«Con un tiempo como éste», pensó Maceira, «¿cómo sabe el marinero que vamos hacia el punto convenido? Lo más probable es que ya no sepa dónde estamos.»
El viento no amainaba; aumentaba más bien y, consecuentemente, la navegación, azarosa desde el principio, se volvía poco menos que imposible. A pesar de todo, el marinero no paraba de remar. En algún momento Maceira, desesperando de la utilidad de cualquier esfuerzo, pretendió descansar un instante de su tarea con la lata. El marinero en seguida lo increpó:
– ¡Eh! ¡Usted! ¡No se haga el tonto! ¡A sacar agua, si no quiere que todos nos ahoguemos!
Maceira reflexionó: «Este hombre trata de convencernos de que es el mago de la orientación. En realidad es un sinvergüenza. No sabe dónde estamos ni hacia dónde nos dirigimos. Cuando se canse, va a decir: “Es acá” y nosotros, como idiotas, vamos a creerle». Con tal de acortar esa interminable primera parte de la excursión, de buena gana hubiera dicho lo que sin duda todos pensaban: «Paremos de una vez… Tanto da un punto del lago como otro». Se contuvo por temor de que Cazalis repitiera sus palabras a Chantal.
– Hemos llegado -anunció el marinero.
– ¡Hurra! -exclamó el botánico.
– Lástima que haya que bajar -dijo el zoólogo.
– Es verdad. Lo había olvidado… -respondió sin alegría el botánico.
– Señores, acabemos cuanto antes. Yo bajo primero -anuncio Cazalis.
– Yo, último -se apresuró a decir Maceira.
Cuando se disponía a iniciar el descenso, el botánico dijo:
– Marinero: usted no se distraiga. Si queremos subir, damos un tirón a la cuerda; dos tirones, si queremos subir con rapidez.
– Mejor que no suban con rapidez -comentó displicentemente el marinero.
El descenso fue largo, según Maceira, y al menos para él muy alarmante. Le llegaban de pronto, sin que supiera de dónde, sonidos que le recordaban los del agua que se va por un desagüe. Dos o tres veces, «por nervios nomás», estuvo a punto de tirar de la cuerda. Se preguntó si en algún momento llegaría al fondo y si tendría fondo ese lago.
Por fin sintió bajo los pies un lecho de barro y hojas. Miró hacia delante y pudo ver al grupo de los demás que avanzaba hacia la boca, en forma de arco, de un túnel vegetal, oscuro en el centro y formado por enormes plantas azules, de hojas carnosas, que se entrelazaban arriba. «Si van a meterse ahí son muy valientes», pensó Maceira. Aquello era una verdadera boca de lobo: una superficie oscura, la boca de lobo propiamente dicha, rodeada de plantas que parecían víboras. Víboras no: boas. Para no ser menos que los otros quiso avanzar, pero debió de paralizarlo la desconfianza, porque no dio un paso. Cuando me refirió esto, Maceira dijo: «Del Pollo Maceira se habrá dicho de todo, pero no que es cobarde. Ahora quiero aclarar: una cosa es la vida corriente y otra estar en el fondo del lago Le Bourget».
Cuando por fin iba a dar el paso, aparecieron dos luces de un azul amarillento, en la mitad superior de la boca del túnel. Creyó que eran faros para la niebla. Faros de forma ovalada, como los ojos de un gato enorme. De pronto advirtió, no sin preocupación, que los faros se movían, avanzaban, con extrema lentitud. Tuvo tiempo de imaginar algo inverosímiclass="underline" un camión «¡allá en el fondo del lago!» que de repente iba a acelerar para atropellarlo. Él se mantenía listo y, en su momento, se haría a un lado y tiraría dos veces de la cuerda. Tuvo tiempo, también, de ver cómo se deslizaba hacia fuera del túnel un larguísimo animal, una enorme oruga azul, con ojos de gato; una enorme oruga que diligentemente, pero sin apuro, devoraba uno después de otro, al señor Cazalis, al zoólogo, al botánico. Quizá porque los hechos ocurrieron en silencio le dejaron un recuerdo que no le parecía del todo real. No impidió esto que se asustara, como una apretada serie de tirones de la cuerda lo evidenciaron. Tan frenéticos fueron que el marinero se alarmó. Por lo menos reaccionó como si estuviera alarmado o irritado: olvidando toda precaución, izó a Maceira lo más rápidamente que pudo. Para exonerarlo de su culpa podría alegarse que si él hubiera sido menos expedito, Maceira no hubiese escapado a la oruga. Llegó enfermo a la superficie, con la cara cubierta de magulladuras por golpes contra la quilla del bote. No hablaba, no contestaba a las preguntas. Gemía, se llevaba las manos a la cabeza.
En la Asistencia Pública de Chambéry recibió los primeros cuidados, pero muy pronto lo enviaron al hospital de Aix, donde había una cámara de descompresión.
Pasados unos cuantos días, mejoró.
– En todo el tiempo que estuve en este hospital ¿nadie vino a verme? -preguntó a la enfermera.
Era rubia, joven, ojerosa. Su mirada expresaba fatiga o preocupación.
