– ¿No te sofocas, de verdad, si cierro?
La miré interrogativamente: no sabía si agradecer una amabilidad o festejar una broma.
– Se invirtieron los papeles -exclamé-. ¿Jugamos a que uno es el otro?
No me oyó, porque el reloj con picapedreros que tengo sobre la chimenea se puso a dar las doce. Emilia partió a la cocina, en busca del champagne, que se enfriaba en el hielo. Caminó de un modo extraño. Cuando volvió con la botella y los vasos, nuevamente la observé. Descubrí entonces lo que había de extraño en su modo de caminar: un no sé qué masculino. Mi convicción de que Emilia estaba imitándome fue muy viva.
De repente se me ocurrió que su premura en llegar y ahora esa corridita para buscar el champagne y las copas ocultaban el propósito de partir cuanto antes. «Está procurando formular una frase aceptable», pensé, «que empiece con “Bueno” y, después de una pausa, proponga, en tono inofensivo, “vamos hasta el club, entro para ver si gané la rifa y en cinco minutos me tienes de vuelta”». No ignoro de lo que es capaz una mujer en un baile. Me vi en la esquina del club, esperando durante horas y preví que de esa noche yo guardaría un recuerdo triste.
Hablo de la impaciencia de Emilia, pero la mía no es menor. Por salir de la duda yo estaba dispuesto a anticipar, a provocar la resolución que tanto temía. Diciéndome que era generoso, que si Emilia deseaba algo yo debía contentarla, aun a costa de mi propia ruina, pregunté:
– ¿Vamos al club, a ver si ganaste el mantón? Su respuesta me dejó atónito. Emilia replicó:
– Ni locos. ¿Para qué? ¿Para saber hoy que perdí la rifa? Saberlo mañana es igual.
Un enamorado tiene mucho de tonto y de suicida. Yo insistí:
– ¿Pero, Emilia, vas a aguantar hasta mañana la incertidumbre?
– Yo creo -contestó- que uno debe edificar su casita y hacer la cama en la incertidumbre. Total, en la vida, nada hay seguro.
La miré sin comprender. En su cabeza una peluca blanca no me hubiera parecido más postiza que tales palabras en su boca; reconozco, sin embargo, que habló con naturalidad.
En seguida se recostó, miró el vacío, con ojos redondos, fijos; una sonrisa que no le conocía -arrogante, obscena, un tanto feroz- afloró a sus labios. Quién sabe por qué la sonrisa aquella me contrariaba profundamente. Murmuré algo para arrancar a mi amiga de su abstracción. ¿Cómo me pidió que callara? Dijo:
– Por favor, Emilia, no hables, no me interrumpas, que estoy pensando.
Ya sé: hay mujeres que por vanidosa afectación emplean su nombre para interpelarse en voz alta; pero Emilia habló conmigo.
¿En ella se cumplía el ideal de todos los enamorados, de confundirse con la persona querida, y realmente creía que ella era yo y que yo era ella? ¿Por qué tardo tanto, me pregunté, en comprender que la suerte me entrega, en su pureza perfecta, a una muchacha enamorada? Trémulo de gratitud, estreché su mano. Ay, esa mano no estrechó la mía; diríase que Emilia se había alejado y que la dejó por olvido. Recordé entonces la frase que mi amiga pronunció minutos antes: «Yo creo que uno debe edificar su casita y hacer la cama en la incertidumbre. Total, en la vida, nada hay seguro». La frase no es de ella, me dije, ni mía tampoco. Rápidamente razoné: hay personas impacientes (como Emilia y como yo) y hay personas que reprimen la impaciencia. Entre estas últimas no faltan ejemplares pintorescos, como el predicador inglés del parque Chacabuco. Y usted mismo, señor Grinberg, ¿no me dijo en una oportunidad: «Lo espero sin apuro. En la vida no se apure, si quiere salirme bueno»? Todo esto no significa que usted sea mi rival ni que lo sea el inglés del parque; hay más gente capaz de formular la frase aquella; lo que todo esto significa es que no sólo hay otro hombre en la vida de Emilia, sino que Emilia, cuando está conmigo, remeda a ese otro; cuando me besa, imagina que el otro está besándola y cuando la beso imagina que ella está besando al otro.
Me turbé demasiado para ocultar mi despecho; ignoro si Emilia lo advirtió. Durante una semana traté de no verla. Eso no era vida. Cuando volvió a casa me pareció que me daba a entender, aun sin hablarme, que existía el otro. Sin duda estaba jugando, con la puerilidad y buena fe propias de su carácter, a ser él. Tal vez mi situación parezca un poco absurda y bastante innoble. Pero ¿no es absurdo todo amor? ¿De verdad Fulanita será tan maravillosa? ¿Estará Fulanito justificado en desvivirse por ella? Y ¿por qué es más noble el amor retribuido que el desinteresado y sin esperanza? Tal vez piense usted que yo soy el más infortunado de los hombres. Yo sé que sin Emilia no lo sería menos. Usted dirá que tenerla como la tengo no es tenerla. ¿Hay otra manera de tener a alguien? Aunque vivan juntos, los padres y los hijos, el varón y la mujer ¿no saben que toda comunicación es ilusoria y que en definitiva cada cual queda aislado en su misterio? Yo sólo pido que mi rival no la trate demasiado bien, porque entonces ella me dejaría, y que no la trate demasiado mal, porque entonces ella, que lo imita, me trataría muy mal a mí. Últimamente cruzamos un período borrascoso, pero por fortuna pasó.
El calamar opta por su tinta
Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables: la fundación, en pleno siglo xix: algo después, el cólera -un brote que felizmente no llegó a mayores- y el peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria y homenajes.
Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses. Mi meta es la cultura, pero bordeo los «malditos treinta años» y de veras temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la Edad Media y el oscurantismo. Soy docente -maestro de escuela- y periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factótum de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia errónea, pues nos toman por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria.
El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir; no sólo ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita -segundo hogar- y el bar de un hotel frente a la estación, al que acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si prefieren, fue el corralón de don Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro del molinete de riego.
Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.
Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó desde el primer momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche, en el bar, frente a la estación, la muchachada bullía de preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una comezón ingenua, natural, destapamos algo que tenía poco de natural y resultó una sorpresa.
Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por descuido, un verano seco. Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura, porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los inferiores de la cadena del reloj. Otros detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero, botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde, computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado olvidaríamos -¿quién de nosotros, en materia de infamia, no arrojó su canita al aire?- don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.