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El gordo se incorporó, saludó gravemente y se fue. Arévalo habló como para sí:

– ¿Qué te parece?

– Que no tiene pruebas -respondió Julia-. Si tuviera pruebas, por más que le sobre tiempo, nos hubiera arrestado.

– No te apures, nos va a arrestar -dijo Arévalo cansadamente-. El gordo trabaja sobre seguro: en cuanto investigue nuestra situación de dinero, antes y después de la muerte de la vieja, tiene la clave.

– Pero no pruebas -insistió Julia.

– ¿Qué importan las pruebas? Estaremos nosotros, con nuestra culpa. ¿Por qué no ves las cosas de frente, Julita? Nos acorralaron.

– Escapemos -pidió Julia.

– Ya es tarde. Nos perseguirán, nos alcanzarán.

– Pelearemos juntos.

– Separados, Julia; cada uno en su calabozo. No hay salida, a menos que nos matemos.

– ¿Que nos matemos?

– Hay que saber perder: tú lo dijiste. Juntos, sin toda esa pesadilla y ese cansancio.

– Mañana hablaremos. Ahora tienes que descansar.

– Los dos tenemos que descansar.

– Vamos.

– Sube. Yo voy dentro de un rato.

Julia obedeció.

Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.

Paradigma

All for love, or The World well lost…

John Dryden

A lo lejos retumbó un vals criollo cuando llegué a la placita que daba al río. La casa era vieja, de madera, alta, angosta, quizás un poco ladeada, con una cúpula cónica, puntiaguda, más ladeada aún, con una puerta de hierro, con vidrios de colores que reflejaban tristemente la luz de aquel interminable atardecer de octubre. Rodeaba la casa un breve jardín, desdibujado por la maleza y por la hiedra. En la verja, en una chapa, leí el nombre: Mon Souci. Más adentro, en un rectángulo de madera clavado en la pared, había un segundo letrero, con las enes al revés: taller de planchado. planta baja. Me pareció que desde la espesura del jardín alguien me vigilaba, pero se trataba tan sólo de uno de esos desagradables productos de la estatuaria italiana del siglo xix, un cupido que reía no sin malignidad, cubierto de racimos de lilas. Entré, subí al piso alto.

La misma señorita Eguren -una anciana delgada y limpia, con un tul en el cuello- abrió la puerta. El cuarto… La verdad es que siempre ando distraído y tengo mala memoria, de modo que me limitaré a decir que el cuarto abarcaba todo el frente y que me dejó un agradable recuerdo de orden, de muebles de caoba, de olor a lilas. Arrimamos el sillón de hamaca y una silla al balcón. Bebimos refrescos; de tanto en tanto miramos la placita, rodeada de tres calles, con el embarcadero, los mástiles, alguna vela y el río al fondo.

– ¿El señor escribe? -preguntó la señorita Eguren-. Lo llamé para contarle una historia. Una historia real. Yo se la cuento y el señor en dos patadas la arregla para una revista o libro. Como quien dice, yo le doy la letra y el señor, que es poeta, le pone música. Eso sí, le ruego que no se permita el menor cambio, para que la historia no pierda consistencia ¿me explico? Tía Carmen, que leyó su libro, asegura que usted toma en serio el amor.

– Ah -dije.

– Los que hacen libros ¿por qué se avergüenzan del amor? O lo echan a la chacota o lo cubren de verdaderas obscenidades, que francamente no tienen mucho que ver.

Protesté:

– I promessi sposi, Pablo y Virginia.

– ¿Son autores de mérito? -su interés duró el tiempo de formular las palabras-. Pero no me niegue que para el hombre normal el amor no cuenta. La plata cuenta, el deporte. La mujer es otra cosa y, naturalmente, los sexos no concuerdan. ¿Para usted algún libro cuenta más que la vida?

– No -dije.

– Mi buen señor, únicamente la vida es mágica. En cualquier estrechez a que uno se vea reducido cabe la vida entera. A mí por este balcón me llega la vida entera. Los bobos creen que una vieja, arrumbada en un cuartucho, no disfruta. Se equivocan. Observo, soy testigo. Ah, quién pudiera serlo para siempre.

Para probarme, quizá, que a ella nada se le escapaba, agregó:

– Ahora cambian la guardia en la comisaría. Efectivamente, en la entrada de la comisaría, sobre la calle que por la derecha bordeaba la plaza, hubo un cambio de guardia.

– Esos valses machacones vienen de la calesita -continuó-. Allá está, en el baldío; la gobierna el sin piernas Américo. A la derecha ¿ve la araucaria? la casa rodeada por el corredor es la quinta de los Várela. Al frente, en el centro de la plaza, tenemos el monumento a San Martín, rodeado por cuatro bancos verdes, concurridos por enamorados, y al fondo, si no le falla la vista, divisará la plataforma de donde arrancan los escalones de piedra ¡cuántos amigos los bajaron, parece ayer, para encontrar una lancha y huir al Uruguay!

