– Mis pobrecitos ¿por qué negarlo? están todos enamorados de Milena. -Ya colérica, agregó-: Parecen perros detrás de una perra.
A propósito: debo referirme al Marconi, un perro de aguas, de color café con leche, peludo y orejudo, que trajo Heller del Instituto Pasteur. Me parece que había ido Heller al Instituto para consultar algo sobre el bacilo de Metchnikoff, que por aquel tiempo le interesaba; el Cambado Hesparrén y yo lo acompañamos. No recuerdo cómo apareció el perro. Su dueño lo había dejado, por temor de que estuviera rabioso: como no lo reclamaban, aunque no estaba rabioso, iban a sacrificarlo. Mientras nos explicaban esto, el perro miraba a Heller con ojos tristísimos. Heller preguntó si no podía llevárselo. «Es delicado», contestaron; era más delicado regalarlo que matarlo, pero accedieron. Desde el primer momento se quisieron notablemente Heller y el perro. Milena argumentaba:
– No es higiénico. Están siempre juntos. No es normal. Tamaño zanguango, llueva o truene, por nada se pierde un paseo con el perro. Cuando lo veo, cadena en mano, junto al árbol, esperando que el otro baje la pata, sé que nos compromete a todos los amigos. Un día voy a comprar un matagatos y chau Marconi.
Heller nunca se entregó plenamente. El tiempo que Milena estaba con nosotros, él estaba con ella, pero en la soledad de su cuarto estudiaba medicina y física.
– Mientras uno duerme -protestaba Milena- él estudia. ¿Qué estudia? Las miserias que Dios puso en la oscuridad de los cuerpos, para que nadie las vea.
Una noche pronuncié, por fin, las palabras que ni siquiera los Hesparrén habían tenido el coraje de articular. En cuanto le dije que la quería, un prodigioso cambio se operó en Milena. Confieso que para nosotros era ella una persona imprevisible. No acabábamos de conocerla. Como me había deslumbrado con su aspereza, me deslumbró con su ternura. Lástima que yo fuera tan joven, que imaginara tan delicadas a las mujeres, que adelantara paulatinamente, pues antes de recoger el más mínimo premio, llegó, con diciembre, la hora de acompañar a mi familia a Necochea y no soy hombre que se aparte de estas obligaciones. Aguó un tanto el veraneo, el temor de que algún Hesparrén, más probablemente el Largo, sacara ventaja de mi alejamiento. La novedad que después encontré fue otra.
Viajé, de vuelta, un sábado. El domingo me cité con los muchachos, en las Barrancas, a las dos de la tarde, para ir a ver un partido.
– ¿Por qué no vienen Heller y Milena? -pregunté.
– ¿Cómo? ¿No sabes? -replicó el Cabrío Rauch-. Andan muy ocupados ahora que se comprometieron.
No estaba seguro de entender.
– ¿Se comprometieron? -repetí-. ¿Milena y Heller? El Cabrío afirmó:
– Lo eligió porque es el que tiene más plata.
– A éste yo le rompo la cara -dijo con amenazadora suavidad el Largo Hesparrén.
– No -aseguró el Cambado, empuñando el cuello del Cabrío-. Se la rompo yo.
Intervino Alberdi:
– El Cabrío es un mal pensado. Bueno, ¿y qué? -preguntó-. Si lo toleran desde hace veinte años, ¿por qué de repente se enojan? Además, tener dinero es una cualidad atractiva: una de las tantas de Heller.
Me encaré con Alberdi. En tono de súplica -no sé yo mismo qué suplicaba, la dicha para mis amigos o una esperanza para mí- interrogué:
– ¿Crees que van a ser felices? Alberdi respondió sin vacilar:
– No.
Debatiendo el asunto, caminamos por la plaza, interminablemente rodeamos la manzana del Castillo de los Leones, para encontrarnos, por último, con el paredón de la Chacarita. Creo que me acordé del partido que íbamos a ver, cuando abrí el diario, a la otra mañana.
Se casaron a mitad de año. Casi inmediatamente criadas y proveedores trajeron noticias que, por desgracia, confirmaban el pronóstico de Alberdi. Lo que entrevimos al visitar a nuestros amigos en la casa de 11 de Septiembre, donde vivían con doña Visitación y con Cristina -Diego partió, becado, a los Estados Unidos- no desmintió aquellas noticias. Nos dijimos que todo se arreglaría con el primer hijo; hubo cuatro, pero no hubo paz.
Milena, aparentemente, enardeció a todo el mundo, salvo a Heller. Éste, en medio de las peleas, rondaba como un fantasma; desde luego, un fantasma perseguido y atacado sin cuartel, sobre cuya sombra chocaban dos bandos: Milena, por un lado; doña Visitación y Cristina, por el otro, en continua batalla.
