su casa, a las nueve, sino al club. Créame, señor Grinberg, no sé cómo una muchacha de vivo y delicado discernimiento tolera a esa gente; porque mi indulgencia -habría que decir mi caridad- es menor, no la acompaño y sufro lo que sufro. A esta altura de nuestra relación, concurrir al club me resulta virtualmente imposible. Sin embargo, al principio, la misma Emilia me pedía que la acompañara. Yo me negaba, para demostrar mi superioridad. Es claro que si ahora yo apareciera una noche por los salones del club me volvería tan odioso como cualquier espía. Emilia va, porque a alguna parte hay que ir, pero le aseguro que no tiene afinidad con los consocios que allá encuentra: gente sin interés, ni un solo artista, la humanidad que abunda. No puedo pedirle que se quede en su casa, porque su casa la deprime. ¿A quién no deprimiría el estrépito de esa infinita reyerta de los padres y la compañía del hermano, de espíritu comercial, y de la hermana, la profesora, que no perdona al prójimo la propia fealdad y decencia? Tampoco puedo, sin provocar toda suerte de sinsabores, retenerla en casa. Emilia me previene: «Yo no quiero ser pasto de las fieras. No quiero estar en boca de nadie». Por mi parte, le encuentro razón.
Usted preguntará por qué no me casé con ella. Quien mira de afuera no entiende de vacilaciones y con rápida lógica dispara su desdeñosa conclusión. El matrimonio con Irene, con Antoñita o con Violeta no hubiera tenido sentido; cuando por fin llegó Emilia, yo me había hecho a la vida de soltero; estaba dispuesto a querer y a sufrir, pero no a cambiar de costumbres. Después, por amor propio u otra causa, Emilia no quiso que nos casáramos.
Para entender a Emilia debe uno conocer el aspecto de su carácter que me trajo más amarguras. Me refiero a la puerilidad. Recordaré como hecho ilustrativo que el invierno pasado, cuando le mandaron de Tucumán a los dos sobrinos, Norma, de cinco años, y Robertito, de siete, mi amiga continuamente imitaba a la niña, remedaba sus monerías y su modo de hablar. Una tarde, mientras tomábamos mate, me propuso que jugáramos a ser Norma y Robertito, tomando la leche. No frunza la trompa, señor Grinberg. Por amor llega el hombre a cualquier oprobio.
Cuando Emilia se pone a denigrar a sus amigos del club, tiemblo. Aunque no la contradigo, insiste, por ejemplo, en que Nogueira, un individuo que desconozco totalmente, es de lo más grosero: la apretó mientras bailaban; con el pretexto de la falta de aire la sacó al balcón, donde la besó, y por último le prometió que la llamaría por teléfono «para combinar algo». Con despecho comento: «¡Cómo lo habrás provocado!». Mi conjetura la ofende, pero al verme contrariado y pálido se enternece, pregunta si no hace mal en contarme todo. A los pocos días, cuando anuncian otro baile en el club, le pido que no vuelva a ocurrir un episodio como el de Nogueira.
– No debí contarte eso -exclama-. Además ¡hace tanto tiempo! Me parece que yo era otra. No te quería como ahora. Ahora sería incapaz de hacer una cosa así.
Con su ingenuidad no fingida, Emilia me confunde. Si no agradezco el amor que en el momento la embarga, soy ingrato; si desconfío, soy insensible, quiebro nuestra milagrosa comprensión. Estas actitudes, tan espontáneas en ella, no revelan un fondo turbio y malvado, sino (lo que no es nuevo para mí) un temperamento estrictamente femenino. Procuro, pues, olvidar la serie lamentable que incluye a Viera, a Centrone, a Pasta (un actorzuelo), a Ramponi, a Grates, a un peruano, a un armenio y a otros pocos.
Repentinamente la pesadilla ha concluido. Emilia, por milagro, cambió. De medio año a esta parte, no me trae noticias de infortunadas aventuras nocturnas con los amigos que encuentra en el club. Yo he sido muy feliz. Yo estaba acostumbrado a prever, con el corazón oprimido, los inevitables episodios, fielmente confesados al otro día, que lograban siempre el perdón, porque de verdad no eran muy serios, ni de efecto perturbador en nuestro modo de vivir, sino que tenían el carácter de penosas debilidades, detestadas por la misma Emilia, de caídas atribuibles a la confusión del alcohol o simplemente una puerilidad extrema, agravada de buena fe. Y ahora ¿comprende usted lo que significa de pronto descubrir y luego confirmar que acabó la pesadilla muchas veces renovada?
