– Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio, muere nuestra última esperanza -dije con una elocuencia que fui el primero en admirar.
– Hay que obrar ahora -observó Badaracco-. Pronto será tarde.
– Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja -apuntó Di Pinto.
Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el susto, propuso:
– ¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo prudente.
– Bueno -aprobó Toledo-. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.
En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:
– Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:
– El bagre se murió.
Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no entiendo del todo su compañía me confortaba.
Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:
– Yo le echo en cara la falta de curiosidad -para agregar con la mirada absorta en las constelaciones-: Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.
– Don Juan -dijo Villarroel- prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
– Es tarde.
– Es tarde -repitió.
Un viaje o El mago inmortal
O cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe.
(Don Quijote, II, 22)
Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul…
En cuanto subí al barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda -calculo que se le alargó una cuarta la cara- me prometí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular. Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda?l Procuré leer. Entre mis petates encontré, amén de la falta de revistas, El diablo cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme! No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté -ignoro si en toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para parpadear- me reanimé con café con leche tibio y con una gruesa de medialunas de la víspera. Sobre piernas flojas bajé a tierra uruguaya.
Juraría que al chofer del taxi le ordené: «Al hotel Cervantes». Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré; pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecí el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:
– Lo lamento, pero con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines no me queda una triste habitación.
No hubo más remedio que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratarse a cuerpo de rey en el Nogaró, donde, no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso, yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared medianera y el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los hombros? ¿Por el cansancio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pensando que no almorzaría tarde, que a las doce en punto haría mi entrada en el Stradella. A todo eso iba del lado de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una negra apostada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido, pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo, hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió mi buena estrella que en plena puerta giratoria me presentaran a un caballero, un charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana, a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la calle, más muerto que vivo.
Mirando cómo evolucionaban las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco en un banco, al sol, en la plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pronto y a las doce y media yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café en el bar del Nogaró. Allí contemplé por primera y última vez en mi vida a dos altas muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy hermosa; la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños y derechos.
Aunque me derrumbaba el sueño, no subí a dormir la siesta, porque el recuerdo de las muchachas era demasiado vivido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:
– ¿Vamos a dormir la siesta?
Me pregunté si yo soñaba -lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo- cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.
Yo también hubiera subido a acostarme, pero en mi tesitura, reflexioné, más valía cansar el animal. Me saqué a tomar aire por esas calles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana. Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio y cuando, al fin, di con él, faltaba la eva de ébano, joven y bien modelada, que al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé a la plaza Matriz; aparte de palomas, apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en la cama, suele buscarnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo, donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de allí no hice más que cruzar la calle, para meterme en un barcito. Mientras bebía el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino y azul, anudado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas. Cuando partieron lo felicité; respondió:
– Señor, lo que es mío, es suyo.