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Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan, dijo don Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.

Después hubo un período en que no ocurrió nada. El alma no tiene arreglo: eché de menos los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que prepara para un cambio de tema, recitó:

– Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era francamente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.

Aventuré la pregunta:

– ¿La conversación fue hoy?

– Y, claro -contestó-, mientras tomaban el café.

– ¿Dijo algo más tu padrino?

– Y, claro, pero no me acuerdo.

– ¿Cómo no me acuerdo? -protesté airadamente.

– Y, usted me interrumpió -explicó el alumno.

– Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así -argumenté-muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo.

– Y, usted me interrumpió.

– Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.

– Toda la culpa -repitió.

– Don Tadeíto es bueno -dije-. No va a dejar así al maestro en la mitad de la charla, para seguir mañana o nunca.

Con honda pena repitió:

– O nunca.

Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don Tadeíto.

– Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo. Mi alumno continuó indiferentemente:

– Dijo padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los envuelva.

La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo con severidad:

– ¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?

Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió:

– Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya.

Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.

– Ah, no sé -contestó.

– ¿Cómo ah no sé? -repetí enojado de nuevo.

– Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no llego tarde el maestro se pone contento.

Envanecida la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.

Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche.

– Señores -grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa-. Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará mentir. Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí no más, pared por medio, está alojado, ¿adivinen quién?, un habitante de otro mundo. No se alarmen, señores: aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad (todavía resultaremos competidores de Córdoba) y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más: aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista. Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente -agité a don Tadeíto, como si fuera monigote- se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron.

– Sabemos -dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.

Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único depositario. Inquirí:

– ¿Qué sabemos?

– No se amosque usted -pidió Villarroel, que ve bajo el agua-. Si es como usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De casa acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.

– Yo también lo vi -confirmó Chazarreta.

– Con la mano en el corazón -murmuró Aldini- les digo que el viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.

Como hablando solo preguntó Badaracco:

– No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.

– Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar -opinó el gallego-. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de amar a la humanidad.

– Asco por lo desconocido -comenté-. Oscurantismo. Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas.

– Coraje, muchachos, hagamos algo -exhortó Badaracco-. Por amor a la humanidad.

– ¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? -preguntó el gallego.

Ruborizado, Badaracco balbuceó:

– No sé. Todos sabemos.

– ¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, les encuentra admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos -declaró Villarroel.

– Cuando hay elecciones -reconoció Chazarreta- tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.

– ¿El amor por la humanidad es una frase hueca? -pregunté.

– No, señor maestro -respondió Villarroel-. Llamamos amor a la humanidad a la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velázquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del mundo (el día llegará, por la bomba o por muerte natural) no tendrán ni justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un fin próximo… Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!