Como le dije, últimamente fui muy feliz. La otra noche, nomás, yo pensaba que no estaba acostumbrado a que la realidad, el mundo o Emilia me trataran tan bien; que lo natural sería descubrir, primero, alguna grieta y luego, por la grieta, una verdad espantosa; que en contra de cada uno de los antecedentes de mi experiencia, día a día se corroboraba el carácter auténtico de mi increíble fortuna. No fue bastante que cesaran las infidelidades en el club; oí, de labios de Emilia, las palabras:
– Voy a quedarme, esta noche, hasta más tarde. De todas maneras, los que comenten no van a quitarnos las locuras que hagamos y los que no comenten no van a devolvernos las que dejemos de hacer.
Para tomar una resolución tan opuesta a sus convicciones de toda la vida, mucho debía quererme Emilia. Yo reflexioné que mientras una mujer lo quiera, el hombre no tiene por qué envidiar a nadie.
Amanecía cuando la dejé en la puerta de su casa. Durante el camino de vuelta, recité versos y, de golpe, con la exaltación de quien descubre, o sueña que descubre, algún portento, entendí que en la dureza de las baldosas, a mis pies, y en la irrealidad de la luz que envolvía la calle, había un símbolo de la inescrutable fortuna de los hombres. No sólo la tienes a Emilia, me dije, como quien enumera trofeos; también eres inteligente. Sí, mi señor Grinberg, yo conocí horas de triunfo.
Al otro día, por teléfono, Emilia me explicó que para «aplacar las fieras» no me visitaría esa tarde. Desde entonces alternamos días en que se queda hasta la madrugada, con días de ausencia total.
Con un poco de cordura -si yo me atuviera a los hechos y no cavilara- sería feliz. En definitiva ¿cuál es el cambio? Ciertamente hay días en que no la veo, pero hay otros en que la veo doce horas, en lugar de las tres de antes; por semana, antes la veía veintiuna horas y actualmente, por lo menos, treinta y seis.
Puedo, pues, darme por bien servido, sobre todo cuando no recuerdo que en las relaciones de amor, si una persona influye en otra, lo habitual es que esto ocurra desde el principio. Después de muchos años ¿a santo de qué influirá uno? ¿Por qué Emilia dejó de ir al club? ¿Por qué no recae en sus aventuras nocturnas? ¿Por mí? Asustado, como el enfermo que en medio de la noche se pregunta si no tendrá un mal sin cura, yo me pregunto si no se habrá deslizado otro hombre en la vida de Emilia.
Ahora le contaré lo que pasó en nuestra fiestita, señor Grinberg. En lo más ardiente del verano hay una fecha que celebramos, Emilia y yo, con una fiestita. Yo compro en Las Violetas un pollo de chacra y me ingenio para obtener el champagne chileno, preferido de Emilia, quien por su parte contribuye al banquete con almendras y otros manjares, cuyo mérito principal consiste en ser elegidos por ella. Este año temí que se complicaran las cosas, ya que en la misma noche inauguraban en el club una kermesse, con baile y tómbola, y se revelaría a las doce el resultado de una rifa que Emilia deseaba ganar. El premio era un mantón de Manila.
– Si me toca el mantón, lo pongo sobre el piano -declaró Emilia, riendo, porque sabe que un mantón sobre un piano es el colmo del mal gusto y porque sabe también que ella tiene una personalidad bastante fuerte para poner, sin riesgo, el mantón sobre el piano y lograr para ese rincón de la casa el encanto de lo que es típico de otros medios o de otras épocas-. Sobre el mantón pongo a Mabel -continuó Emilia, riendo a más y mejor. Mabel es una muñeca de trapo, con la que todavía juega.
Creo conocer a Emilia, haber advertido, a lo largo del tiempo, abundantes pruebas de su impaciencia y de su curiosidad, de modo que no me permití ilusión alguna sobre el cumplimiento normal de nuestro aniversario. Cargada de envoltorios, mi amiga llegó más temprano que de costumbre. Trajo uvas, almendras, una botella de salsa Ketchup y hasta una palta. Como hacía calor, yo abrí de par en par la ventana. Emilia dice que un cuarto cerrado la ahoga. Poco antes de la medianoche, en alguna casa contigua, un hombre de voz vibrante y rica empezó a cantar El barbero de Sevilla. A mí la ventana abierta me incomodaba, no sólo por los enérgicos Fígaro qua, Fígaro la que conmovían el centro mismo del cráneo, sino por un vientito sutil que acabaría por resfriarme; pero no me atreví a cerrar, porque Emilia siempre clama por ventilación, al punto de que en pleno invierno me tiene con todo abierto. Imagine usted, señor Grinberg, mi sorpresa, cuando preguntó: