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– Basta. Te juro que nos está esperando al otro lado del recodo.

Tenía razón: al doblar el recodo divisaron el coche detenido. Arévalo aceleró furiosamente.

– No seas loco -murmuró Julia.

Como si del miedo de Julia arrancara orgullo y coraje aceleró más. Por velozmente que partiera el Opel no tardarían en alcanzarlo. La ventaja que le llevaban era grande: corrían a más de cien kilómetros. Con exaltación gritó Arévalo:

– Ahora nosotros perseguimos.

Lo alcanzaron en otro de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado: justamente donde ellos mismos habían desbarrancado, pocos meses antes, el coche con la señora. Arévalo, en vez de pasar por la izquierda, se acercó al Opel por la derecha; el hombrecito desvió hacia la izquierda, hacia el lado del mar; Arévalo siguió persiguiendo por la derecha, empujando casi el otro coche fuera del camino. Al principio pareció que aquella lucha de voluntades podría ser larga, pero pronto el hombrecito se asustó, cedió, desvió más y Julia y Arévalo vieron el Opel saltar el borde del acantilado y caer al vacío.

– No pares -ordenó Julia-. No deben sorprendernos aquí.

– ¿Y no averiguar si murió? ¿Preguntarme toda la noche si no vendrá mañana a acusarnos?

– Lo eliminaste -contestó Julia-. Te diste el gusto. Ahora no pienses más. No tengas miedo. Si aparece, ya veremos. Caramba, finalmente sabremos perder.

– No voy a pensar más -dijo Arévalo.

El primer asesinato -porque mataron por lucro, o porque la muerta confió en ellos, o porque los llamó la policía, o porque era el primero- los dejó atribulados. Ahora tenían uno nuevo para olvidar el anterior, y ahora hubo provocación inexplicable, un odioso perseguidor que ponía en peligro la dicha todavía no plenamente recuperada… Después de este segundo asesinato vivieron felices.

Unos días vivieron felices, hasta el lunes en que apareció, a la hora de la siesta, el parroquiano gordo. Era extraordinariamente voluminoso, de una gordura floja, que amenazaba con derramarse y caerse; tenía los ojos difusos, la tez pálida, la papada descomunal. La silla, la mesa, el cafecito y la caña quemada que pidió, parecían minúsculos. Arévalo comentó:

– Yo lo he visto en alguna parte. No sé dónde.

– Si lo hubieras visto, sabrías dónde. De un hombre así nada se olvida -contestó Julia.

– No se va más -dijo Arévalo.

– Que no se vaya. Si paga, que se quede el día entero. Se quedó el día entero. Al otro día volvió. Ocupó la misma mesa, pidió caña quemada y café.

– ¿Ves? -preguntó Arévalo.

– ¿Qué? -preguntó Julia.

– Es el nuevo hombrecito.

– Con la diferencia… -contestó Julia, y rió.

– No sé cómo ríes -dijo Arévalo-. Yo no aguanto. Si es policía, mejor saberlo. Si dejamos que venga todas las tardes y que se pase las horas ahí, callado, mirándonos, vamos a acabar con los nervios rotos, y no va a tener más que abrir la trampa y caeremos adentro. Yo no quiero noches en vela, preguntándome qué se propone este nuevo individuo. Yo te dije: siempre habrá uno…

– A lo mejor no se propone nada. Es un gordo triste… -opinó Julia-. Yo creo que lo mejor es dejar que se pudra en su propia salsa. Ganarle en su propio juego. Si quiere venir todos los días, que venga, pague y listo.

– Será lo mejor -replicó Arévalo-, pero en ese juego gana el de más aguante, y yo no doy más.

Llegó la noche. El gordo no se iba. Julia trajo la comida, para ella y para Arévalo. Comieron en el mostrador.

– ¿El señor no va a comer? -con la boca llena, Julia preguntó al gordo.

Éste respondió:

– No, gracias.

– Si por lo menos te fueras -mirándolo, Arévalo suspiró.

– ¿Le hablo? -inquirió Julia-. ¿Le tiro la lengua?

– Lo malo -repuso Arévalo- es que tal vez no te da conversación, te contesta sí, sí, no, no.

Dio conversación. Habló del tiempo, demasiado seco para el campo, y de la gente y de sus gustos inexplicables.

– ¿Cómo no han descubierto esta hostería? Es el lugar más lindo de la costa -dijo.

– Bueno -respondió Arévalo, que desde el mostrador estaba oyendo-, si le gusta la hostería es un amigo. Pida lo que quiera el señor: paga la casa.

– Ya que insisten -dijo el gordo- tomaré otra caña quemada.

Después pidió otra. Hacía lo que ellos querían. Jugaban al gato y al ratón. Como si la caña dulce le soltara la lengua, el gordo habló:

– Un lugar tan lindo y las cosas feas que pasan. Una picardía. Mirando a Julia, Arévalo se encogió de hombros resignadamente.

– ¿Cosas feas? -Julia preguntó enojada.

– Aquí no digo -reconoció el gordo- pero cerca. En los acantilados. Primero un automóvil, después otro, en el mismo punto, caen al mar, vean ustedes. Por entera casualidad nos enteramos.