– Por más que procure sustraerse -observó Alberdi- así no puede estudiar.
– Lo que enoja a Milena -respondió el Cambado- es que se sustraiga. Nada irrita como pelear contra un fantasma.
– ¿Por qué quiere pelear? ¿Por qué no lo deja tranquilo? -inquirió, como hablando solo, Alberdi.
– ¿Por qué no se separa? -agregó el Cabrío.
Esta nueva conversación ocurría en la calle. Después del casamiento de Heller y Milena, íbamos muy de vez en cuando a 11 de Septiembre, y para conversar estábamos más a gusto caminando por la calle que encerrados en nuestras casas o que en el café o en el club.
– ¿Saben por qué Milena no se separa? -preguntó el Cabrío-. Por la plata.
El Cabrío era más venenoso que cobarde. Nos distrajo de nuestra indignación la verdad expresada por Alberdi:
– Milena no quiere la plata para ella; sino para educar a los chicos.
– El pato de esta boda es el perro -comentó el Cambado-. Milena lo había sentenciado; por milagro sobrevivió. Ahora dice que está viejo, que tener en la casa un perro tan viejo, por añadidura gordo, es antihigiénico. Así que veremos qué sucede.
El Largo Hesparrén me tomó de un brazo, me apartó del grupo.
– Yo creo -susurró- que llegó el momento de actuar. Alberdi no es el más indicado, porque de puro razonable le da en los nervios a Milena. Deberías explicarles a los dos que se dejen de pavadas. A Heller hay que hacerle ver que no sea terco: al fin y al cabo, qué diablos, tiene una mujer estupenda. Si yo me encontrara en su lugar, te juro que no perdería tiempo estudiando anatomía en el Testut. A Milena hay que hacerle ver que está casada con una lumbrera. Con un poco de estímulo de su parte Heller asumirá contornos de figura, dentro del campo científico nacional.
Ni lo contradije ni me comprometí. De vuelta en casa, llevé el Primus a mi cuarto, cebé unos mates y, a solas, medité por mi cuenta, hasta bien entrada la noche. En esa eventualidad, como en todo, yo era incondicional partidario de Milena, pero no podía reconvenir a Heller, porque él no tenía culpa. Aunque Milena tuviera una mitad de culpa, o más, tampoco a ella podía reconvenirla, porque inmediatamente, con su impaciencia admirable, me vería como un tránsfuga y como un traidor. Para la mitad restante había que hablar con la madre de Heller y con Cristina; por cierto, no sería yo quien señalara a estas damas que no se entrometieran. Me dormí, aliviado.
A la mañana siguiente, en cuanto abrí el ojo, oí, en el teléfono, la voz del Cabrío, con ese engolamiento que asume cuando da una mala noticia.
Me dijo:
– Parece que el pobre Heller entró en una etapa de franco disloque. Dicen que anoche fue a una reunión de espiritistas. Lo único que falta es que se haga masón.
A mí no me convence un rumor cualquiera, de modo que en el acto llamé a los Hesparrén. Atendió el Cambado. Comenté:
– Dicen que anoche Heller fue a una reunión de espiritistas.
– Sí -contestó bostezando-. Lo único que falta es que se haga masón.
¡Dos testimonios coincidentes! Quedé medio enfermo. Yo sabía lo que eran tales reuniones, porque años atrás, acompañado del mismo Heller, asistí a una, en el Centro Espiritista de Belgrano R. Fue una visión inolvidable la que tuvimos cuando una consola de caoba oscura, un tanto barrigona, bajó la escalera, paso a paso. Al comprobar que gente calificada -concurrimos con un jefe de sala del hospital Rawson, con un concejal del Partido Salud Pública- convenía en que la consola bajó por sus propios medios, temblé de veras. La conmoción llegó a prolongarse en una larga crisis, que tuvo en jaque a mi equilibrio mental. ¿Cómo puede uno tomar en serio los afanes, los compromisos cotidianos, la ambición, que mueve al hombre, si hay otra vida, si nos desplazamos entre espíritus? Alberdi y Heller, lo recuerdo como si fuera hoy, para consolarme argumentaban que, precisamente, la certidumbre del más allá justifica la hondura de sentimientos y de anhelos. A uno le replicaba yo que él no había visto la consola, y al otro, que la había visto mal o que le restaba importancia, para animarme.
Llamé de nuevo a los Hesparrén; hablé con el Largo:
– Heller, he sabido, fue a una reunión de espiritistas. Como yo tendría que estar desesperado para volver a una de esas reuniones, me pregunto si Heller no estará desesperado; así que ahora mismo voy a cumplir lo que me pediste anoche.