– No sé. Tenemos que preguntar en portería.
– ¿Y llamados telefónicos?
– ¿Espera alguno ansiosamente? No sé para qué pregunto, si no me va a decir… En verdad no hay ninguna razón para que usted oculte algo a su enfermera. Mientras lo tengamos acá es cariñoso, pero en cuanto ponga un pie en la calle me olvida. Muy triste.
A la enfermera de la noche -voluminosa y maternal- repitió las preguntas.
– Habría que hablar con Larquier.
– ¿Quién es Larquier?
– La que se fue hace un rato, la del turno de día. De noche no se aceptan visitas y los llamados que hay son generalmente de urgencias. Sin embargo, me parece que en las primeras noches lo llamó una dama.
– ¿Chantal Cazalis?
– Claro. Después lo confirmo. Tengo anotada la llamada.
– ¿Ahora puedo recibir visitas?
– Puede recibir a quien tenga ganas.
En la mañana del día siguiente dijo a la enfermera Larquier:
– Si viene una señorita rubia la hace pasar.
A la tarde Maceira recibió su primera visita. Un periodista, que le preguntó:
– ¿Está mejor? ¿Cree que podría contestar a unas pocas preguntas? No quiero cansarlo.
– Pregunte -contestó Maceira.
Recapacitó: «Debo pensar a toda velocidad. ¿Cuento o no cuento lo que pasó en el fondo del lago? Si digo que no vi nada y que tiré de la cuerda porque me sentí mal, lo que pasó allá abajo quedará como un misterio, pero yo no habré dado un solo argumento en favor de la clausura de la fábrica y cuando nos casemos y recibamos toda la fortuna del señor Cazalis, menos los impuestos, me sobrarán motivos para felicitarme, pero ¡qué diablos! aunque sea por una vez en la vida quiero ser leal a la mujer que el destino pone a mi lado. Si lo que digo ahora provoca el cierre de la fábrica y un día me arrepiento de no haber mentido, no importa; por una vez quiero ser leal, ciegamente leal».
– La primera pregunta -dijo el periodista- es: ¿Qué vio usted en el fondo del lago? ¿Qué pasó allá, exactamente?
Maceira procuró ser veraz, no callar nada, salvo sus reacciones personales. Quería ser objetivo.
El periodista lo escuchó en silencio. Después le rogó que hablara de nuevo de la oruga.
– ¿Era muy grande? ¿Grande para oruga?
– Un animal gigantesco.
– ¿De qué diámetro?
– Cuatro metros por lo menos. La última vez que vi a Le Boeuf, un hombre de aproximadamente un metro ochenta, estaba parado en la boca abierta de la oruga.
Después de algunas preguntas de poca importancia, cuando ya se iba, el periodista pasó a cuestiones personales, del tipo: «¿En su familia hubo casos de locura?», «¿A usted lo encerraron alguna vez en un frenopático?».
Por fin se fue el periodista. Maceira preguntó a la enfermera si la señorita Chantal Cazalis había venido a visitarlo o había preguntado por él. Le dijeron que no.
– Me extraña que no haya venido.
– ¿Es la rubia que esperaba? Voy a decir que la dejen pasar.
Al día siguiente Larquier anunció que había llegado la joven rubia. Maceira le pidió que pusiera orden en el cuarto y se levantó para lavarse un poco, peinarse y comprobar en el espejo si el piyama estaba presentable. Admiró la rapidez y precisión de malabarista con que su enfermera arreglaba la cama; después de un brevísimo juego de manos, las sábanas y las colchas parecían nuevas.
Entró en su habitación una muchacha rubia, desconocida.
– Soy delegada del personal de la fábrica -dijo-. Me complace que me haya recibido. Ya no podrá alegar que no le avisamos.
Era una de esas rubias, generalmente belgas, que a él le gustaban tanto.
– No entiendo -aseguró.
– Qué importa. Creo que hay asuntos más graves que tampoco entiende.
– ¿Qué asuntos?
– Usted sabe de qué hablo. ¿Bajó o no bajó al fondo del lago, como representante del grupo ecologista que pretende el cierre de la fábrica?…
– Si no hubiera bajado no estaría acá. Además, bajó el dueño de la fábrica.
– La verdad es que pensé encontrarlo sano y bueno. Si pudiera levantarse un momento, para venir a la ventana, vería algo interesante.
El tono de la muchacha era hostil. Maceira pensó: «Debo decirle que puedo levantarme, pero que por falta de curiosidad no lo voy a hacer»… Como su curiosidad era más fuerte que su buen criterio, se levantó, se arrimó a la ventana, estuvo mirando la calle y las casas de enfrente.
– No veo nada extraordinario -declaró.
– ¿No ve a un hombre, allá, a la izquierda? Ahora, por favor, mire a la derecha. ¿Ve al otro?
– ¿Qué hay con eso?
– Están apostados. Cuando salga lo van a recibir. Son del sindicato.
– ¿Están ahí para atacarme? ¿Se han vuelto locos?
– No tiene nada que temer si no sigue en su campaña y si no hace declaraciones comprometedoras.