– ¿De qué? -preguntó Julia.

– ¿Quiénes? -preguntó Arévalo.

– Nosotros -dijo el gordo-. Vean ustedes, el señor ese del Opel que se desbarrancó, Trejo de nombre, tuvo una desgracia, años atrás. Una hija suya, una señorita, se ahogó cuando se bañaba en una de las playas de por aquí. Se la llevó el mar y no la devolvió nunca. El hombre era viudo; sin la hija se encontró solo en el mundo. Vino a vivir junto al mar, cerca del paraje donde perdió a la hija, porque le pareció -medio trastornado quedaría, lo entiendo perfectamente- que así estaba más cerca de ella. Este señor Trejo -quizás ustedes lo hayan visto: un señor de baja estatura, delgado, calvo, con bigotito bien recortado y anteojos- era un pan de Dios, pero vivía retraído en su desgracia, no veía a nadie, salvo al doctor Laborde, su vecino, que en alguna ocasión lo atendió y desde entonces lo visitaba todas las noches, después de comer. Los amigos bebían el café, hablaban un rato y disputaban una partida de ajedrez. Noche a noche igual. Ustedes, con todo para ser felices, me dirán qué programa. Las costumbres de los otros parecen una desolación, pero, vean ustedes, ayudan a la gente a llevar su vidita. Pues bien, una noche, últimamente, el señor Trejo, el del Opel, jugó muy mal su partida de ajedrez.

El gordo calló, como si hubiera comunicado un hecho interesante y significativo. Después preguntó:

– ¿Saben por qué? Julia contestó con rabia:

– No soy adivina.

– Porque a la tarde, en el camino de la costa, el señor Trejo vio a su hija. Tal vez porque nunca la vio muerta, pudo creer entonces que estaba viva y que era ella. Por lo menos, tuvo la ilusión de verla. Una ilusión que no lo engañaba del todo, pero que ejercía en él una auténtica fascinación. Mientras creía ver a su hija, sabía que era mejor no acercarse a hablarle. No quería, el pobre señor Trejo, que la ilusión se desvaneciera. Su amigo, el doctor Laborde, lo retó esa noche. Le dijo que parecía mentira, que él, Trejo, un hombre culto, se hubiera portado como un niño, hubiera jugado con sentimientos profundos y sagrados, lo que estaba mal y era peligroso. Trejo dio la razón a su amigo, pero arguyó que si al principio él había jugado, quien después jugó era algo que estaba por encima de él, algo más grande y de otra naturaleza, probablemente el destino. Pues ocurrió un hecho increíble: la muchacha que él tomó por su hija -vean ustedes, iba en un viejo automóvil, manejado por un joven- trató de huir. «Esos jóvenes», dijo el señor Trejo, «reaccionaron de un modo injustificable si eran simples desconocidos. En cuanto me vieron, huyeron, como si ella fuera mi hija y por un motivo misterioso quisiera ocultarse de mí. Sentí como si de pronto se abriera el piso a mis pies, como si este mundo natural se volviera sobrenatural, y repetí mentalmente: No puede ser, no puede ser». Entendiendo que no obraba bien, procuró alcanzarlos. Los muchachos de nuevo huyeron.

El gordo, sin pestañear, los miró con sus ojos lacrimosos. Después de una pausa continuó:

– El doctor Laborde le dijo que no podía molestar a desconocidos. «Espero», le repitió, «que si encuentras a los muchachos otra vez, te abstendrás de seguirlos y molestarlos». El señor Trejo no contestó.

– No era malo el consejo de Laborde -declaró Julia-. No hay que molestar a la gente. ¿Por qué usted nos cuenta todo esto?

– La pregunta es oportuna -afirmó el gordo-: atañe el fondo de nuestra cuestión. Porque dentro de cada cual el pensamiento trabaja en secreto, no sabemos quién es la persona que está a nuestro lado. En cuanto a nosotros mismos, nos imaginamos transparentes; no lo somos. Lo que sabe de nosotros el prójimo, lo sabe por una interpretación de signos; procede como los augures que estudiaban las entrañas de animales muertos o el vuelo de los pájaros. El sistema es imperfecto y trae toda clase de equivocaciones. Por ejemplo, el señor Trejo supuso que los muchachos huían de él, porque ella era su hija; ellos tendrían quién sabe qué culpa y le atribuirían al pobre señor Trejo quién sabe qué propósitos. Para mí, hubo corridas en la ruta, cuando se produjo el accidente en que murió Trejo. Meses antes, en el mismo lugar, en un accidente parecido, perdió la vida una señora. Ahora nos visitó Laborde y nos contó la historia de su amigo. A mí se me ocurrió vincular un accidente, digamos un hecho, con otro. Señor: a usted lo vi en la Brigada de Investigaciones, la otra vez, cuando lo llamamos a declarar; pero usted entonces también estaba nervioso y quizá no recuerde. Como apreciarán, pongo las cartas sobre la mesa.

Miró el reloj y puso las manos sobre la mesa.

– Aunque debo irme, el tiempo me sobra, de modo que volveré mañana. -Señalando la copa y la taza, agregó-: ¿Cuánto es esto?