Aguardó en silencio hasta que volví a ella los ojos. Luego empezó:

– En 1951 ocurrió el episodio: bien narrado logrará su página de bronce entre las leyendas de la patria. Los protagonistas descollaban como verdaderos héroes. Ambos eran bien parecidos, muy jóvenes, virtuosos y de condición humilde. En esto último, señor, ¿no ve la mano de la Providencia, que los modeló queribles para todo el mundo? Angélica trabajaba en el taller de abajo. Usted la tomaba por una reina entre esas chicas vulgares y alocadas. Yo se lo digo: la única seria, la única linda, la única silenciosa. ¡Y de qué hogar venía! No puedo menos que espantarme, pues los hechos son reales y confirman, señor, los cuentos de hadas, donde a la novia predestinada la descubría en la casa más miserable del pueblo el príncipe, en este caso un panadero.

– ¿Un panadero? -repetí estúpidamente.

– Ya le explicaré. La madre de Angélica era la pobre Margarita, usted sabe, paralítica en los últimos años, tonta siempre, sin más conducta que una oveja. ¿Hace cuánto hubiera muerto, si no fuera por su Angélica, tan buena hija, tan abnegada, el báculo para cualquier necesidad? ¡Le daba de comer en la boca, note bien mis palabras, como a un pichón! De inanición hubiera muerto la pobre Margarita, sobre quien corren cuentos de una sordidez que pone los pelos de punta. ¡De mi boca no los oirá! Diré, en cambio, en su honor, cuatro palabras verdaderas: adoraba a su hija. Con el hombre de la casa, el padrastro de esta chica Angélica, entra el plato fuerte, el ogro de nuestro cuento, señor mío. Por todos conocido por Papy o el Negro Cafetón, tratábase de un paraguayo corpudo, oscuro como si en el infierno lo hubieran chamuscado, de una violencia y de una vivacidad admirables, que no dejaba títere con cabeza. Amén de regentear no sé qué stud de mujeres -no me pida aclaración, porque yo, de deportes, no pesco- el terrible padrastro surcaba los siete mares del orbe como fogonero a bordo del Río Diamante. La chica restañaba las heridas y secaba las lágrimas cuando el Negro Cafetón partía en el buque, pero el retorno era en fecha cierta. No sólo por las tundas lo aguardaba con pavor: bajo amenazas de malos tratos quería casarla con Luis Chico, pelele que el fogonero manejaba con mano de hierro.

»Créame, el Papy era poderoso. Trifulcas tuvo miles, enemigos le sobraban, pues el crápula avivaba con agua fuerte su natural pendenciero. Engolosinada con tales antecedentes, la autoridad política lo apadrinaba y el negrote se abría paso en el sindicato local. ¿Cómo contrariar tamaño bravucón? Si descubría el idilio de los chicos, desollaba vivo a Ricardo, y ante la vista y paciencia de la pobre madre, postrada en el lecho, era muy capaz de vejar a la niña el infame.

– ¿Quién es Ricardo? -le pregunté.

– Un panadero, ya se sabe, el amor de Angélica. Mozo gallardo, era un gusto el verlo con la canasta repleta, cumpliendo como un reloj el reparto alrededor de la plaza; no dejaba a nadie sin pan, no digamos a los Várela, buenos pagadores, pero tampoco a la comisaría, que nunca pagó un cobre, aunque reclamaban tortitas de azúcar quemada para el mate, ni al sin piernas Américo, cliente de cuatro felipes. Desde luego, no lo llevarían por delante. Ricardo era un panaderito de lealtad y de coraje probados (repito palabras pronunciadas bajo este mismo techo, en los esperanzados días de aquel septiembre, por sus compañeros de conjuración), pero ¿quién detiene con los puños a una locomotora? Y si enfrentaba con armas al paraguayo ¿en qué pararía el asunto? Angélica le recordaba: “Queremos casarnos, no separarnos. Te quiero conmigo, no entre rejas ni bajo tierra”.

»Antes de partir la última vez en el Río Diamante, el padrastro declaró: “A mi vuelta será tu boda”. Puede usted imaginar cómo cayó el anuncio a los pobres chicos. Ricardo la esperaba todas las tardes y, cuando Angélica salía del taller, tomados del brazo, gravemente se encaminaban al centro de la plaza, a uno de los cuatro bancos que miran a San Martín. Por más que debatían el intríngulis, vea usted, no adelantaban. Poco faltaba para la fecha fataclass="underline" el padrastro regresaría en la noche del primero de octubre. No encontraban escapatoria, sólo una seguridad en el alma: día a día se querían más entrañablemente y de cualquier modo evitarían el matrimonio de ella con Luis Chico, pues tenían ahorros para comprar un revólver, si no preferían suicidarse con veneno.